Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Alcohol y Literatura

Abstinencia alcohólica: ¿crónica de un imposible?

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“Libertad y whisky van de la mano”
Robert Burns

Sin analizar por qué ni reparar mucho en el asunto, la verdad sea dicha, me hago consciente de que casi siempre escribimos sobre las mismas cosas, las más llamativas, las más escandalosas, las más feas, las más dolorosas y traumáticas, o sea, las que ahondan en esa pasión inconfesable del ser humano, el morbo.

Por eso, para intentar hacer algo diferente, me propongo escribir una crónica histórica, un breve ensayo más bien, sobre los literatos y escribidores que no beben. “Los abstemios”, esos seres que según imagino, siendo amantes de las letras, no prueban ni han probado jamás una gota de alcohol en ninguna de sus formas de presentación, no han conocido la anestésica y en ocasiones estimulante neblina de la dipsomanía ni la malhadada y áspera resaca del amanecer, en fin, que, siendo literatos, buenos lectores y escritores, son al mismo tiempo personas felices y sanas, saludables, limpias de vicios, impolutas.

Pero… ¡opss! algo que no estaba en mis ingenuos cálculos sucede. Tropiezo desde el primer momento con inesperadas dificultades para llevar a feliz término mi empeño. Dificultades en encontrar un libro, uno solo, una historia de la literatura, un ensayo, una semblanza, una biografía o autobiografía, un estudio médico, una estadística confiable, incluso una opinión autorizada de algún amigo literato o historiador de las artes y las letras, algo, lo que sea que me cuente sobre los grandes escritores que han rechazado de plano la bebida, el trago, la borrachera, la cruda, la curda, la bebercia, en una palabra, que me ilustre con veracidad acerca de la historia de los escritores abstemios.

Busco y rebusco, repaso Wikipedia, googleo, estornudo con el polvo de viejas enciclopedias, voy de aquí para allá, converso con la gente, gasto y malgasto el tiempo, pero nada. Nada de nada. Y, actitud poco habitual en mí, y lo reconozco, muy dolorosa: me declaro, de una vez por todas derrotado.

Ante la evidencia de mi incapacidad para encontrar información fidedigna sobre la presencia de abstemios en la historia de la literatura, veo solo dos opciones, o dar por terminada esta crónica justo aquí mismo, lo que creo la haría demasiado corta y anodina, o repasar brevemente la historia de la literatura e imaginar abstemios donde no hay borrachos confesos, anunciar puros de alma donde no encuentro pecadores evidentes y, quizás, hasta inventar —ficcionar le llaman los sesudos a ese proceder literario— un poco, que daño no creo que haga. Opto, ante lo inevitable, por lo segundo. Adelante entonces.

De aquellos aedas y bardos prehistóricos que alrededor del fuego crearon, sin saberlo, la bastante más tarde denominada literatura oral no conocemos casi nada. ¿Bebían? Es probable que de vez en cuando tuvieran acceso, como regalo de los agradecidos escuchas, a alguna bebida de frutas fermentada por casualidad o a un poco de aguamiel, un preciado, por escaso, tesoro para ayudar a hacer llevaderas aquellas negras y amenazantes noches. Lo que sí nos atrevemos a asegurar es que las cantidades disponibles de estas bebidas no alcanzaban para solazarse permanentemente en el vicio alcohólico, a excepción, quizás, de que el narrador de historias fabricara (con ayuda de las abejas, claro) su propia aguamiel o alcanzara una categoría superior, cuasi divina, una especie de Premio Nobel de la época arropado en pieles de animales crudas.

Y entonces, que remedio, me viene a la mente el ciego Homero. Pero sería un escarnio imperdonable por mi parte que además de poner en duda su propia existencia también lo acusara de borracho. ¡Qué Dios me perdone! Por tanto, pongo a un lado sus múltiples menciones a la jubilosa celebración alcohólica en La Ilíada y La Odisea y declaro a Homero el primer gran narrador abstemio de la historia de la literatura. Un tanto, dudoso, quizás espurio, pero un tanto para mí.

¿Empinaban el codo Hesíodo, Sófocles, Esquilo, Menandro, Eurípides, Halción, Safo y Heródoto? No lo sé, pero lo que sí sé es que Anacreonte, el creador del hedonismo, y más o menos contemporáneo de los anteriores, escribió: “Cuando bebo vino los cuidados se adormecen. ¡Lejos de mí los gemidos y los sufrimientos y las preocupaciones!”. Con esos truenos. Como al paso, es interesante señalar que la palabra griega simposium, tomada hoy tan en serio entre los científicos y literatos, quería decir originalmente “reunión de bebedores para conversar”, y de ahí viene precisamente El Banquete, de Platón.

Ahondando precisamente en las enseñanzas de Platón nos damos cuenta de que beber alcohol no tenía una connotación negativa en aquella época, como no la tuvo prácticamente hasta el siglo XX. Emborracharse dando la nota, de una manera vulgar y agresiva fue motivo de escarnio o burla siempre, pero es en nuestros días, digamos que de los años cuarenta o cincuenta del siglo XX a la fecha, que se medicaliza el concepto, o sea, se ve como una adicción y por tanto como una enfermedad mental supuestamente curable.

Recurrir al Viejo Testamento en busca de escritores abstemios me parece una empresa fútil, dado que muchos de los personajes que aparecen en sus libros, Noé (el que eventualmente plantó la primera vid), Lot, el Rey David y tantos otros disfrutaron en su momento del alcohol incluso en forma desmedida. Y en el Nuevo Testamento basta con saber que el propio Jesús convertía el agua en vino y luego incitaba a sus apóstoles a beberlo: “¡Bebed, esta es mi sangre!”. Sin olvidar, hecho que le sienta muy mal a mi ensayo, que el vino era considerado sagrado por muchas otras religiones además de la cristiana, ¿o qué era Baco/Dionisio sino un dios?

Los romanos Publio Ovidio Nasón y Cayo Valerio Catulo eran, entre otras muchas cosas interesantes, un par de reconocidos borrachos, pero eso no nos autoriza a pensar que Ennio, Plauto (¡Umm!), Virgilio, Cicerón, Propercio, Lucrecio, Tácito, Séneca y Ulpiano lo fueran. En los casos de Julio César, un magnífico escritor, Lucano, Valerio Marcial y Décimo Juvenal la cosa cambia porque sí se refirieron, y con mucho agrado, al buen vino para tonificar el alma y dar vuelos a la pluma. Nada, que el conteo no me favorece.

¿Beben los escritores por miedo escénico, por timidez? Es una teoría, una de tantas, pero lo cierto es que la escritura parece ser una de las profesiones más solitarias y apartadas que existen, y que alterna, hecho paradójico, con momentos de reconocimiento público y consumo social de bebidas alcohólicas, lo que abriría la puerta a la compulsividad y la adicción. La escritora inglesa (no sé si alcohólica) Olivia Laing lo dice así en su libro The trip to Echo Spring: “Trabajan solos y tienen que combinar largos períodos de aislamiento con otros de intenso escrutinio público”. No estoy convencido de la certeza de la explicación, pero dejó constancia de ella. Por cierto, Echo Spring es el nombre del armario donde se guarda el alcohol en la obra teatral La gata sobre el tejado de zinc caliente, del escritor norteamericano Tennessee Williams, otro beodo de alquilar balcones.

De la saga sumeria de Gilgamesh no conocemos a sus autores. Como toda epopeya antigua debe haber sido obra de muchos poetas populares que iban perfeccionando los versos y pasajes con el transcurrir del tiempo. ¿Bebían? Claro que sí, que la vida era dura y corta en aquellos lejanos días. Valmiki, el mítico autor del Ramayana, tuvo una etapa disoluta en su juventud y luego después de la iluminación, un período de perfección y temperancia. Algo así como si hubiera asistido con provecho a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. El Mahabarata se le ha atribuido a Vyasa, un personaje mitológico del que se duda su existencia, así que nos quedamos sin conocer sus vicios, si es que los tuvo.

Confucio, Lao Tse, el mítico general Sun Tzu y el japonés Manyoshu eran hombres rectos, de una sola pieza, pero eso no significa que se negaran a acompañar sus frugales pitanzas con algún que otro trago de Mijiu, el antiquísimo vino de arroz. O quizás no, que eso convendría a mí artículo. Los escritores egipcios de papiros, que eran muchos y muy dedicados, bebían cerveza y lo sabemos porque según algunos de esos mismos papiros la cerveza era como el pan para los habitantes de las márgenes del Nilo. Puede que alguno de esos escribas se negara en redondo a tomarla y solo consumiera agua, pero habrá sido un bicho raro para sus congéneres.

Sobrebeber (Ed. Malpaso, España, 2016), y esto tómenlo como un aparte en mi artículo, es un reciente libro, en realidad una recopilación de ensayos, del escritor inglés Kingsley Amis (otro buen bebedor) en el que trata sobre el gran impacto de las bebidas alcohólicas en la larga historia de la literatura. Nos cuenta, entre otras muchas cosas, algunas simpáticas y jocosas, otras tristes y trágicas, que: “La Metamorfosis, de Kafka, es la mejor explicación de los efectos de una curda mal gestionada”. Esta obra me ha sido muy útil y la recomiendo, pero no es ni remotamente la única sobre el alcoholismo y la literatura. La que sigo sin encontrar, y me doy cuenta de que no podré escribir yo una por carencia de información, es la relacionada con los que le hacen el feo al trago.

De los muchos autores que atesoraba en sus estantes y bóvedas para rollos de papiros la tristemente desaparecida Biblioteca de Alejandría ¿cuántos eran bebedores y cuántos abstemios? No tenemos la menor idea, pero tiene que haber algún abstemio por lo que se me ocurre declarar a alguno de ellos como el “Literato abstemio desconocido”. Rindámosle tributo con una copa de... agua mineral.

Y claro, dejando a un lado las bromas, adelantémonos un poco en el tiempo para llegar a épocas más afines a nosotros, aunque hago una breve parada, creo que es de rigor, en la pintoresca Persia (el actual Irán) de Omar Khayyam. Ese feliz período entre los siglos XI y XII de NE en que tan brillantemente florecieron la literatura y las artes. Lo recorro buscando un abstemio, aunque sea solo uno, pero lo que encuentro me deja mudo. Nos basta con este párrafo del sabio persa para saber a qué atenernos: “Bebe vino, que es la vida eterna y lo único que resta de tu juventud pasada. Ya estamos en la estación de las rosas, del vino y de los compañeros alegres; se feliz un instante… ese instante es la vida”. ¿Cómo puede hacerme eso un poeta de tal categoría? En fin. Frustrado en mi búsqueda de un abstemio natural, aunque sea uno que no idealice el vino o lo recomiende, cambio de aires nuevamente.

La literatura medieval europea frecuentemente era anónima y eso nos limita mucho en el conocimiento de las costumbres de sus autores. También una buena parte de esas obras eran religiosas, lo que me permite alegar que es posible, así lo quiero creer, que Santo Tomás de Aquino, Pedro Abelardo o Anselmo de Canterbury, por citar a algunos de los más conocidos escritores medievales, fueran abstemios. ¿Qué si había vino de consagrar? Sí, y muy bueno, pero aclaro, querido lector, que es una pregunta impertinente.

Por los otros, los profanos medievales y tardomedievales, escritores y poetas de la talla de Juan Ruiz de Alarcón, Petrarca, Boccaccio, Chaucer, Dante Alighieri, Guillaume de Lorris, Joan Martorell, el Arcipreste de Hita, Eschenbach, Francois Villon, Christine de Pizan o Rabelais no meto la mano en la candela, que bien que hablaban de la belleza de la vida y la cortedad exagerada de la misma y sus placeres. Que descansen en paz.

Ernest Hemingway, Papá, un borracho de prosapia, decía con mucha seriedad que había cuatro cosas que mataban la escritura: “El alcohol, el dinero, las mujeres y la ambición”, y que había otras cuatro cosas que ayudaban a escribir: “El alcohol, el dinero, las mujeres y la ambición”. Una frase muy de él pero que encierra, me parece, una gran verdad, o mejor, cuatro verdades para un solo resultado. Y Hemingway, es sabio recordarlo, fue víctima y beneficiario de las cuatro cosas.

Con tan poco que contar en cuanto al tema inicial de este ensayo y su relación con la supuestamente oscura Edad Media, decido alejarme. Desembarquemos entonces en el Siglo de Oro español, ese período de casi doscientos años (un siglo largo, muy largo en verdad, dominado por la casa de Austria) premiado con algunos de los mejores escritores que en el mundo han sido.

Y como dice el historiador José Manuel González de la Cuesta, una época bañada también de manera transversal por el vino, una bebida que era, para los ricos y para los pobres, alimento, diversión, medicina, salario, tónico revitalizante, fuente de valor, pecado, lujuria, integrador social y muchas cosas más. Que así lo definió Francisco de Quevedo: “Para conservar la salud y cobrarla si se pierde, conviene alargar en todo y en todas maneras el uso del beber vino, por ser, con moderación, el mejor vehículo del alimento y la más eficaz medicina”. Aunque según sus contemporáneos, él no era lo que se dice moderado en el beber, que conste.

Pero aunque Jorge Manrique, Fernando de Rojas, Mateo Alemán, Miguel de Cervantes, Gracián, Quevedo, Lope de Vega, Tirso de Molina, Boscán, Calderón de la Barca, los hermanos Argensola, y el buen cura Fray Luis de León bebían, y bebían bien, a veces como taberneros, creo encontrar al fin algún abstemio reconocido: Y ese abstemio es Don Luis de Góngora —¿será cierto?— que reconvino a sus enemigos literarios Lope y Quevedo con aquello de: “Hoy hacen amistad nueva / más por Baco que por Febo / Don Francisco de Quebebo / y Félix Lope de Beba”, feroz injuria que fue contestada repetidamente, acusándole de hipócrita y borracho perdido, por los dos poetas atacados. Investigo entonces con más profundidad y parece ser que el barroco Don Luis, en la privacidad de sus aposentos, también soplaba la botella. Y lo que para mí contrariedad desarma definitivamente el argumento en cuanto a la templanza de Don Luis de Góngora son sus propios versos: “Pase a medianoche el mar, y arde en amorosa llama, Leandro por ver su dama; que yo más quiero pasar, del golfo de mi lagar, la blanca o roja corriente, y ríase la gente”. Como ven, pierdo también esta batalla.

Es justo señalar, tengo que justificarme de alguna manera, que el agua de consumo humano en aquellos tiempos era sumamente insalubre y malsana y aunque no se conocían las bacterias existía el convencimiento de que el vino resultaba mucho más saludable, lo que por demás era completamente cierto. Digámoslo con las palabras del poeta Juan de Espinosa: “El agua es llena de defectos e inconvenientes, al contrario del vino, del cual se pueden narrar mil perfecciones”.

Pero no, no quiero que quede deshabitado el nicho de los abstemios en esa época, así que declaro libres del vicio alcohólico a los magníficos poetas San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús (Teresa de Cepeda y Ahumada) y la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz. Y cruzo los dedos para no equivocarme, sobre todo con las dos mujeres.

Y los cruzo porque las mujeres no necesariamente beben menos que los hombres. Eso de la sobriedad femenina es un lugar común que se ha extendido entre nosotros pero que no soportaría un análisis profundo. Escritoras modernas como Shirley Jackson, Louise May Alcott (sí, la misma que viste y calza), Francoise Sagan, Patricia Higsmith, Jean Rhys, Ayn Rand (la novelista rusa gurú de los conservadores), Jane Bowles, Dorothy Parker, Marguerite Duras, Anne Sexton, Elizabeth Barrett Browning, Clarice Lispector, Jean Stafford, María Luisa Bombal, Edna St. Vincent, Elinor Wytie, Djuna Barnes y Carson McCullers fueron bebedoras olímpicas, o por lo menos con muy buenos promedios.

Fue justamente Carson McCullers, la típica chica sureña de plantación, que pudo haber sido grande como pianista, pero se corrió a la literatura por razones oscuras, quien dijo en Iluminación y fulgor nocturno, la autobiografía que dejó inconclusa: “El alcohol es el único camino para la conciencia, el amor, la naturaleza, los sueños y Dios”. Una reflexión dolorosísima que nos abre una ventana a la mente indudablemente perturbada de una bebedora habitual.

Scott Fitzgerald, el autor del Gran Gatsby, que se mató bebiendo (con 44 años), alguna vez quiso desintoxicarse y se puso un límite de una cerveza, una sola, pero treinta veces al día. Al poco tiempo abandonó la dieta por insuficiente. Hemigway, que tenía una relación ambigua con el talentoso Fitzgerald, parte admiración, parte envidia, dijo que Fitzgerald debía de tener las pelotas (escribió en realidad cojones) de tirar su adicción al mar. Hemingway, como todos sabemos, no pudo tirar la suya y terminó matándose de un balazo en la boca.

¿Y los isabelinos, Shakespeare, Marlowe, Ben Jonson, Greene, Lily, el filósofo Bacon, Dowland, Sidney, Thomas Campion, los sonetistas Wyatt y Howard, Fletcher y todos esos juerguistas, buscapleitos y gozadores de la vida? Mire, querido lector, ni pregunte por esos señores, que nada tienen que hacer en mi abstemio y puritano ensayo.

Con el romanticismo no tengo escape. ¿Es que acaso pudo alguien ser abstemio en una época en que vivir en las nubes y morirse joven era lo adecuado? Pues quizás sí; Goethe, por ejemplo, parece haber sido un caballero bastante ejemplar en su madurez, aunque alguna que otra vez debe haber probado, con mesura, el vino. Por Herder, Fichte (su yo contra el no-yo no siempre terminaba bien), Holderlin, Novalis, Schiller, la Stael, Brentano, Lamartine, los hermanos Grimm, Rousseau, de Musset, Coleridge, Mickiewicz, Nerval, Leopardi, George Sand, Victor Hugo, Keats, Pushkin, Stevenson, Espronceda, Lord Byron, Zorrilla y decenas más de genios, porque muchos de ellos eran eso, genios, aunque algunos destruyeran sus vidas a destiempo, no me atrevo a jugarme la cabeza. Si había alguno abstemio, abstemio de verdad, que levante la mano.

El alcohol en la literatura tiene mucho de nacionalista. Los personajes de Tres tristes tigres de Cabrera Infante toman mojitos, los de Vargas Llosa en Conversaciones en la Catedral beben pisco y los de Cortázar en Rayuela vino francés de la casa, lo que viene a probar que Argentina carece de una bebida nacional (O que Cortázar no era muy argentino). Pero no siempre funciona así; la norteamericana Anne Sexton, una de las más grandes poetas de su generación, prefería el vodka y lo utilizó hasta para matarse.

Ya que estamos con estos grandes, volvamos los ojos hacia las Américas. Los escritores y cronistas románticos latinoamericanos, en general, gozaban de más madurez formal que los europeos: Esteban Echeverría, Sarmiento, Mármol, José Hernández, Isaacs, Palma, por mencionar los más importantes, tuvieron vidas bastante estables, pero eso no quiere decir que fueran santos y mucho menos abstemios. Los cubanos: José María Heredia, Plácido, Milanés, Zenea, Luaces, exceptuando a la Avellaneda, tuvieron vidas cortas y mucho más desgraciadas, aunque no necesariamente por el alcohol.

No quiero ponerme en el plano de “sabihondo amonestador” pero lo cierto y probado científicamente es que el abuso, el exceso de alcohol primero excita, luego deprime y al final daña irreversiblemente determinadas estructuras del cerebro, sobre todo a nivel de la materia gris de los lóbulos frontales. ¿Hubieran escrito más y mejor Verlaine, Baudelaire, Dostoievski, Thomas de Quincey, Coleridge, Alejandro Dumas, Swinburne, O. Henry, Chandler, Eugene O’Neill, Kerouac, Rimbaud, Jack London, Delmore Schwartz, Cocteau, Durrell, Koestler, Ambrose Bierce, Ian Fleming, Malcolm Lowry, Mailer, Graham Greene, Faulkner, Dylan Thomas, Onetti, Robert Lowell, Bryce Echenique, Carver, Bolaño, Eliseo Alberto y Poe de no haber bebido alcohol en las cantidades que bebieron? Nadie sabe.

Pero a esta pregunta se le puede dar la vuelta. ¿Hubieran escrito tan increíblemente bien de no haber sido todos ellos alcohólicos perdidos? Pues nadie sabe. Sí, nadie sabe, pero uno que escribía envidiablemente bien, el autor de A sangre fría, Truman Capote, dejó escrito aquello de: “Soy alcohólico, drogadicto, marica y un genio”. De las tres primeras no hay dudas, pero yo me inclino también por la cuarta.

El modernismo, nacido entre nosotros, fue más tumultuoso y variado. El poeta nicaragüense Rubén Darío, una de las figuras más relevantes de esta escuela literaria, sino la más, tuvo serios problemas con el alcohol y de ninguna manera fueron abstemios Leopoldo Lugones (que luego se suicidaría), José Asunción Silva, Julián del Casal, Amado Nervo, los hermanos Machado, Santos Chocano, Nájera, Villaespesa, Díaz Mirón, González Prada, Delmira Agustini, Rómulo Gallegos y la puertorriqueña Julia de Burgos, una magnífica poeta frustrada tempranamente por los amores contrariados y el alcoholismo. El cubano José Martí, modernista antes que Darío, y probablemente antes que ninguno de los otros, no tuvo la pasión del alcohol, sino la de su patria, Cuba, lo que no ha impedido que se hayan hecho feas y probablemente injustas bromas acerca de su relación con la ginebra, hecho que, para ser sinceros, está aún por estudiarse de una manera objetiva y abierta.

Charles Bukowski, uno de los poetas y novelistas norteamericanos (de ascendencia alemana) más originales, odiado y admirado a partes iguales, tenía una teoría muy propia sobre el por qué se bebe: “Tengo la sensación, decía, de que el consumo de alcohol es una forma de suicidio que te permite volver a la vida y empezar de nuevo cada día. Es como matarse uno mismo para volver a renacer. Creo que he vivido unas diez o quince mil vidas hasta ahora”. Un tipo muy sui generis este Bukowski. El cuentista y novelista peruano Julio Ramón Ribeyro escribió, en 1964, su interesante libro de cuentos Las botellas y los hombres. Un recorrido por el alcoholismo y la vida narrado por un escritor lúcido e inteligente. La novela La espuma de los días, del francés Boris Vian y la noveleta El perseguidor de Julio Cortázar vibran en la misma nota. Bajo el volcán, el admirable y desolador libro del novelista británico Malcolm Lowry sube un escalón (o lo baja) en el camino de la degradación alcohólica. Pero no nos equivoquemos, estamos hablando de grandes libros que penetran como pocos la condición humana y ese fenómeno de explicación compleja que resulta ser el alcoholismo. Debo decir, aunque me duela, que sobre la templanza no hay escrito nada parecido.

Escuelas literarias aparte, que en definitiva poco o nada tienen que ver con la adicción al alcohol, llevar a cabo un recorrido por los grandes escritores de los tiempos modernos resulta desolador si es que queremos encontrar un abstemio.

Los Premios Nobel de Literatura, por ejemplo, son una fuente inagotable de… bueno, de bebedores: Kipling, Romain Rolland, Hamsun, Benavente, Yeats, Bernard Shaw, Bergson, Thomas Mann (uno de los grandes… bebedores), Sinclair Lewis, Galsworthy, Ivan Bunin, O’Neill, Andre Gide, T. S. Eliot, Faulkner (más que Mann), Winston Churchill (inmenso), Hemingway, Camus, Pasternak, Saint-John Perse, Steinbeck, Shólojov, Asturias, Kawabata, Beckett, Neruda, Saul Bellow, García Márquez, Golding, Soyinka, Cela, Darío Fo, Grass y Bob Dylan, por mencionar algunos.

Pero como quiero encontrar abstemios entre ellos, cito entonces con júbilo a Alice Munro, Herta Muller, Elfriede Jelinek, Octavio Paz, Bashevis Singer, Sigrid Undset, Montale, Nelly Sachs y Gabriela Mistral. No puedo asegurar que no se dieran su traguito de vez en cuando, pero por lo menos no hacían alarde de eso. Me felicito, al fin.

El rechazo a la bebida lo encontramos, eso es de esperar, en los repetidos hasta el infinito libros de autoayuda, pero el alcoholismo, el puro y duro, se pasea por toda la gran literatura. La novelista española Cristina Fallarás nos dice: “La literatura menciona tanto el alcohol porque la vida está llena de alcohol por todas partes y porque con él suceden historias que dan más de sí que con la declaración de la renta o la limpieza del cutis”. Charles Bukowski, al que ya hemos mencionado en otra ocasión, escribió en su novela Mujeres: “El problema de la bebida es que si te pasa algo malo bebes para olvidar. Si te pasa algo bueno bebes para celebrar. Y si no sucede nada bebes para provocar que suceda”.

Por cierto, que hay excepciones a la regla. Aquí les presento a tres escritores que con un historial de borrachos perdidos y pendencieros dejaron completamente la curda, se desintoxicaron, y siguieron luego escribiendo: John Cheever, Raymond Carver, y el torrencial Stephen King. Me anoto medio tanto. Hay un cuarto, el maestro mexicano Juan Rulfo, autor de dos obras maestras, Pedro Páramo y El llano en llamas. Siguió el mismo camino y abandonó completamente el tequila por la Coca Cola, pero nunca volvió a escribir. Un caso muy interesante de sequía literaria el de Rulfo.

Se ha dicho lo mismo de Salinger, pero nadie está realmente seguro de eso, así que lo dejo en la duda. ¿Y Balzac? Pues este hombre, una máquina de producir (magníficas) novelas se tomaba cuarenta tazas de café al día, pero eso no le impedía beber su buen vino con las comidas. Murió joven, valga el dato.

Donald Woodwin, profesor de psiquiatría de la Universidad del Estado de Washington, nos explica su teoría sobre alcohol y literatura en el libro Alcohol and the Writer. “Escribir es una forma de exhibicionismo, el alcohol desinhibe y saca fuera ese exhibicionismo. Escribir requiere interés en la gente, el alcohol incrementa la sociabilidad. Escribir implica imaginación, el alcohol promueve la fantasía. Escribir requiere confianza en uno mismo, el alcohol genera esa sensación. Escribir es un trabajo solitario, el alcohol mitiga la soledad. Escribir demanda una intensa concentración, el alcohol relaja”.

Todas las aseveraciones de Woodwin son explicaciones posibles, pero no absolutas. Y en cuanto a la soledad, para algunos de esos grandes escritores fue muy relativa. Los bares, lugares de encuentro (acepto que también pueden ser de soledad entre multitudes), han sido idealizados por la literatura moderna, y por los propios literatos, al nivel de catedrales. No entraré en el recorrido de algunos de los más emblemáticos, quizás lo haga más adelante, pero anoto que el poeta cubano Nicolás Guillén, un buen bebedor él mismo, escribió refiriéndose a la Bodeguita del Medio: “La Habana con razón blasona”.

En realidad, no contamos con una explicación satisfactoria de por qué el porcentaje de alcohólicos entre los escritores es mucho más alto que en la población general. ¿O es que al ser más famosos se hacen más de notar? Pudiera ser. O, y esto da que pensar, que como dijo el poeta galés Dylan Thomas “Un alcohólico es alguien que no te gusta porque bebe tanto como tú”.

Intercalo una frase, una petición, quizás un epitafio incumplido, del novelista austriaco Moses Josep Roth: “Que Dios nos dé a todos nosotros, bebedores, una liviana y hermosa muerte”.

He dejado para el final al argentino, y ciudadano del mundo, Jorge Luis Borges y al poeta y ensayista cubano José Lezama Lima Un par de abstemios de verdad que justifican, creo, mi breve ensayo.

Y eso me alienta. Quizás siga buscando, mientras tanto, queridos lectores, brindemos levantando nuestras copas de…, de refresco de melón, claro.


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