Isaiah Berlin, Liberalismo, Marxismo
Berlin es Irving, pero también Isaiah (II)
La “Leyenda del Gran Inquisidor” y los peligros sobre la libertad en nuestros días
Por sobre todas las cosas, Berlin creyó en la libertad, no como un ideal racional al alcance del ser humano, sino como un conjunto teórico y práctico —por momentos contradictorio— con el que el individuo está en lucha constante. De esta forma, distingue dos categorías en el concepto: la positiva y la negativa.
Este acercamiento a uno de los temas filosóficos más debatido durante siglos fue expuesto por primera vez en uno de sus ensayos más famosos: su conferencia inaugural en Oxford en 1958, titulada Two Concepts of Liberty.
Mientras la libertad negativa pretende limitar las coerciones que se ejercen sobre la conducta del individuo —y por lo tanto reducir la autoridad—, la libertad positiva es la libertad para realizar los “verdaderos intereses”.
La distinción supera en parte la distinción clásica del marxismo, entre “libertades formales” y “libertades reales” —derivada del concepto hegeliano de “la libertad como conciencia de la necesidad”—, que sirvió al pensador alemán para justificar la dictadura prusiana y a Marx, su discípulo, para crear la teoría que cimentó las bases de la “dictadura del proletariado”.
Berlin aclara que la libertad positiva puede convertirse en peligrosa cuando la libertad negativa es suprimida, en nombre de los intereses reales. Pero supera solo en parte el concepto marxista, porque tras este planteamiento yace un fundamento negativo y realista a la vez: la imposibilidad de armonizar todos los valores humanos —otra idea clave de su pensamiento.
Ello nos lleva de vuelta a la tan señalada conclusión de que —en muchos casos— la igualdad y la libertad no son compatibles. Un regreso a la “Leyenda del Gran Inquisidor” —tal como fuera formulada por Dostoievski.
La “Leyenda del Gran Inquisidor” es la historia que Iván le cuenta a su hermano Alesha en Los hermanos Karamázov: la felicidad excluye la libertad. El mayor error de Cristo fue ofrecer la libertad de elección al hombre. El Cristianismo se equivocó al propugnar el conocimiento del bien y del mal, cuando sólo los seres extraordinarios y excepcionales pueden sostener el peso de la libertad. Cristo regresa a la vida terrenal, pero el Gran Inquisidor lo mete preso y le reprocha haber desatendido las necesidades materiales por actos imposibles: “No solo de pan vive el hombre, ¿pero cómo puede vivirse sin pan? Los hombres prefieren la seguridad a la libertad y viven en un paraíso artificial donde llevan una existencia bien planificada y confortable. En este “paraíso” se les permitirá incluso pecar. Los seres humanos viven felices bajo esta situación, comportándose como animales infantiles, contradictoriamente rebeldes pero inofensivos.
Erich Fromm formuló un problema similar en otros términos, en su célebre Miedo a la libertad, donde no solo analiza el surgimiento del protestantismo y su estrecha vinculación con el capitalismo, sino brinda una explicación de la tendencia en el individuo a la irracionalidad y el ceder su derecho a elegir para ponerse bajo el mando de dictadores. Mientras la libertad brinda independencia y racionalidad al hombre, también lo aísla y le otorga una responsabilidad difícilmente soportable. A diferencia de Berlin, cuyo pensamiento por años estuvo limitado a círculos intelectuales y académicos, las tesis de Fromm tuvieron una influencia notable durante la segunda mitad del siglo pasado y su libro adquirió una categoría cercana al best seller. De ello no es ajeno su vinculación temprana con la Escuela de Frankfurt —que luego abandonó por diferencias sobre el psicoanálisis—, pero eso es tema para otro trabajo.
Vigencia de Berlin
En la actualidad, el peligro de que el reino del Gran Inquisidor se establezca definitivamente en la sociedad norteamericana —ante el miedo de la amenaza terrorista— es más real que durante la vida de Isaiah Berlin. La amenaza de que ello ocurriera fue muy intensa durante los dos períodos presidenciales de George W. Bush, pero el gobierno de Barack Obama no ha sido ajeno a ello, como demostró el escándalo internacional por los sistemas de escucha. Por suerte, puede afirmarse que ha disminuido.
Otro tanto ocurre en Latinoamérica, aunque por distintas razones. Al sur de la frontera norteamericana —y tras el fracaso de las políticas neoliberales, mal aplicadas en parte y sin los contrapesos sociales necesarios en otras ocasiones— muchos se han mostrado dispuestos a enterrar los temores del establecimiento a corto plazo de un régimen totalitario, frente a la inseguridad de la falta de trabajo, la carencia de beneficios sociales y la realidad apremiante del hambre. Ha ocurrido tanto bajo las ideologías tradicionalmente conocidas como izquierda y derecha, aunque han sido los gobiernos izquierdistas quienes han cruzado la frontera de convertirse en sistemas autoritarios y hasta bordeado el totalitarismo, como en Venezuela.
En Colombia, por ejemplo, las críticas internacionales a las presuntas violaciones a los derechos humanos —permitidas durante el gobierno de Álvaro Uribe— hicieron poca mella en su popularidad, que se mantiene hoy día. Aunque hay que reconocer que el autoritarismo de Uribe nunca ha intentado la vía autoritaria de mantenerse directamente en el poder, como sí es el caso de Correa en Ecuador, Morales en Bolivia y por supuesto ahora Maduro (para no hablar del caso de Cuba).
Para limitarse a los extremos y no remontarse a Fidel Castro, el fallecido presidente venezolano Hugo Chávez constituyó la cara más caricaturesca bajo la cual reapareció el Gran Inquisidor en Latinoamérica. El resurgimiento actual del populismo de derecha en Europa es otro ejemplo.
Basta mirar al pasado cercano para comprobar la vigencia de la profecía de Dostoievski. La realidad es que tanto el fascismo como el comunismo fracasaron, pero también el que ambos nunca llegaron a satisfacer plenamente —y por largo tiempo— esas necesidades materiales. ¿Habría más de un millón de cubanos en el exilio si Cuba no fuera un reino del hambre? Cabe preguntarse si la sociedad desarrollada actual —más allá de China, Rusia y ciertas tendencias preocupantes en EEUU (Tea Party) y Venezuela, por limitarse a los ejemplos citados— no es en cierta medida el reino del Gran Inquisidor.
Berlin creía que una de las cuestiones fundamentales que los liberales debían preguntarse en estos días era la forma de lidiar con el nacionalismo. Aquí volvemos a encontrar la vigencia candente de su pensamiento. No sólo en EEUU y Latinoamérica. También en Rusia, Asia y por supuesto que Europa. Le otorgaba una importancia fundamental al nacionalismo y su influencia sobre el sentimiento de los pueblos. Compartía los criterios de Johann Gottfried von Herder —precursor del Romanticismo alemán— de que un grupo humano encuentra su mejor expresión en una cultura en particular.
Según este punto de vista, diferentes culturas pueden existir sin rivalizar entre ellas. Abrazar al nacionalismo con esta actitud no resulta perjudicial, ya que permite la pluralidad entre los países. Otra cosa muy distinta es cuando el nacionalismo se transforma en prejuicio y postula la eliminación del contrario, al que no se preocupa por entender y simplemente rechaza o quiere eliminar en casos extremos. Más allá de estas distinciones, siempre insistió en que —resulten buenos o malos— nunca deben menospreciarse los sentimientos nacionalistas de un pueblo.
Sionista declarado, Berlin conoció el problema del nacionalismo en carne propia. Creía firmemente en que había sido el movimiento sionista de liberación nacional del pueblo judío el motor propulsor para el establecimiento del estado de Israel. Pero no apoyó los métodos terroristas durante los años de actividades clandestinas en Palestina ni luego el nacionalismo expansionista. “En la actualidad, desafortunadamente, el sionismo ha desarrollado una fase nacionalista”, le dijo en 1988 a Ramin Jahanbegloo, durante una serie de entrevistas recogidas en Conversations With Isaiah Berlin. Luego agregó: “Uno puede ser patriota sin ser nacionalista”.
Hace años leí sobre otra conversación con Berlin en Londres. Esta vez era un profesor norteamericano, quien cuenta que un día caminaba con el ensayista en Oxford, cuando de pronto éste le preguntó: “¿Qué usted cree que caracteriza a los judíos? Quiero decir, a todos los judíos: los de Sana, Marrakech, Riga y Glasgow”. Para inmediatamente responderse: “El sentimiento de desarraigo. En ninguna parte, la mayoría de los judíos se sienten en su casa”. “Pero usted es la excepción de ese ejemplo”, le contestó el interlocutor. Luego agregó: “Es seguro que usted se siente en su hogar en Inglaterra”. “Sí y no”, replicó Berlin. “Soy un ferviente anglófilo, pero no soy un inglés”. Estoy seguro que muchos cubanos —que vivimos regados por todo el mundo— habríamos contestado igual.
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