Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Pintura, Revolución Francesa

David, heraldo del arte nuevo para un “hombre nuevo”

David definió lo que consideraba un “peligro intelectual y artístico”, una justificación para innumerables persecuciones que fueron continuadas en otras revoluciones y regímenes

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Cuando la mujer de un pintor le pidió a Jacques-Louis David que intercediera por su marido, arrestado y en riesgo de ir a la guillotina, le respondió: “Ciudadana, aprovecho la ocasión para prevenirle que en general todos los que han tenido relaciones con las academias son muy malos patriotas, y que si nuestra Revolución presenta en estos momentos atrasos en su vía, es a ellos a quienes principalmente se les tiene que atribuir la causa”.

David catalogó así a los ejecutantes del “arte académico” como más responsables, según él, de los atrasos en el camino de la Revolución que otros “contrarrevolucionarios” decididamente políticos, como los nobles emigrados. Definió un “peligro intelectual y artístico”, luego instrumentalizado por otras revoluciones o regímenes en consonancia. Y creó a la primera “vanguardia artística” de la historia.

Los “nuevos artistas”, republicanos, “revolucionarios”, se sentían imbuidos mesiánicamente del deber de ajusticiar a quienes habían sido portadores de otra estética, diferente de la suya. De hecho, se realizó una “limpieza estética”.

El propio David exigía ser “mejor republicano (o revolucionario) que buen pintor”. En un jurado que había instituido en el año II de la República (el duro del Terror), estipuló que la norma para juzgar era “preocuparse menos de la perfección de las prácticas del arte que de la manera de crear, en la obra, en tanto hombre libre, como un verdadero republicano”. ¿Fue el precursor de las políticas culturales de las revoluciones?

David inaugura la modernidad no solo en la pintura, por lo que él y su escuela dieron lugar, sino por asumirse él, un artista, en tanto Homo Politicus y plantear coordenadas entre el arte y la política que todavía se manifiestan: hoy, como ayer, se suele establecer la diferencia entre el “artista” y su “posición política”. Perdonemos a David por su genio, porque “no sabía lo que hacía”, ya que fue influenciado por sus amigos Marat y Robespierre. Sin embargo, sí lo sabía muy bien: la dictadura jacobina le proporcionó el medio de ser el supremo regente del arte y los artistas.

Los defensores ideológicos de David solían alegar que si era tan atacado —sobre todo en tanto “terrorista”, partidario y/o ejecutante del Terror—, se debía a que había realizado una obra excepcional. Si Danton o Mirabeau hubiesen creado grandes obras artísticas o literarias, aducían, habrían sido más vilipendiados que David. Tales apologistas argumentaban su valor en tanto “revolucionario en la política, revolucionario en las artes”, en ese orden. David habría efectuado la “regeneración de las artes”.

Ese a quien Danton, en su camino a la guillotina al avizorarlo en el gentío con sus crayones en la mano para hacerle un croquis, le gritó “cobarde” y “criado” (de Robespierre), se había propuesto enterrar a las academias apenas comenzó la Revolución. En 1790 se situó a la cabeza de una “Comuna de las artes”, proveniente de un movimiento de “académicos disidentes”. Obtuvo ese mismo año el fin del control del Salón por la Academia Real de Pintura y Escultura, además de pedir la supresión de todas las academias. En 1791, fue el comisario del primer “Salón de la libertad”. No sería hasta 1793 —es decir, bajo los jacobinos— en que obtuvo la eliminación de las academias, su logro más grande. El pintor Delacroix dijo que con ello se perdió todo el saber académico de los antiguos, el cual solo David pasó a poseer: había sido, no obstante, un producto de la academia, y recibió no pocos encargos durante el Ancien Régime.

En ese clima de “limpieza artística”, los pintores, quienes habían convivido muchos de ellos en la galería del Louvre, arreglaron sus cuentas no solo estéticas sino personales. Sea que los artistas se “comprometían”, sea que a algunos de ellos, más tibios, se les enviaba convenientemente a Roma, para protegerlos de la tormenta revolucionaria. Pero uno de ellos fue ahí asesinado por la turba “reaccionaria”, sospechoso de ser un agitador jacobino.

David persiguió a muchos artistas. Hay incuestionables indicios de que hizo llevar a la guillotina a Richard Mique, arquitecto de Marie-Antoinette (le tenía un especial rencor a la reina), e hizo encarcelar al pintor Hubert Robert. La retratista de Marie-Antoinette, Elisabeth Vigée-Lebrun, quien había tenido relaciones cordiales con David en el pasado (ella estuvo entre los primeros en largarse de Francia, como hubo aristócratas que pusieron pies en polvorosa apenas el 15 de julio de 1789…), escribió en sus Memorias: “Lo que no he podido nunca perdonarle (a David) es su conducta atroz durante el Terror; las persecuciones ejercidas cobardemente por él contra un gran número de artistas, entre otros Robert el paisajista a quien hizo arrestar y encarcelar con una severidad que fue hasta la barbarie”.

Permitió que fueran guillotinados muchos de sus amigos, retratados o clientes que le habían encargado cuadros, como los hermanos Trudaine, el químico Lavoisier o el poeta André Chénier. Sin embargo, intercedió por su alumno Gros y por Vivant Denon, acusado de “emigrado”, una razón más que suficiente para ir al cadalso. Salvó a Denon dándole el trabajo de que imprimiera los trajes que había diseñado para uniformar a las gentes, lo que le permitió obtener el certificado de civismo requerido. Lo lamentaría después, pues Napoléon prefirió a Denon en vez de a David para que fuese su “ministro de cultura”, lo que había sido de hecho antes de Thermidor, posición por la que luchó para obtener sin éxito bajo el Consulado y el Imperio. Napoléon no cedió, le dijo que prefería dejarlo con sus pinceles. Finalmente resignado, David argumentó: “No lo lamento, el tiempo y los acontecimientos me han enseñado que mi lugar se encuentra en mi taller”.

Antes de que recibiera esa “enseñanza”, David se creyó más político que artista. Eso sí, no fue un oportunista. Masón probablemente desde 1786, con anterioridad a 1789 ya podía situarse en una “extrema izquierda”. Enseguida se hizo jacobino —llegó a ser presidente de su club—; fue elegido a la Convención, de la que fue su secretario, en 1792, con el apoyo de Marat. En el Comité de Instrucción Pública en 1792, es el organizador de las “fiestas cívicas y revolucionarias” y encargado de la propaganda (realizó, además, las caricaturas de ésta), lo mismo que la tradición le atribuye la creación de la bandera republicana tricolor, todavía hoy la francesa.

Junto con Amar y Vadier, fue la figura más influyente del Comité de Seguridad General, “ministerio del interior”, el órgano de poder paralelo al Comité de Salut Public. (Thermidor en definitiva se debió a la rivalidad entre ambos comités.) El flamante presidente de la sección de interrogatorios firmó 300 mandatos de arresto, entre ellos el del general Alexandre de Beauharnais, entonces esposo de la futura Josefina Bonaparte, que fue guillotinado. Fue quien presidió el comité en el proceso de acusación contra el poeta Fabre d’ Églantine (quien le puso los nombres a los meses del calendario republicano), el cual, claro está, fue guillotinado. (En la carreta rumbo al patíbulo, lloriqueaba lamentándose de que no había podido terminar un libro de versos. Danton, lapidario como siempre, le espetó que tendría todo el tiempo de hacerlo en el más allá.)

No contento con su posición en el Comité de Seguridad General, y su cercanía a Robespierre (junto con Saint-Just, lo visitaba casi todos los días en su habitación de la calle Saint-Honoré), David nombró a cuatro pintores de su círculo en el Tribunal Revolucionario. (Cierto que formaban parte del mismo otros dos artistas sin relación directa con él.) Uno de estos davidianos decía: “Infeliz de mí que no tengo en mi haber 80.000 cabezas”.

En su devoción por Marat, uno de los actos más vergonzosos orquestados por David fue ultrajar el cadáver de Charlotte Corday, con la ayuda de un médico al efecto, para probar que, contrariamente a la hija de Bernarda Alba, no había muerto virgen. No lo pudo comprobar.

El otro fue su participación en los interrogatorios al pequeño Delfín, el Capeto de 8 años, así como a su hermana de 15, para arrancarles la “confesión” de que su madre, Marie-Antoinette, y su tía se acostaban juntas con él, y los maltrataban con crueldad a ambos. La acusación a la reina de “pedófila incestuosa” fue una de las piezas claves en su proceso.

El aporte más grande de David a la propaganda, con excepción de lo que pintó, fueron las fiestas que creó y organizó, con la ayuda de un arquitecto, el carpintero Duplay (quien alojaba a Robespierre en su casa), el escritor Marie-Joseph Chénier, y el músico Méhul. Estas fiestas, plenas de Kitsch revolucionario, reemplazaban las celebraciones religiosas, y buscaban la comunión del cuerpo ciudadano con la ideología, y consolidar a ésta en le peuple. Una de las más célebres fue la del 10 de agosto de 1793, llamada de la “unidad y la indivisibilidad”, o de la “regeneración”, en la que bebieron agua que salía de los senos de una diosa Isis, confeccionada a la carrera, viejos escogidos de todo el país para que se “regeneraran”. (El concepto de “regeneración” puede encontrar una correspondencia en el de “hombre nuevo”, a veces utilizado tal cual por Saint-Just.) La otra, fue la de la instauración del culto del Ser Supremo, poco antes de la caída de Robespierre: éste aparecía simbólicamente como el propio Ser Supremo… La primera en su haber fue una en honor de un regimiento suizo, en 1792. Aunque ya un año antes, se había encargado del traslado de las cenizas de Voltaire al Panteón, como previó el traslado de las de Marat a este templo revolucionario. Y cuando un general llamado Bonaparte ganó el sitio de Toulon, David enseguida propuso una para celebrarlo, extendida a todos los ejércitos de la República.

Se trataba generalmente de procesiones y desfiles por las calles de París, que podían durar todo el día, si no es que obligaba a una bailarina de la Ópera de París a representar desnuda a la Diosa Razón en Notre-Dame.

La imaginación del hombre cuyo último discurso en la Convención, el 3 de Thermidor, cuando más arreciaba el Terror y se cavaban fosas —la mitad de las cuales se quedó vacía tras el 10 de ese mes—, alababa el “gobierno tan hermoso”, la “santa igualdad que planea sobre la tierra” y la perfección de “la Francia de hoy”, parecía no tener límites. El inventor del culto a los muertos, los “mártires caídos por la Patria” (recuerdo que una de las consignas de la Revolución era “libertad o muerte”), lo hizo primero, antes que con Marat, con Michel Le Peletier de Saint-Fargeau, un noble que había votado a favor de la muerte del Rey, por lo que fue apuñaleado el 20 de enero de 1793 por otro aristócrata que lo consideró un traidor. David pintó enseguida un cuadro mostrándolo como un mártir, en posición crística, con el puñal colgando tal espada de Damocles. Esta obra, que junto con el famoso Marat asesinado presidía la Convención, está perdida, por razones que merecen contarse en otra ocasión.

Al cadáver de Le Peletier todavía caliente, David lo hizo pasear en procesión por las calles de París, hasta finalizar en la plaza Vendôme, en la que se construyó un altar. Lo colocó ahí, le puso una almohada por debajo para que la herida mortal fuese así elevada e instaló en ésta una suerte de vejiga que permitía que la sangre continuase saliendo a borbotones. Esta “Herida fundadora”, o “sangre numerosa”, otro reciclaje cristiano efectuado por David, era vista de cerca por los ciudadanos que subían las escaleritas del altar para contemplarla. Instaló, además, picas alrededor (una auto-cita a un cuadro suyo pre-revolucionario) con las ropas ensangrentadas del muerto. Las gentes se abalanzaban llorando sobre el cadáver. Babeuf fue particularmente dramático, tirándose sobre él. Dicen las memorias que los cantos fúnebres eran espeluznantes y que esa noche, muchas mujeres embarazadas que asistieron a la macabra ceremonia abortaron.

El otro cuadro representando a un “mártir” es el del niño Bara, ultimado porque se negó a gritar “viva el rey”. De nuevo, David recurrió a una imaginería cristiana al pintarlo desnudo pero sin sexo definido, como si fuera un ángel. Aunque es probable que haya sido influenciado por Robespierre en lo del sexo, ya que el Incorruptible era pudoroso.

En sus pinturas de propaganda (no me voy a referir al Serment du Jeu de Paume, aun si es espectacular), David innova porque desecha la alegoría, y con una depuración de medios va a lo esencial, inaugurando otro tipo de representación, especialmente con Marat asesinado. Simon Schama ha dicho: “Si ha existido una pintura que puede hacer que usted quisiera morir por una causa, es la Muerte de Marat de Jacques-Louis David”. Y Guillermo Cabrera Infante: “Marat muerto pasó, gracias a David, a ser el primer ícono revolucionario y es de cierta manera un esbozo de Lenin en su mausoleo”.

Curiosamente, el entonces recién surgido culto revolucionario precisa el reciclaje cristiano en medio de la des-cristianización. Ese fue el genio de David, quien además efectuó una especie de operación alquímica a su manera: mientras pintaba a Marat, más caía la guillotina. En esta sangre que piden las revoluciones, invirtió lo que había significado religiosamente Cristo, que habría muerto en la cruz para que su sacrificio fuese el único.


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