Actualizado: 02/05/2024 23:14
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Música

De Viernes y Robinsones

La vieja y la nueva trovas, diez años después del Buena Vista Social Club.

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En la atmósfera musicalmente desértica que se implantó en Cuba en la segunda mitad de los años sesenta, esos jóvenes solistas aparecían como la única opción fresca disponible en los medios de comunicación, ya para entonces totalmente controlados por el Estado. Al ser abolidos —o preteridos— tanto el rock and roll como el chachachá, el tumbao, el son montuno, la rumba y el guaguancó, sólo quedaban esos muchachos medio melenudos con sus sandalias y sus guitarras.

Con Elvis Presley prohibido, sin Beatles ni Celia Cruz que les hicieran la competencia, los nuevos troveros tenían todas las de ganar. A falta de algo mejor, la gente se tuvo que conformar con sus sonsonetes juglarescos y sus letras las más de las veces poéticamente fallidas, tan medievalizantes como luctuosas.

Esto se puso de manifiesto en 1983 cuando el salsero venezolano Oscar D'León visitó la Isla fugazmente. En las huestes de la juglaría no gustó ni un poquito el éxito de ese sonero tan parecido a Benny Moré que estremeció a Cuba con la fuerza de un huracán. Diez millones de cubanos saltaban de alegría a lo largo y ancho del país. El venezolano amenazaba con quitarles público a los nuevos juglares. En cuanto se fue del país, ya no se oyeron más sus canciones.

Música reaccionaria

La música bailable, la jacarandosa, la bullanguera, era oficialmente considerada poco menos que reaccionaria. Como mínimo, se pensaba que era pura chusmería. En cualquier caso, no servía para crear al Hombre Nuevo. Para el gobierno, sus letras resultaban subversivas, sobre todo porque incurrían en una serie de temas tabuados: la comida, por ejemplo.

En un país con los víveres racionados durante cuatro décadas, obviamente cualquier alusión musical a yucas, boniatos o mameyes (todos borrados del mapa gastronómico nacional por la revolución) era muy peligrosa. Eso podía fomentar la añoranza por ese vicio tan pequeñoburgués que consiste en devorar los frutos y los tubérculos del propio país.

En cambio, se promocionaban las letras de la Nueva Trova porque resultaban patrióticas, marciales, en ocasiones casi fúnebres, cada vez más políticamente correctas. Para oír a los nuevos troveros había que asistir a una sala, sentarse seriamente en una luneta, como en un funeral, y ni siquiera se podía estornudar, para no interrumpir los guitarreos de esos bardos que, más que cantar, parecían lanzar discursos trufados de metáforas de dudosa calidad: "cañón de futuro", "la era está pariendo un corazón", "en cada cuadra un comité"…

Yo prefiero honestamente letras como El cuarto de Tula o Candela. Y no creo equivocarme si digo que diez millones de cubanos coinciden conmigo. Otra cosa es que no todos puedan decirlo en voz alta.

La tremenda frase de Ferrer ("en definitiva no veo nada") restalla como un látigo en la memoria colectiva de un país que siendo tan musical y alegre devino artificialmente beligerante y adusto, pero cuya verdadera naturaleza vuelve a aflorar con ímpetu en cuanto se ofrece la primera oportunidad.

Esa "nada" a la que alude Ferrer significa ausencia de ganancias, de éxito, de fama, de reconocimiento nacional e internacional… Menos mal que al final de sus vidas estos ancianos pudieron disfrutar un poco de todo eso tan merecido. Pero ¿cuántos siguen en la Isla condenados al anonimato? ¿Cuántos Robinson Crusoe harán falta para volver a resucitar a tantos Viernes?

* Publicado en el número 293 de Día Siete.


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