Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Despedida a un escritor desconocido

Ha muerto a los 89 años Alexander Solszhenitsin, quien denunció el horror de los campos de concentración y las cárceles del régimen soviético.

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El libro comienza y el primer estremecimiento aparece en el mismo pórtico. Unos cuantos hombres leen atónitos, en algún punto de la Rusia soviética de 1949, una revista científica donde ha aparecido una extraña noticia: en excavaciones realizadas cerca del río Kolyma se descubrió una corriente de agua congelada y dentro de ella varios ejemplares de peces fósiles, insólitamente frescos luego de miles de años de conservación. Sin mucho pudor, el "imprudente despacho" —así lo llama con ironía el autor del libro— da cuenta de que tales descubridores, que no son sino presos políticos del estalinismo condenados a trabajos forzados, de inmediato rompieron el hielo y se comieron los peces.

Un segundo sobresalto aparece casi seguidamente y ya a esas alturas nos damos cuenta que todo el libro es un temblor de principio a fin. Se refiere que 36 escritores soviéticos, con Máximo Gorki a la cabeza, se dieron —cedieron— a la tarea de elogiar en un libro la construcción del Belomorkanal, el canal de enlace del Báltico y el Mar Blanco, lo que sería guardado para la historia como el primer intento moderno de celebración del trabajo esclavo.

Se trata de Archipiélago gulag, de Alexander Solszhenitsin, y la brevedad de ambos pasajes anuncia la intensidad del horror que va a ser contado en medio millar de páginas, quizás más. Entre esas líneas iniciales y el final del volumen, pueden llegar a asaltarnos un sinfín de preguntas que quizás nunca se nos ocurrirían de no habernos acercado a lo que expone. He ahí la fuerza que se descubre en él, aun cuando hayan pasado varias décadas y la propia sociedad que prodigó estos engendros ya no existe más que en dos o tres naciones.

Es decir, pasó de la cruda realidad a ser una especie de trauma en la memoria humana: estos capítulos no fueron escritos sólo para los contemporáneos de tantas víctimas, victimarios y cómplices, ahora sabemos que fueron revelados para el futuro, para que nadie olvide, para nosotros, para poder vivir con un peso menos en la conciencia al saber que ya fueron denunciados. Lo que llamamos hoy realidad fue realidad también (no más) ayer y ni siquiera nos cabe la remota posibilidad de ser originales.

Este es un libro que los cubanos debimos haber leído en su momento, pero desgraciadamente no leemos los libros cuando queremos sino cuando se puede, cuando casi por un milagro nos caen en las manos. En especial, los que han tenido que vérselas con la censura, allá y aquí, en su tiempo y en estos que corren. Releída la última línea, sobrecoge una fiebre que debe anularse, por difícil que sea, un estremecimiento mayor al saber que otra vez se llega tarde a una verdad necesaria, al desentrañamiento de una realidad pasada pero desconocida por quienes todavía padecemos el prolongado ocaso de un modelo totalitario, similar, muy similar a lo descrito por Solszhenitsin en esas páginas.

Puede considerarse afortunado quien haya podido leer este libro en la Isla. En los últimos cuarenta años nos han obligado a vivir de espaldas a los circuitos mundiales de circulación del libro. Un muro de silencio rodea a zonas polémicas de la historia de la humanidad, entre las que están algunos sucesos relacionados con nuestra propia existencia como gente, consumidos a veces con encandilada rapidez y siempre ávidamente.

Por eso crece el deseo por obtenerlos y devorarlos en franca intimidad, aunque luego pasen de mano en mano. Porque estos testimonios de un horror tan cercano han sido como bálsamos para estas mutilaciones del espíritu que toda cerrazón atiza. Porque han sido demasiados años de un solo color, de pensamiento monolítico y retrocesos barométricos en todo sentido, más que nada en lo social y lo intelectual; de consignas que gritan la muerte demasiado cerca y hacen pensar en la brevedad de la vida en medio de un montón de celebraciones farsescas que dejan entrecortado el aliento.

Los testimonios

Ahora, las agencias de prensa anuncian que Solszhenitsin ha muerto en suelo ruso. Tenía, dicen, 89 años. No llegamos a conocerlo. De él y sus verdades sabemos muy poco todavía. Era denostado cuando no silenciado y casi podía aplicar con su persona lo contrario del diktak oficial. En lugar de resultar odioso o desagradable, aquel descrédito constante animaba a intentar leer sus libros, a buscar datos sobre ellos y su autor, y cómo eran recibidos por la llamada opinión pública.

Nos enterábamos, por ejemplo, que se había publicado en la Isla una menuda edición de su novela Un día en la vida de Iván Denísovitch, precedida además por su difusión en Moscú en los años del postestalinismo gracias a las pálidas aperturas de la era Kruschov, para sospechar que, sin dudas, había sido recogida poco tiempo después y quizás reconvertidas sus páginas en pulpa: el avisado lector no podría encontrarla en librerías ni bibliotecas.

Por cierto, para un juicio cabal de esta novela, véase el ensayo titulado "Réprobos en el paraíso", que otro "maldito", Mario Vargas Llosa, recogió en el volumen La verdad de las mentiras (Alfaguara, España, 2002, pp. 349-356). Aquí Vargas Llosa rememora que leyó esa novela por primera vez precisamente en Cuba, en 1965, donde "la gente se lo arrebataba de las manos y era la comidilla de todas las conversaciones".

Tal vez entonces se hizo evidente que las autoridades de la Isla habían cometido un error que debía ser enmendado. Se comenzó a hablar de su traición a la causa del pueblo soviético, la más impoluta de las causas humanas, y se sustituyó la circulación de Un día… por un panfleto nombrado La espiral de la traición de A.S.

Escritores como Alejo Carpentier se sumaron a la faena de desprestigiar a quien denunciaba el horror de los campos de concentración y cárceles soviéticas, horror que Solszhenitsin conocía bien, lo había sufrido en carne propia. En varias entrevistas que concediera para diversos órganos de prensa, incluso extranjeros, el autor cubano fustiga una vez y otra la aparición de una "Carta a los dirigentes soviéticos", firmada por el Nobel ruso, a quien acusa de retrógrado, de querer la destrucción de su patria y lo llama "inmenso globo [hinchado]", "ignorante", y sobre sus libros agrega que son "la peor literatura contrarrevolucionaria".

Asombrosamente, sin pensar que una de sus frases predilectas podría volverse en su contra, como, por ejemplo, aquella que dice: "las palabras nunca caen en el vacío", al final de su vida, Carpentier consideraba que la mayor desgracia que podría ocurrirle a un escritor era dejar de entender su época. Hoy, por suerte, esos y muchos otros juicios de Carpentier y de varios escritores más —por mucho olvido que justamente merezcan— están a la mano de cualquier lector. Los del autor de El reino de este mundo pueden hallarse en un tomo titulado Entrevistas (Editorial Letras Cubanas, 1985). Sus criterios sobre Solszhenitsin aparecen en las páginas 262-263, 269, 270, 315 y 317.

Afortunadamente, estos libros nadie los hará pulpa. Queden entonces como testimonios de un estéril entusiasmo.


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Alexander SolszhenitsinFoto

Alexander Solszhenitsin.

Adiós a Solzhenitsin

(El País.com)

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