Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Literatura, Música

Dímelo cantando

Composiciones de Ela O’Farrill, Sindo Garay, Mike Porcel, Meme Solís, Armando Oréfiche y Rodrigo Prats, completan este breve recorrido por nuestra riquísima tradición musical

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Lo que ha hecho Sindo Garay toda su vida es llorar. No es su propia pena, es la pena de otros, de un alma en duelo, de una vida en decepción, de un paisaje que se estremece también, de unas trémulas ramas, de unos corazones oprimidos por la nostalgia de un tiempo más bello. Sindo Garay (…) es una estampa del romanticismo criollo, montuno si se quiere, donde la ley principal de la vida no es el yo, como en el romanticismo de la literatura, sino el Corazón.

Gastón Baquero

Cuando me siento triste, busco entre los pocos discos que atesoro y tomo uno raro, donde una mujer gruesa, mestiza y de rasgos difuminados parece proyectar una intensa nota frente a un micrófono que sostiene cerca de una boca pulposa, abierta, inmensa. Sé que allí me espera, con la misma fidelidad de la primera vez, Freddy, y que no importa cuán honda sea mi pena, ella me hará saber que la suya lo es mucho más que la mía. Solo tiene que dejar filtrar su voz andrógina y apabullante. Seguramente habrá otros que como yo, llegaron a la música a través de la literatura, y aunque Guillermo Cabrera Infante siempre aclaraba que conoció a Fredesvinda “Freddy” García Valdés cantando en Las Vegas, pero que el personaje de Ella cantaba boleros estaba muy ficcionalizado, quiero creer que Freddy aparece en Tres tristes tigres no como una mera inspiración, sino como una presencia vital y poderosa; quiero creer que se le cae el zapato frente al Nash Metropolitan (la “Guillermita”), y así convertir a Códac, fotógrafo de El Mundo en el imposible G. Caín, para que él, y no otro, sea quien le escuche decir: “Tú sabes, yo tengo un hijo, tú sabes, el bobo…”. Suena Freddy, el tema compuesto especialmente por Ela O’Farrill para la muchacha que con 12 años llegó a La Habana de Céspedes, Camagüey, e insisto en ver a La Estrella—Freddy, que a estas alturas ya es la misma, burlándose de la falsa Irenita, haciéndole descubrir con su sonrisa franca y abierta, los defectos y las caries de la dentadura de la simulada rubiecita al fotógrafo, ahora deslumbrado para siempre por la abundancia y la vastedad de la cantante ora color café, ora color chocolate. Y alguien objetará que soy una lectora ingenua, otro se burlará por mi perseverancia en encontrar un rasgo “autobiográfico” en el traicionero magma literario, pero yo no voy a escuchar, no seré razonable esta vez, sino que seguiré cantando, aun cuando mi voz sea débil y desentonada, que “no era nada ni nadie y ahora, dicen que soy una estrella, que me convertí en una de ellas para brillar en la eterna noche”, y mientras lo haga, me sentiré junto a Freddy bajo el farol frente al bar El Celeste, expulsadas las dos, porque el show se ha terminado. Ella acabará de cantar a capella, mientras me brinda un cigarrillo Salem, de esos que dice Marta Valdés que fumaba, y yo le diré para que reconozca la parodia: “Estrella, yo la amo”. Elizabeth Mirabal Llorens, periodista y escritora.

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La tarde, de Sindo Garay, resulta una canción ejemplar por lograr a cabalidad ambas cosas: combinar —sin que sea posible decir donde termina la una y comienza la otra— la música popular y la poesía. En este sentido hay que decir que ni la armonización, ni la letra hacen concesión alguna al facilismo. Lo que sorprende, precisamente, es la complejidad que se oculta tras un texto y una música que nos parecen engañosamente sencillos. El texto —que es de lo que me ocuparé— está compuesto de dos estrofas que, a primera vista, sugieren cierta incoherencia. En la primera de ellas el yo se dirige a un tú innominado (ni siquiera es posible afirmar absolutamente que se trate del objeto amoroso) y la declaración es “puramente” descriptiva. Al pasar a la segunda estrofa, notamos que nada en ella refiere en rigor al tú de la primera, y que, por el contrario, ahora el yo se cierra sobre sí mismo: sobre sus penas. Digo intencionalmente que se cierra para llevar al lector de vuelta a la primera estrofa: “La luz que en tus ojos arde / si los abres amanece, / cuando los cierras parece / que va muriendo la tarde”.

Aquí está, a mi juicio, el núcleo de significación del poema que no busca, y mucho menos permite, imponer una: un entreabrirse y entrecerrarse que además de concordar perfectamente con la primera estrofa, por supuesto, continúa, llevado con mano maestra y oído insuperable, en las penas que “se atropellan”, “se agolpan unas a otras”, matan incesantemente al yo que —¿tendremos que decirlo?— nunca acaba de morir. ¿En qué consiste, cómo se da la perfecta sincronización de los elementos de significación? A esta pregunta respondo que 1) mediante el uso continuo del presente en ambas estrofas, y 2) a través de una rica y compleja textura fonológica. Notemos el predominio de las consonantes r y n, sobre todo en la primera estrofa. Así, el título mismo anuncia una imagen con señorío propio —“La luz que en tus ojos arde”—, puesto que la tarde ya se ha desplegado y se consume en arde: tarde. Hay que añadir el perfecto engarce que proveen el condicional si y el adverbio cuando. Nada nos garantiza que la luz que arde en esos ojos se abrirán para nosotros —“si los abres”—, mientras que no hay que nos proteja de perderlos: “cuando los cierras”. Incluso el presente del indicativo, y además el gerundio, le dan a la pérdida un carácter inexorable. Pero no podemos olvidar que este presente obstinado es precisamente el que captura la eternidad del instante que escapa: “cuando los cierras parece / que va muriendo la tarde”.

La tarde muere constantemente sin acabar de morir, justo igual que el yo muere en la primera estrofa sin acabar de morir. Las penas no pueden matarlo porque ellas se atropellan entre sí, se agolpan unas a otras, matándose también y reproduciéndose en la violencia continua. Este sentido de movimiento constante no se debe solo al uso del presente, sino también al de las consonantes n, m que casi adquieren valor onomatopéyico. Esto último ocurre sobre todo en la segunda estrofa, puesto que ellas crean el sentido de circularidad: del yo que se vuelve sobre sí mismo, y de las penas y el morir que parecen cerrarse también sobre él: me matan, de acabarme tratan, no me matan. Podemos ver que la canción figura un anillo perfecto —resultado del virtuosismo del joyero: las penas matan y no matan.

Creo que la mejor interpretación que se ha hecho de esta canción es la que ofrece Esther Borja en el disco Esther Borja canta a dos, tres y cuatro voces (1955). Toda la riqueza —las líneas de contrapunto temático y melódico— las captura admirablemente su interpretación. Desdoblada en múltiples voces que se persiguen, se superponen unas a otras, mueren y regresan, Esther Borja realiza el milagro de la canción: ofrecernos lo que nos quita, hacer que la tarde —concluida ya la grabación— continúe ardiendo, que las penas sigan matándonos, que resistamos sin embargo sus embates, solo para dejarnos matar otra vez. Después de todo, ¿quién no se dejaría matar por esos ojos? ¿Quién se privaría del goce de esas penas? Francisco Morán, escritor.

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Mi canción cubana preferida es Ay del amor, de Mike Porcel. Conocí el tema a través del propio autor, posiblemente a los pocos días de haber sido compuesta, allá por el año 1976, época donde ambos coincidimos en algunos espectáculos del Grupo Teatro Estudio de La Habana. Desde el primer momento me di cuenta de que el título marcaba un punto muy alto en la obra creativa de Mike, que ya se destacaba en el ambiente musical por la elaboración de sus textos, la ejecución en la guitarra y el buen gusto y complejidad de sus armonías.

En Ay del amor hay imágenes excelentes: “Todas mis ilusiones andaban de fiesta, cuando llegó a mi puerta” o “como el andar solitario no es cosa de broma, me acostumbré a su aroma”. A la poesía del texto se suma una bellísima melodía y la armonía exacta para dejar plasmada la travesía de un amor inesperado, desde su irrupción hasta su ocaso.

Al poco tiempo de creada la canción, Miriam Ramos hizo una hermosa interpretación. Elsa Baeza en España y Nacha Guevara en Argentina la han grabado. Mike la incluyó en su disco Intactus y la tienen en su repertorio Lázaro Horta, Jorge Hernández y Gema y Pavel. Recientemente formó parte de un recital de la vocalista cubana Ivette Cepeda, que fue filmado y dado a conocer en un DVD. El novedoso arreglo musical y la exquisita entrega de Ivette demuestran que, después de más de treinta años, Ay del amor todavía cosecha aplausos y conmueve corazones”. Daniel García Rangel, actor.

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Unos delicados pero enérgicos violines preceden la voz de su autor, Meme Solís, quien apenas un par de frases después se deja acompañar por el resto de su cuarteto, que integraban entonces, por orden de voces, Raúl Acosta, Farah María y Miguel Angel Piña (el director era la número cuatro). Como en la mayoría de sus piezas, la alternancia de solista y coro diseña una sencilla pero elegante armonía, con discretos acentos por parte de la voz protagónica en ciertas frases definidoras del texto.

Estamos en 1965, primera etapa del cuarteto, y en presencia de una balada típica, por demás, con el temprano sello de un compositor que unía sutilmente ecos del impresionismo con resonancias de su admirado francés Michel Legrand. En la distancia fue uno de esos rápidos y definitivos hits que acuñaron un estilo, una manera de escribir, de ver el mundo, de cantar.

“Caminemos hacia esa luz/ que nos da la felicidad/ y nos trae la paz”, reza el optimista estribillo de una clásica canción binaria que, soportada por una elemental pero precisa batería, resume el corpus de una obra que, más allá de su principal ideologema (el amor definitivo que ilumina la vida) se antoja profética.

Fue, precisamente En la distancia que José Manuel “Meme” Solís continuó una obra que había nacido con la impronta de los clásicos, que se prolongó también desde y a pesar de esa distancia que no logró interrumpir la luz, la felicidad y la paz, principales códigos de una hermosa balada que, tal vez como ninguna otra, definió una cosmovisión, una postura estética y un destino humano y artístico. Frank Padrón, crítico de artes y escritor.

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Después de mucho considerar entre algunas de mis canciones cubanas favoritas, sabiendo que al final, tendría la difícil tarea de tener que escoger UNA, y que siempre —a pesar de todos mis esfuerzos— seguramente pecaría de injusto, he seleccionado una hermosa, exquisita y simpática canción, llena de imaginación y buen gusto, del compositor Armando Oréfiche titulada Mesié Julián. Fue interpretada genialmente por Bola de Nieves y así fue como la conocí. Tendría yo unos 8 o 10 años y ya la música empezaba a ser parte de mi visión de la vida. Los fines de semana, mis padres se dedicaban a escuchar su música favorita. Sus discos entraban y salían uno tras otro en aquel High Fidelity y entre aquel alud de música de cualquier estilo, que iba desde Agustín Lara a Nat King Cole hasta Liberace con el Warsaw Concerto… ¡zas! ahí estaba Bola de Nieves con su Mesié Julián. Desde que la escuché por primera vez quedé literalmente cautivado. Me gustan las canciones que cuentan historias y esta es contada con tanta libertad, con tal ausencia de prejuicios… Bueno, como solo podrían hacerlo los compositores de antes de la revolución. A veces por momentos, ¡me parece estar escuchando versos sueltos del genial Emilio Ballagas! Me gusta por su sencillez, pero a la vez por su perfecta construcción musical, interesante fusión de musical norteamericano de los 30 con un toque congo. Pero sobre todo me gusta porque es una composición única, sui generis. Por mucho que pienso no encuentro antecedentes en el cancionero cubano que la liguen a otra en este estilo. Para resumir, pienso que es una joyita un tanto olvidada del cancionero cubano. ¿Quizás porque no es un tema de amor o porque sería muy difícil superar la versión de Bola de Nieves? Mike Porcel, compositor e intérprete.

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No fue tarea fácil decidir, cuando mi amigo Carlos Espinosa Domínguez me pidió escribir sobre mi canción cubana preferida. El cancionero popular cubano ha dado al mundo numerosas joyas musicales conocidas en muy distantes puntos del planeta: baste evocar los nombres de Ernesto Lecuona y Osvaldo Farrés, acaso los dos compositores nuestros de mayor divulgación internacional. No es ocioso recordar que murieron los dos en el destierro, como la inmensa mayoría de los grandes compositores populares cubanos del siglo XX.

La canción que elegí —o que me eligió— fue compuesta en 1924 por Rodrigo Prats sobre unos versos del joven poeta Gabriel Gravier. Prats siguió componiendo, enriqueciendo el repertorio lírico cubano con bellas canciones; pero ninguna alcanzó la popularidad de Una rosa de Francia, que aún hoy se canta y se graba y que hace apenas unos años dio título a una película cubana. Mi amigo el compositor y cantante Sergio Fiallo, que tuvo en el exilio la amistad del letrista, Gabriel Gravier, la tradujo bellamente al francés hace algunos años. Asentados estos datos generales, paso a mis razones de para elegirla que son, en buena medida, las pascalianas razones del corazón que la razón ignora.

Una rosa de Francia no es una canción de amor en el sentido habitual de la palabra: pero su delicadeza y su ternura, impiden, me parece, clasificarla de otro modo. La letra comunica un misterio; no el que persiguen los que buscan charadas en la poesía: su misterio es el de lo lírico. Más allá de la seducción del jardín, tema bíblico que la literatura de occidente —para no hablar de la horticultura— no ha dejado de remozar, el milagro que la rosa entrega al poeta no se traduce en metáforas más o menos ingeniosas, sino que alude a lo más intransferible —por inefable—de la experiencia interior. El elogio de la belleza de la flor es tan antiguo como la poesía, y a mí me gustan los tópicos con solera, que siempre viven y encantan cuando los corteja un poeta; hay lugares comunes que no por serlo pierden su encanto y su lozanía, como hay novedades destinadas a no pasar de eso y a borrarse en la justicia del olvido. La perfecta adecuación de la melodía al poema, su acertado tránsito del modo menor al mayor y su misterioso clímax, tan bellamente resuelto por el compositor, me conmueven en cada nueva audición. Recuerdo que en Cuba, hace muchos años, escuché esta canción interpretada por un adolescente que había enriquecido los acordes con armonías de “fílin”. Aquello me dio la medida de la riqueza melódica de aquel tema, cuya engañosa sencillez verbal y cuyas progresiones armónicas eran capaces de trascender el momento de su composición y adoptar nuevos estilos sin regusto de cosa anticuada, con un transparente primor de buena ley. No es posible decir lo mismo de otras canciones, inextricablemente vinculadas, por su estilo, a su momento histórico. ¡Ah! Casi olvidaba añadir que yo vi, conmovido, una rosa de Francia, blanca, a medio abrir, junto a la estatua de Alphonse Daudet en los Champs Elysées. Y que la palabra “Francia” acarrea una riqueza polisémica entrañable para mí.

Escrito y firmado una tarde de mayo sin milagro, sin flor y sin jardín, pero con firme gratitud a Gabriel Gravier y a Rodrigo Prats que me regalan el jardín, la rosa y el milagro cada vez que escucho Una rosa de Francia. Manuel Santayana, escritor.


Foto del Trío matamoros.Galería

Foto del Trío matamoros.

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