Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Letra y música

Seis escritores y un pintor han escogido siete canciones cubanas que figuran entre sus preferidas y escriben sobre ellas

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Se recuerda la primera vez que uno oyó a Bola de Nieve como un cubano recuerda la primera vez que vio la nieve; como algo natural y misterioso que daba alegría y, desde luego, un poco de tristeza; que uno sabía que iba a contar después. Pertenezco a la estirpe feliz de gentes que han oído a Bola de Nieve.
Roberto Fernández Retamar

“La música empieza donde se acaba el lenguaje”, afirmó el escritor alemán E.T.A. Hoffmann. De lo cual yo he deducido que el lenguaje comienza donde termina la música. Acogiéndome a ello, pedí a trece escritores y artistas que escogiesen una canción cubana que figurara entre sus preferidas y que escribieran unas líneas sobre ella. Las páginas que siguen a continuación deben ser leídas, pues, con esa óptica. No deben interpretarse como una selección de los trece mejores temas de nuestra música. De realizarse una encuesta, es probable que algunos de estos títulos sean mencionados, pero eso es otra cuestión. No creo que haga falta que destaque la calidad de las colaboraciones. Sí quiero, en cambio, expresar mi agradecimiento a quienes las firman. Debido a su extensión, consideré conveniente distribuir este trabajo en dos bloques. El segundo se publicará mañana, de modo que los lectores no tengan que esperar hasta la semana próxima.

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Escoger una entre tantas canciones cubanas entrañables, no resulta tarea fácil.

Me ayudó a hacerlo algo que dice un personaje de Sangra por la herida, novela de Mirta Yáñez: “El día a día no tiene banda sonora, pero el pasado sí”. De manera que elegí la canción sin duda más importante de la banda sonora de mis veinte años, cuando estudiaba en la universidad, creía que el amor era infinito, y a pesar de todos los pesares de entonces, tenía la certeza de que el cielo podía ser tomado por asalto: Te doy una canción, de Silvio Rodríguez.

En un apartamento del Vedado nos reuníamos a inicios de los 70 un grupo de amigos aficionados a la guitarra para tocar, cantar y aprender canciones. Allí la escuché por primera vez, y en voz de Silvio, gracias a una grabación clandestina. Justo en aquellos momentos yo gastaba muchos papeles recordando a alguien que no se me quitaba del pensamiento y quería mucho darle una canción, con la misma fuerza empeñada en el proyecto social que había escogido por convicción. Ninguna otra hubiese expresado mejor mi sentir.

Ha pasado el tiempo —de pronto son cuatro décadas—, de aquel amor queda una buena amistad y la utopía está por alcanzar, pero cuando me animo a tocar la guitarra, Te doy una canción sigue siendo parte de mi ya escuálido repertorio. Y todavía esa canción es capaz de inspirar una frase cargada del misterio del amor y de la música, como la que hace poco vi escrita en un muro de 23 y G, en pleno corazón de La Habana: “Leandro, cómo gasto paredes recordándote”. Nancy Alonso, escritora.

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Corría la década de los años cincuenta del siglo veinte, estaba en mi pubertad, y nunca había oído nada semejante por radio, ni en persona. Estaba profundamente alebrestado. Después volví a escucharlo muchas veces cantado por cualquiera en las esquinas y calles de mi propio barrio, pues esa letra se hizo muy popular en toda la Isla. Cada vez me causaba el mismo perturbador efecto. Supe que se llamaba El vive bien y que fue el primer guaguancó que salió del reducido medio social de los barrios bajos habaneros del que éste tipo de música era originario. Seducido por el ritmo de la percusión y la armoniosa línea melódica escuché conmovido una letra desvergonzada, en la cual un hombre le leía la cartilla a la mujer que estaba enamorada de él mostrándole la pauta de su debido comportamiento: “Tú vendrás con el dinero de la primera mesada, tú conmigo estás casada, mi amor, lo tuyo me pertenece”, le decía. Tenía que traerle “la sopita en botella”, o sea que ella era criada, o empleada doméstica como se dice hoy en día. “Te diré que eres mi estrella y que yo mucho te quiero, tú vendrás con el dinero”. Y para resumir repetía este estribillo: “Muy felices viviremos, pero yo sin hacer nada”.

Así me enteraba que existía en La Habana un estrato de la sociedad en el que era la mujer quien debía mantener al hombre que la hiciera feliz. La escena era digna de una pinturita de Landaluze y una verdadera obra maestra del costumbrismo criollo. Un blanquito como yo descubría fascinado el intenso colorido de las pasiones y formas de comportamiento erótico de los negros y mulatos, y las creaciones musicales a que daba lugar esa peculiar idiosincrasia. Los curas me habían enseñado otro sistema de valores en el cual era el hombre quien trabajando duramente mantendría hasta la muerte a la mujer de la cual se enamoraba. Ella sería la madre de sus hijos. Todo un programa bien diferente. El mundo al revés. En mi familia no se hablaba abiertamente de estas cosas aunque se sobreentendiesen. Escuchar a un cantante publicar en un programa radial el reverso de la regla moral vigente en mi medio social me provocaba rubor, porque me hacía descubrir súbitamente la verdad subyacente detrás del velo pudibundo que mi familia extendía sobre esas realidades. El amor se vende y se negocia. La mujer tiene que trabajar para mantener a su amante “sin hacer nada”, dedicado solamente a darle el gusto sexual. El objetivo del amor era satisfacer el deseo de gozar y no fundar una familia. Todo eso por obra y gracia de la seducción de este anónimo varón popular que con su cálida voz proclamaba descaradamente esta escandalosa verdad.

Años después conocí a alguien que habiendo sido vecino del barrio de Cayo Hueso conoció en su juventud a Alberto Zayas, el autor del El vive bien. Sus vecinos, envidiosos de su éxito, se empezaron a burlar de él con esa sorna solapada propia del negro, tarareando irónicamente la melodía cada vez que lo veían. Él mismo se había confesado públicamente como un vive bien y vendido la mecha de su moral de marginal dentro de una sociedad hipócrita. El constante asedio por parte de sus pares, y las borracheras endémicas frecuentemente tumultuarias en esas bodegas del barrio lumpen, terminaron por costarle la vida al infeliz. En una de esas broncas cayó al fin víctima de una puñalada.

Ya ha pasado medio siglo y yo sigo fascinado por esa ética con su correspondiente estética. La Habana es una poderosa bruja y sabe cantar bien sus secretos embrujando a los inocentes. No en vano se dice que mientras haya un blanco tonto habrá negros brujos. Ramón Alejandro, pintor.

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Es difícil escoger entre tantas canciones cubanas porque hay muchas que pudieran ocupar un primer lugar, pero voy a decidirme por Lágrimas negras, el inmortal bolero-son de Miguel Matamoros. Creo que es una de las que mejor representa el espíritu del cubano. Comienza siendo un verdadero lamento (“Aunque tú me has echado en el abandono…”), continúa con el dramatismo de una telenovela (“Sufro la inmensa pena de tu extravío, y siento el dolor profundo de tu partida, y lloro sin que sepas que el llanto mío tiene lágrimas negras… tiene lágrimas negras como mi vida…”), y justo en el punto culminante de la tragedia, desaparece el tono quejumbroso y la canción se convierte en una parranda rumbera (“Tú me quieres dejar, yo no quiero sufrir. Contigo me voy, mi santa, aunque me cueste morir…”). Creo que esa característica de intentar borrar la tragedia con la música y el baile es —para bien o para mal― parte del alma cubana. Y por si fuera poco, no hay dudas de que, a menos que uno tenga alma de esquimal, ese estribillo levanta de su asiento al más circunspecto”. Daína Chaviano, escritora.

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Hay canciones bellísimas que por una simple frase se malogran. Pero hay otras en que la melodía y la letra forman un todo indivisible, en el que no sobra una nota ni se puede sustituir una sola palabra, ya que el autor creó una simbiosis literario-musical perfecta. Hay dos ejemplos máximos. En Argentina, Enrique Santos Discépolo (1901-1951) y Mariano Mores (1918), en el tango Uno. Y en Cuba, Eduardo Sánchez de Fuentes (1874-1944), en Corazón.

Un ser que sufre por un desengaño amoroso increpa tiernamente a su propio corazón. Pero no es en la anécdota donde radica el valor de esta canción, su mérito son las palabras, que solo un buen poeta pudo haber escrito: “cien saetas al oído / te silbaron”; e inmediatamente, el autor identifica a una de ellas: “y, traidora, / una fue la que te hirió”, ¡Qué acertada descripción de la persona que lo amó y ahora lo hace sufrir! Y enseguida le ruega al dolido corazón: “Que te libres solo quiero / de ese dardo traicionero”. Y termina con un consejo esperanzador: “Si un amor te hirió, alevoso, / otro amor te hará dichoso / rompe el cerco de tus penas, / Corazón”. La rima es perfecta. Inmejorable la selección de palabras: imposible sustituirlas por otras, porque el autor ya escogió las precisas. Y ese prodigio idiomático está engarzado, como una alhaja, en una música maravillosa. Juan Cueto-Roig, escritor.

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Siempre es difícil elegir solo una de entre las cosas que uno admira. Sobre todo, si se trata de música cubana. En ella, por suerte, hay dónde escoger. Sin embargo, no sé si alguna nostalgia familiar (mi padre no se cansaba de escucharlo) me hace pensar en un bolero, La cleptómana. Además, creo que es un hermoso y excelente ejemplo de bolero, si se escucha en la voz de ese sonero inolvidable que fue Abelardo Barroso, con el acompañamiento de la orquesta Sensación (grabación de 1959). Pienso que el bolero tiene una lejana, sutil conexión con el Modernismo, como el hijo arrabalero de un padre espléndido y aristocrático. Al bolero no sólo le interesa la música, le interesa la letra, a su modo busca lo “lírico”, con ingenuidad y una conmovedora falta de recato para hablar de amor, desamor, desengaño, despecho. En este caso, se trata de un soneto maravillosamente cursi de Agustín Acosta (con lejanos y desvaídos tonos casalianos), al que puso música otro matancero, el guitarrista cardenense Manuel Luna. Significó, por otra parte, el resurgimiento definitivo de Abelardo Barroso, quien, gracias a Benny Moré, fue rescatado del olvido y de un trabajo de estibador en los muelles. Abilio Estévez, escritor.

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Creía yo que la voz de Elena Burke había extraído hasta la última gota de posibilidades interpretativas a esta canción insólita, cuando gracias a Sigfredo Ariel me topé con la versión que hace de ella Doris de la Torre. Esa manera distinta y no menos respetuosa, no menos vibrante y no menos sutil, de dar vida a En la imaginación, me devolvieron los ojos, los oídos, los sentidos todos a esta composición que aquella Marta Valdés muy joven firmó en 1955, para dar fe de una pasión que solo puede explicarse mediante la poesía y la música embridadas de un modo incorruptible. Cuentan que un productor mexicano, a quien Marta le cantó este tema tan asombrosamente breve como intenso, se echó a reír, afirmando que eso no era una canción, y que jamás tendría éxito. La rareza de Marta, su singularidad, su lugar único en la música cubana contemporánea, ha sabido vencer esas y otras carcajadas, otras opiniones, y otros silencios, como aquel que sobrevino después de que la Burke estrenara Llora, en un concierto en el Amadeo Roldán. “En la imaginación” es un poema por derecho propio, que llega a la música también por derecho propio. Como una armonía que otros han querido imitar sin poder hacerlo nunca, habla de ese amor que suele estremecernos, para dejarnos saber que no existe más que en lo que deliramos. Me ha acompañado cuando esos, y otra clase de des/amores, me han devuelto a una soledad que puedo curar con música y algo de poesía. En la voz de Elena, de Marta, de Doris. Sobrepasando las discusiones de su pertenencia al filin o a otros momentos de nuestra historia musical. Haciéndome sentir un respeto enorme hacia una mujer que hizo de La Habana otra canción, y de vivir ciertas cosas en La Habana, todas sus canciones. En La Habana de su imaginación, en la cual estoy pensando, Marta Valdés, para bien de mis amores y desamores, que también existas. Norge Espinosa, escritor y crítico.

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“Mi” canción es de Adolfo Guzmán. Pero, sobre todo, es de Bola de Nieve, que se la arrebató a otros cantantes estelares, al punto que muchos creen que fue él y no Guzmán quien la escribió. Tiene justamente mi edad (la compuso el maestro en 1954) y me ha acompañado siempre. Quisiera creer que se la escuché por primera vez en El Monseñor, restaurante habanero de 21 y O que le “nacionalizaron” al mismísimo Bola, y donde siguió cantando cada noche cuando los muchos compromisos internacionales se lo permitían. Esto era en la década de los sesentas del pasado siglo. Allí fui varias veces con mis padres, que admiraban rabiosamente a ese negro gordo, “amanerado”, que reía y lloraba, acariciaba y aporreaba el teclado, gritaba y susurraba, explotaba y se remansaba en una misma canción. Pero debo haber llegado a ella a través de la radio o de uno de los numerosos discos de vinilo que todavía hoy giran interminablemente en mi memoria.

Guzmán componía con las palabras de todos. Sólo que al ordenarlas en versos esas mismas palabras de andar por casa se trasmutaban en fina poesía. A un niño de diez, doce años, ¿qué podía decirle un número cargado de fatalidad, que en la primera línea proclamaba la imposibilidad de la felicidad, en un país donde a cada paso se esgrimía la frase martiana que justamente consigna lo contrario? No lo sé. No se trata de un hecho racional. Las canciones gustan o no por razones muchas veces oscuras. ¿Precoz sentido trágico de la vida? ¿Filiación visceralmente romántica? Vaya usted a saber.

Como en una película de los años cincuenta, las hojas del almanaque van cayendo de forma acelerada, y sin embargo No puedo ser feliz conserva su lozanía, en la interpretación y en la letra. El conflicto entre razón y emoción, sigue sin resolverse. Y el concepto de abandono en plenitud, ese “no como más porque quiero preservar mi hambre”, debería estar en el manual de cualquier amante.

No sé a quién le dedicaría Adolfo Guzmán la canción, ni en quién pensaba el Bola cada vez que la destrozaba con su “voz de persona” para volverla a armar en un acto de mágica belleza. Lo cierto es que yo tampoco he podido ser feliz. Y mucho menos la he podido olvidar”. Alex Fleites, escritor.



El cantante y compositor Ignacio Villa, ''Bola de Nieve''Foto

El cantante y compositor Ignacio Villa, ''Bola de Nieve''.

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