Actualizado: 18/04/2024 23:36
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CON OJOS DE LECTOR

El horror elevado a categoría artística (II)

'Relatos de Kolymá' aporta un testimonio insustituible, pero constituye a la vez un texto literario sin equivalentes.

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El envilecimiento moral, verdadera victoria de los verdugos

En Relatos de Kolymá, estamos lejos de la mitología del héroe, a la manera de Archipiélago Gulag. En sus páginas no hay cabida para el heroísmo o para la victoria del bien. Al lado suyo, el estilo de Dostoievski nos parece plañidero e incluso el mismo Solzhenitsin resulta lastimero y blando. Shalámov es además radical respecto a la valoración que tiene del gulag: "Un campo es una escuela negativa de la vida, en forma total y absoluta. Nadie obtiene de allí algo positivo, necesario: ni el prisionero, ni su jefe, ni su guardia, ni los testigos involuntarios (ingenieros, geólogos, doctores), ni los superiores, ni los subordinados. Cada minuto de vida en el campo es un minuto lleno de veneno".

El libro traza una crónica de la deshumanización del gulag, una realidad que descansaba en la hostilidad a la vida. A modo de un entomólogo, Shalámov va retratando a cada instante el salvajismo primario. La Kolymá que emerge de esas páginas es una tierra de metamorfosis, un laboratorio infernal. El proceso que allí se opera es el de la evolución a la inversa: el recluso retorna al estado animal, luego al vegetal y, por último, al mineral. Pierde su alma, sus valores espirituales, se degrada, deviene cierta cantidad de músculos y huesos, cuyo paso a la condición inanimada depende sólo de que pierda unos cuantos gramos. El único aliento vital que queda en él, aquel al cual se aferra desesperadamente, es el de la improbable vida que persiste en la materia vil e infecunda.

Para Shalámov, la verdadera victoria de los verdugos del gulag no estaba tanto en la degradación física de los reclusos, sino en su envilecimiento moral. En Kolymá, expresa, a éstos "se les enseña a adular, a mentir, a cometer actos de mezquindad y vileza, se convierte en un egoísta. Las barreras morales son apartadas a empujones. Resulta que puedes cometer una vileza y vivir, todo sigue igual… puedes mentir… y vivir. Resulta que una persona que ha cometido un acto vil no muere". En el campo además, el sufrimiento común no creaba solidaridad. En Oración fúnebre, donde hace un recuento de algunos de los compañeros muertos, Shalámov dice de uno de ellos que compartía el último pedazo de pan, a lo cual de inmediato agrega: "Esto quiere decir que no logró sobrevivir hasta el tiempo en que nadie tenía un último pedazo de nada, en el que nadie compartía nada con nadie". La paciencia y la casualidad representaban los dos pilares sobre los cuales se sostenía la vida de los presos, los que lo salvaban, y sus mandamientos eran: no creas, no temas, no pidas.

Aquellas condiciones anulaban, por otro lado, toda esperanza. Vivir al día, sin hacer planes ni preocuparse por lo que les aguardaba al día siguiente, tal era lo único que quedaba a aquellos seres espantados, sumisos, desprovistos de todo derecho. Era algo que no tenía que ver con el cerebro, sino que respondía a una suerte de instinto animal. A eso se sumaba uno de los más aspectos más trágicos e inhumanos del gulag: casi sin excepción, las personas enviadas allí eran completamente inocentes. No eran, como expresa Shalámov, "ni enemigos del poder ni criminales políticos, y ni siquiera ante las puertas de la muerte llegaban a comprender por qué tenían que morir. Ni su amor propio, ni su furia tenían en qué apoyarse. Y así, divididos, morían uno a uno en el blanco desierto de Kolymá; morían de hambre, de frío, de las inacabables jornadas de trabajo, de las palizas, de las enfermedades. En seguida aprendieron a no salir en defensa del otro, a no ayudarse entre ellos. Que era lo que pretendían las autoridades". Del mismo modo que aprendieron a conformarse con poco y a alegrarse de poco, los prisioneros aprendieron a no buscar lógica alguna en su situación. Como comenta Shalámov, por qué es una pregunta que no tiene sentido entre un ser humano y el Estado. Eso hace recordar, por otro lado, lo que le contestó un oficial nazi en Auschwitz a Primo Levi: aquí no hay porqués.

Shalámov se limita a constatar la realidad de Kolymá con una objetividad glacial. Simplemente cuenta, sin añadir juicios ni comentarios. Elude la filosofía del gulag, el lamento, el patetismo. Cuanto más terrible es la situación, más contenido se muestra. Nunca trata de decirle al lector la enseñanza vital o el significado de lo que narra. Presenta hechos desnudos, episodios aislados como si los presenciara por primera vez. Sus relatos son retratos mínimos, pequeñas biografías de detenidos, instantáneas de la vida cotidiana en el campo, buceos esclarecedores en el horror. Sus textos son además extremadamente breves, están despojados de explicaciones y preámbulos. En ellos muestra escenas y las describe con una economía implacable y una prosa descarnada y escueta.

Esto último tiene mucho que ver con algo que preocupaba a Shalámov: ¿cómo traducir el metalenguaje del campo? ¿Cómo trasladar a la lengua de las personas libres una experiencia vivida en el idioma del detenido, compuesto apenas por una veintena de palabras? Lenguaje y libertad son inseparables, y en el vocabulario del gulag muchas palabras —ciudad, hermano, alegría, amigo, amor, familia, justicia— se perdieron, al degradarse y vaciarse de contenido (en Sentencia, el narrador se refiere a la alegría que experimentó cuando recuperó ese término, tras escuchárselo a otro recluso). Las únicas que pasaron a ser importantes fueron pan, piojos, frío, mina, tabaco, pala, guardián. Como él dice, "me resultaba imposible exprimir ni una palabra superflua de mi cerebro desecado por el campo. En Kolymá, Dostoievski se hubiera quedado sin palabras. En el lugar donde se aguardaban los adjetivos de la emoción no quedaba sino odio". Esa búsqueda de un medio expresivo idóneo para narrar el comportamiento y la sicología de unos seres humanos convertidos en algo menos que animales, lo llevó a crear una escritura lacónica y asombrosamente moderna. La nota dominante del libro es la sobriedad, algo que se nota desde los títulos: El pan, La lluvia, La carta, El sendero, Cuarentena de tifus, El dominó. Las situaciones mismas de muchos de los cuentos son también mínimas: marchar por la nieve, comer, sobrevivir en el hospital, soñar con una lata de leche condensada.

En Relatos de Kolymá, Shalámov nunca habla como él, sino que se vale de una voz narrativa en primera persona, que en muchas ocasiones asume la perspectiva de un narrador omnisciente. En esa ficción verídica, sus vivencias están perfiladas en otros tres personajes: Andréi, Krist y Golubiev. Luba Jurgenson, autora del prefacio de la edición francesa del 2003, señala que en esa distribución de los hechos autobiográficos los dobles son los muertos no potenciales, sino reales que se aglutinan en Shalámov. Y agrega que el tiempo del campo está construido a partir de todas esas muertes acumuladas.

Tampoco es gratuito el hecho de que muchos de los personajes que desfilan por el libro carezcan de nombre y de biografía, ni que el orden de los textos no obedezca a una secuencia lineal. En los campos los presos perdían su identidad, el embrutecimiento eliminaba en ellos toda singularidad, y pasaban a ser parte de una masa anónima. Asimismo para ellos la existencia había quedado reducida a una sucesión de instantes, en la cual nociones como antes y después y desarrollo continuo de la historia no poseían sentido. Kolymá era el infierno de la vida inmediata, en donde no había perspectiva temporal ni espacial. Por eso los textos se van enrollando imperceptiblemente en círculos concéntricos.

Quien lee el libro tiene así la sensación de estar moviéndose en redondo por aquel vasto desierto congelado. Esa estructura, hecha a partir de ecos, juegos de correspondencias, dobles y repeticiones, deviene altamente eficaz para hacer que compartamos la lenta e inexorable caída en lo inhumano que era Kolymá. En ese aspecto, es muy atinado un comentario de Andréi Siniavski, quien señaló que la superioridad de Shalámov consiste en que, a diferencia de otros autores que se han ocupado de la experiencia concentracionaria, él escribe como si estuviese muerto.

Todos los que sobrevivieron a los campos de concentración nazis y los gulags nunca pudieron recuperarse ni ser quienes antes eran. Primo Levi terminó suicidándose, ante la imposibilidad de continuar llevando un suplicio que se prolongaba indefinidamente. En Varlam Shalámov, Kolymá nunca dejó de estar presente, mas en él pudo más la voluntad de dejar un testimonio sobre lo que consideraba la principal tragedia de nuestro tiempo: cómo los seres humanos, instruidos durante generaciones por la literatura humanista, han podido arribar con éxito total a Auschwitz y Kolymá. "Cada uno de mis cuentos es una bofetada al estalinismo", le expresó a Solzhenitsin en una carta. Relatos de Kolymá fue su modo de ganarle la batalla al gulag mediante la literatura.


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