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CON OJOS DE LECTOR

El Poeta del Infierno Congelado (I)

Hace un siglo nació Varlam Shalámov, uno de los grandes autores de la literatura rusa, sobreviviente de aquel Auschwitz sin chimeneas que fue el gulag.

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El ensayista inglés George Steiner contó en una entrevista que una madrugada un antiguo alumno suyo lo llamó por teléfono desde una universidad lejana. Estaba muy angustiado, le dijo, y necesitaba hablar con alguien que pudiera brindarle consuelo: acababa de finalizar la lectura de Crimen y castigo. Si esa novela había impresionado de tal modo a aquel joven, no alcanzo a imaginar cuál sería su reacción si leyese Relatos de Kolymá, ese gran fresco de un horror ante el cual Dostoievski seguramente se hubiera quedado sin palabras.

No se trata, por otro lado, de una obra de ficción, como Crimen y castigo, sino de un conjunto de páginas que testimonian escrupulosamente una realidad que vivió su autor, el narrador y poeta ruso Varlam Shalámov (1 de Julio 1907-17 Enero 1982). Él mismo lo expresó más de una vez: "Mi prosa no es un documento, es el precio del sufrimiento transformado en documento"; "Soy un cronista de mi propia alma". Siempre insistió en que sus cuentos eran "simulaciones artísticas" de hechos reales. La suya pertenece a esa rara categoría de literatura no literaria, que asume el difícil reto de cómo expresar lo indecible por inconcebible: "¿Cómo contar lo que no puede ser contado? Es imposible encontrar palabras. Morir tal vez habría sido más sencillo". Pero Shalámov decidió vivir, pues comprendió que la memoria es una forma de justicia, un modo de oponernos a la barbarie. Su libro, como los de Primo Levi, Jorge Semprún, Natalia Guinzburg, Jean Amery, Margaret Buber-Newmann, Imre Kertész, Tadeusz Borowski, Alexander Solzhenitsin, Robert Antelme nos ayudan a no olvidar la ignominia. Libros, en fin, terribles, pero necesarios.

En otras circunstancias, el centenario de Shalámov sería la ocasión para recordar a uno de los mejores narradores rusos del siglo pasado. Mas el terrible destino que le tocó vivir le ha añadido una especialidad, la de ser el más grande escritor del gulag, junto con Solzhenitsin. Éste, no obstante, ha declarado que la experiencia carcelaria del autor de Relatos de Kolymá fue mucho más larga y amarga que la suya, y reconoce con respeto que fue Shalámov, y no él, quien de veras conoció el fondo más profundo de salvajismo y desesperanza de lo que era la vida cotidiana en aquellos campos. En total, diecisiete años pasó Shalámov encarcelado, aunque no todos por la misma causa, ni tampoco en el mismo lugar.

En 1926, Shalámov fue aceptado como estudiante en el Departamento de Derecho Soviético de la Universidad Estatal de Moscú, donde se vinculó a un grupo trotskista. En 1929 fue arrestado y sentenciado a tres años de cárcel, por distribuir la Carta al Congresodel Partido, que se conocía como el Testamento de Lenin. En ese documento, el dirigente soviético expresaba sus reticencias respecto a la elección de Stalin como su sucesor como Secretario General del PCUS. Shalámov cumplió la condena en Vishera, al norte de los Urales, donde trabajó en la construcción de un combinado químico. Fue liberado en 1931, tras lo cual pudo regresar al año siguiente a Moscú. En esos años comenzó a escribir cuentos, entre otros Las tres muertes del doctor Austino (1936), el primero que consiguió publicar.

Pero lo peor para él aún estaba por llegar. 1937 marcó el inicio de la Gran Purga, de la cual Shalámov fue una de las primeras víctimas. El 12 de enero fue arrestado de nuevo por "actividades contrarrevolucionarias", y lo condenan a cinco años de trabajo forzado en Kolymá, que ya para entonces era llamada "la tierra de la muerte blanca". En 1943 le aumentan diez años por "agitación antisoviética". Ese delito le fue imputado por calificar como un "clásico ruso" al escritor Iván Bunin, quien en 1933 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura, pero que había emigrado a París en 1920. Por paradójico que pueda parecer, esa nueva condena lo benefició, pues la nueva categoría a la que se le pasó constituía un crimen menos grave. Eso le permitió ser trasladado a otro campo, donde tuvo la posibilidad de recuperarse un poco.

En Kolymá, Shalámov primero trabajó en las minas de oro y luego en las de carbón, etapa en la cual contrajo el tifus. Repetidamente fue enviado a zonas de castigo, unas veces por sus "crímenes políticos" y otras por tratar de escapar. En 1946 su estado de salud era lamentable. Era lo que en el argot concentracionario se denominaba un dojodiaga, es decir, un enfermo terminal al borde de la muerte. Se salvó gracias a la ayuda de un médico, también recluso, que arriesgó su vida al hacer que lo remitieran al hospital del campo. Consiguió después tomar un curso de enfermero y pasó a desempeñar esa labor. Continuó desempeñándola en Magadán, a donde fue asignado a residir tras ser liberado en 1951. No fue hasta 1955 cuando lo autorizaron a dejar la zona, aunque en Moscú no pudo residir hasta 1956, año en el que por fin fue rehabilitado oficialmente.

Mas lo apuntado hasta aquí no alcanza a dar una idea, ni tan siquiera lejana, de lo que significaba estar preso en Kolymá. Éste fue el mayor y más terrible de todos los complejos concentracionarios del gulag (ese término, en realidad, es el acrónimo ruso de Administración Central de Campos de Reclusión). Lo integraban unos 120 campos, de los cuales 80 estaban dedicados a las labores en las minas. Inicialmente cubría un área correspondiente a la actual provincia de Magadán, pero se fue extendiendo de manera sistemática hasta llegar a abarcar el 10% del territorio de la antigua Unión Soviética. Estaba ubicado en el noroeste de Liberia, en una región que en invierno llega a los −60° C, y cuyos ríos y lagos permanecen congelados nueve meses del año. Una canción popular de la época decía: "Kolymá, Kolymá, planeta encantado / El invierno dura doce meses, el resto es verano". Acerca de los rigores de ese clima —a Kolymá se lo conocía como "el crematorio blanco"—, Shalámov comenta: "En los primeros tiempos, por las fugas no se añadían penas; te encerraban en una celda de aislamiento con el suelo de hierro, un castigo que para un hombre desnudo, en invierno era mortal".

El crudo invierno es por eso una referencia permanente en Relatos de Kolymá. Shalámov apunta que el sueño de todo recluso era calentarse, librarse de aquel frío helador que penetraba todo el cuerpo y detenía la actividad del cerebro. Narra que a los presos no les mostraban el termómetro, aunque tampoco les hacía falta: "había que salir al trabajo cualesquiera que fueran los grados. Por lo demás, los viejos del lugar calculaban casi con exactitud el frío sin termómetro alguno: si había niebla helada, quería decir que afuera hacía cuarenta grados bajo cero; si al expulsar el aire éste salía con un silbido pero aún no costaba respirar, significaba que hacía cuarenta y cinco grados; pero si la respiración era ruidosa y faltaba el aire, entonces era que estábamos a cincuenta. Por debajo de los cincuenta y cinco un escupitajo se helaba en el vuelo".


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