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Literatura, Literatura cubana, Narrativa

El monstruo de la laguna negra

Las anécdotas acerca del monstruo de la laguna negra se multiplicaron

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Para Reinaldo Arenas
Por su cumpleaños
Y su literatura

Leyendo Antes que Anochezca recordé cuando mi tía Martha prometió llevarme al parque Lenin.

¡Al fin iré al parque Lenin! —grité sintiéndome el niño más feliz del mundo, y abracé a mi tía fuerte-fuerte y la besé muchas, muchísimas veces.

No era para menos. En aquel entonces no había en Cuba nada mejor que el Lenin. Hablaban de él en la escuela, la bodega, panadería, carnicería y lechería, en la radio, televisión y los periódicos. Hasta en los juegos de pelota hablaban del recién inaugurado parque.

Que si la montaña rusa se parecía a la Sierra Maestra. Que si la estrella era la más alta y grande de América Latina. Que el carrusel tenía más caballitos y espejos que todos los carruseles del mundo. Y el deslizador de agua, mil veces mejor que los de Disney World.

Lo que más se comentaba era la comida que vendían en el Lenin. Vendían chocolates, sorbetos, galletas, torticas, panetelas borrachas, caramelos, pan con croqueta, pan con jamón y queso, pan con frita, refrescos, malta, helados y muchas otras golosinas imposibles de conseguir en el resto de La Habana.

Recuerdo que me dije: llenaré mis bolsillos de africanas y alteas cuando vaya al Lenin.

Una noche, mi abuela le dijo a mi madre que iría al Lenin a comprar queso de crema y croquetas para revender en la bolsa negra. ¡Tienen tan buen precio! —exclamó mi abuela mientras guiñaba su ojo izquierdo, como para disimular, porque, según ella, los cederistas nos espiaban.

En fin, que todo el mundo decía maravillas del Lenin. Mejor que el Jalisco Park —decían unos. Mejor que el Coney Island de Playa —decían otros. ¡No tiene nada que envidiarle al Coney Island de Nueva York! —gritó mi tía Martha bien alto, para despistar a los cederistas.

Yo no sabía lo que Nueva York era, así que pregunté: tía, ¿qué cosa es Nueva York?

Es una ciudad grande-grande pero demasiado fea para mi gusto —contestó ella, como si hubiese visitado esa ciudad alguna vez.

¿Y dónde queda?

En Estados Unidos —dijo mi tía Martha, y agregó: otra pregunta sobre ese país y no te llevo al Lenin.

No pregunté más, pero me percaté de que mi tía había prometido llevarme al Lenin sin darme fecha. Se lo recordé dos semanas después. Le dije, tía, ¿cuándo vamos al Lenin?

No por ahora —contestó. Hay un monstruo suelto, escondido cerca del parque.

Pensé que era mentira, una excusa para incumplir su promesa. Acostumbraba a prometer y no cumplir. Pero esta vez decía la verdad porque le pregunté a mi abuela, y ella me dijo lo mismo: si mijito, hay un monstruo escondido en el Lenin. Y le pregunté a mi madre, y lo mismo: si nené, el monstruo es muy pero muy peligroso.

De la noche a la mañana, todos en el barrio dejaron de hablar de las bondades del Lenin para hablar del monstruo de la laguna negra. Sí, ese fue el nombre que le dieron al monstruo porque, según los compañeros de la policía y el G-2, se escondía en el fondo de una presa de agua muy turbia, cerca del parque.

Decían que el monstruo era muy grande y corpulento, que tenía solo un ojo, dos narices larguísimas, diez brazos y diez piernas, y veinte dedos en cada mano y cada pata. También decían que dormía de día y salía de noche a cazar niños, a quienes violaba, descuartizaba y luego devoraba de una masticada.

La jefa de vigilancia recalcó en la reunión del CDR que los niños no podían deambular solos por la calle —me dijo mi abuela.

Abuela, ¿el monstruo come niñas? —pregunté.

No —respondió. Y añadió: solo come niños.

Entonces no voy a la escuela —sugerí.

A la escuela sí vas —dijo mi madre, y agregó: el monstruo no se portará por la escuela porque sabe que los compañeros de la policía, el CDR, la FMC y las MTT la vigilan.

Raúl amenazó con movilizar al ejército —dijo mi abuela.

Sentí miedo del monstruo, lo cual mi abuela y mi madre utilizaron para convencerme de que debía portarme bien, comer toda la comida y hacer las tareas de la escuela.

De hecho, por miedo al monstruo olvidé la promesa de mi tía Martha, la montaña rusa, el carrusel y los chocolates del Lenin, y regresé a los muñequitos rusos de la televisión.

Las anécdotas acerca del monstruo de la laguna negra se multiplicaron. El muy salvaje se comía dos, tres, cuatro niños cada noche. Así que, amarré a mi perro Pinto a la pata de mi cama. De esa forma yo cuidaría de él y él de mí.

Para la tercera semana, la gente la cogió con el gobierno.

Son incapaces de agarrar al maldito monstruo —decían unos.

Si no pueden con un monstruo, ¿cómo van a poder con los yanquis? —decían otros.

Eso es cosa de la CIA —pensaban todavía otros.

La jefa de vigilancia dijo que era culpa del bloqueo —comentó mi madre.

Se me hizo imposible conciliar el sueño. Comencé a temerle a la oscuridad y a quedarme solo.

¿Y si el monstruo me sorprende durmiendo? —le dije a mi madre llorando, y ella me invitó a dormir en su cama.

Y mi perrito, ¿puede dormir con nosotros? —dije.

Una noche, mi madre, mi perrito y yo estábamos acurrucaditos en la cama, listos ya para pegar los ojos y dormir, cuando mi abuela entró al cuarto y anunció: cogieron al monstruo. Bueno, no es un monstruo sino un mariconcito.

Un pajarito, corrigió mi madre a mi abuela, señalando hacia mí con sus ojos, y yo me quedé lelo, confundido porque yo sabía lo que era un pajarito, pero…

¿Qué cosa es un mariconcito? —pregunté:

Niño, duérmete ya, ordenó mi madre.

Mi abuela contó que, según el noticiero nacional de televisión, el pajarito había estado

preso por violar a unos jovencitos en la playa de Marianao. Se había escapado de la cárcel y escondido en el parque Lenin.

Quise preguntarle a mi abuela qué cosa era violar a unos jovencitos, pero en vez de eso, grité: ¡mañana podemos ir al Lenin!

Niño, cállese la boca y no se meta en conversaciones de personas mayores —gritó mi abuela, y agregó:

El tipo se llama… Creo que Reinaldo… No recuerdo el apellido… Lo dijeron en el noticiero, pero… A ver si me acuerdo. Lo tengo en la punta de la lengua. Creo que era Ojeda, o Arena. No estoy segura... Arenas, si, un tal Reinaldo Arenas. Ese mismo…

Bueno, bueno, mañana nos enteramos —dijo mi madre. A dormir ahora.

¿Mariconcito? —pensé, y pensando en eso me dormí.

Dormí mucho más tranquilo desde entonces. Ya no tenía que temer al monstruo de la laguna negra, al tal Reinaldo Arenas ese. Pronto disfrutaría del parque Lenin.


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