Actualizado: 18/04/2024 23:36
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CON OJOS DE LECTOR

El Poeta del Infierno Congelado (I)

Hace un siglo nació Varlam Shalámov, uno de los grandes autores de la literatura rusa, sobreviviente de aquel Auschwitz sin chimeneas que fue el gulag.

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El gulag, un monumento al horror comunista

Los muchos años que pasó en Kolymá habían dejado en él su sello imborrable, su hierro eterno, había plantado para siempre la mancha de las congelaciones: "Los dedos tantas veces congelados de las manos y de los pies zumbaban de dolor. La piel de los dedos, de un rosado encendido, así se quedaba, rosada y quebradiza ante cualquier rasguño. Llevaba los dedos eternamente envueltos en cualquier trapo sucio que protegía la mano de otra herida, del dolor, pero no evitaba las infecciones. De los dedos gordos de ambos pies fluía pus, un pus que no tenía fin".

A las inclemencias del clima se sumaban las durísimas condiciones del trabajo. En 1931 el Comité Central había promulgado un decreto para comenzar a explotar los fabulosos yacimientos auríferos y minerales de esa zona. Esas minas habían sido descubiertas en 1910, pero empezaron a explotarse a partir de 1927 mediante trabajadores libres, aunque en pequeña escala. Fue a principios de la década de los treinta cuando se determinó emplear para ello la mano de los reclusos. El envío de éstos era el modo más simple para poder poblar aquellas tierras. De no ser ellos, ¿quién iba a querer ir por voluntad propia a un lugar que estaba muy cerca del círculo polar y en el cual el invierno se iniciaba en septiembre? Sin embargo, la función económica del gulag nunca fue reivindicada oficialmente. Eso se ocultaba tras una ideología que glorificaba el trabajo. "El trabajo es una cuestión de honor, de gloria y de heroísmo", decía el cínico cartel que había a la entrada de los gulags. Mas como ha señalado Michel Heller, aquellos campos, tan similares a los que luego instauraron los nazis, poseían un toque soviético: se les transformó en "una gigantesca economía de esclavos".

Los reclusos estaban obligados a laborar de 13 a 16 horas al día, eso sin contar las suplementarias. El plan de extracción de oro se realizaba no importaba a qué precio. Los planes se mantenían a costa de la salud y la vida de los detenidos. Éstos incluso eran obligados a suscribir un compromiso, algo que se hacía de modo regular. Además de trabajar en las minas y los bosques, construían sus barracas, así como caminos y pueblos para el personal libre. Shalámov ilustra la dureza del régimen a que estaban sometidos con este dato: los decembristas, nobles que en 1825 se sublevaron contra la coronación del zar Nicolás I y que fueron confinados a Siberia, tenían una norma diaria de 3 puds de tierra (1 pud = 16,38 kilogramos); los zeks, es decir, los reclusos del gulag, tenían que hacer 800. A eso se sumaba la mala alimentación que se les daba. Cada preso recibía diariamente entre 300 y 400 gramos de pan, un plato de sopa o de gachas (muy aguado), un jarro de té (en realidad, agua caliente) y, en algunas ocasiones, medio arenque salado.

El gulag, un monumento al horror comunista

Por esa razón, tenían siempre un hambre devoradora, persistente, que nada podía saciar. En uno de los cuentos, Shalámov describe una imagen con la cual soñaba a menudo: flotaban en el aire unas barras de pan que llenaban las casas, las calles, la tierra toda. Y en otro expresa: "A todos nos tenía asqueada la comida del campo. Cada día el mismo desesperante espectáculo de los peroles de cinc con la sopa que traían al barracón colgando de unas varas: era como para echarse a llorar. Llorar ante el temor de que la sopa estuviera aguada. Y cuando ocurría un milagro y la sopa era espesa, no nos lo creíamos y, llenos de alegría, la comíamos muy poco a poco. Pero incluso después de una sopa espesa, con el cuerpo algo más templado, no se apagaba el zumbido del dolor en el estómago; llevábamos mucha hambre atrasada". Los médicos, sin embargo, no podían diagnosticar desnutrición, pues en la patria del socialismo nadie moría de inanición.

Las raciones, por otro lado, dependían del rendimiento del preso, pues en la medida en que éste trabajase mejor, más útil era y por eso se le daba una ración mayor. Por el contrario, quienes no cumplían la norma o se enfermaban recibían menos comida. Sufrían además vejaciones e insultos, y existían castigos para los "remolones". En La ciudad sobre la colina, Shalámov se refiere a esto último: "El campo se encontraba sobre una colina, pero se trabajaba abajo, y ello era una prueba más de que la crueldad humana no tiene límites. En la plazoleta, ante el cuerpo de guardia, dos vigilantes agarraban de manos y pies a todo el que se negara a trabajar —es decir a los últimos en llegar— y tras zarandearlo lo arrojaban cuesta abajo. El preso rodaba dando tumbos unos trescientos metros, abajo lo esperaba un escolta, y si el preso no se levantaba, no echaba a andar sacudido a patadas, a golpes, entonces lo ataban a un trineo, y los caballos arrastraban al «remolón» a su lugar de trabajo". Según Shalámov, todo eso provocaba un efecto perverso en el recluso, pues se le entrenaba para odiar el trabajo.

La violencia era parte integrante esencial de la vida cotidiana del campo. El diseño mismo de éste representaba una puerta abierta a todos los excesos. Investidos de un poder absoluto, la administración y los guardias aplicaban unas normas que sólo respondían a su propio sistema de valores y a sus más bajos instintos. En Kolymá, al igual que en los otros campos, imperaban una arbitrariedad ilimitada y un sadismo preciso, que estaban destinados a materializar la campaña de exterminio social que Stalin no inauguró, pero que con él alcanzó niveles difícilmente superables (su lógica era la del asesinato en masa del cual habló Albert Camus en El hombre rebelde).

Una característica que diferenciaba al gulag de los campos de concentración nazis es que su organización se basaba en una minuciosa jerarquía. A la violencia ejercida por los mandos y guardianes se añadía el terror impuesto por los presos comunes (ladrones, asesinos, truhanes). Éstos se ensañaban en especial con los condenados por el artículo 58, que se refiere a los "enemigos del pueblo", la peor categoría dentro de los prisioneros políticos. Las autoridades soviéticas supieron sacar buen partido de esa cohabitación, y otorgaron privilegios a los comunes para ganárselos como aliados. Estaban exonerados de trabajar, recibían comida suplementaria y podían asesinar con total impunidad. Se les consideraba como a niños mimados, a quienes en lugar de castigar, era necesario reeducar. Se comportaban como jefes y vivían sobre las espaldas de sus compañeros de cautiverio, a los que sometían a su ley. En varios de sus cuentos Shalámov refleja la sociedad perfectamente estructurada que poseían. Dedicó además un libro a ese tema, Ensayos sobre el mundo del crimen (1959), pues según él es indispensable conocerlo para comprender la vida en los campos.

Cifras conservadoras estiman en 3 millones las personas que murieron en Kolymá. Shalámov recordaba que allí vio muchas muertes, tal vez demasiadas para un solo hombre. No más de tres semanas era exactamente el tiempo necesario para transformar un ser humano saludable en un cadáver. El penoso e interminable trabajo en las minas, bajo temperaturas polares y vestido con harapos, la falta de sueño, los golpes, las enfermedades, el hacinamiento en las barracas como ganado, constituían la combinación siniestra para hacer de él un inválido. El lugar elegido además no podía ser más idóneo, dada la imposibilidad de escapar del mismo. La situación geográfica extrema y el riguroso clima bastaban para disuadir a los reclusos de cualquier tentativa de evasión. Muchas actividades fuera del campo no exigían por eso la vigilancia de los guardianes.

El humor negro del pueblo ruso acuñó una frase muy elocuente, que se utilizaba en circunstancias difíciles: No desesperes, Kolymá es peor. Ryszard Kapuscinski lo expresó en otros términos, al afirmar que Kolymá debe incorporarse a la lista de pesadillas del siglo XX, junto con Auschwitz y Treblinka.


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