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El rey del azúcar

Una biografía sobre la vida del magnate azucarero Julio Lobo llega acompañada de una lúcida y cruda interpretación de la Cuba prerrevolucionaria

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“¡Ser tan rico como Julio Lobo!”, reza el refrán que aún puede escucharse en Miami y La Habana, sobre todo acompañado de un suspiro de envidia o nostalgia. Y si bien la lista de enemigos de Fidel Castro resulta extensa y conocida, pocos pueden pretender haber vivido una saga tan fabulosa como la del legendario Lobo, si se considera que el gobierno revolucionario de Castro forzó la salida del zar del azúcar de la Isla en 1960, despachándolo al exilio con sólo “una maleta pequeña y un cepillo de dientes”. Poco antes, Lobo contaba con una fortuna que se calcula, según los parámetros de 2010, en cinco mil millones de dólares.

Con el volumen The Sugar King of Havana, John Paul Rathbone, un editor del Financial Times, ha conseguido una triple hazaña: una muy esperada biografía de Lobo, junto a una lúcida y cruda interpretación de la Cuba prerrevolucionaria y la historia de la propia familia de Rathbone, en la que el autor traza la trayectoria de su madre desde sus inicios como debutante habanera hasta que se convirtiera en una dependienta de tienda de juguetes de Londres. La delicadeza con que el autor ha logrado mezclar la historia nacional con la familiar presta al texto intensidad y profundidad. (Castro, que no permite que nadie le supere y que dio su primer discurso público de apenas 12 minutos el pasado 7 de agosto, tras haber estado apartado del poder desde 2006, cuando fue sometido a una chapucera cirugía intestinal, ha publicado otro tomo de sus memorias, nada menos que de 833 páginas, para celebrar su 84 cumpleaños el 13 de agosto.)

Resulta curioso que, en los primeros años de Lobo, otro Castro lo mandara al exilio. En 1900 sus padres, un negociante sefardí y su esposa vascovenezolana, fueron expulsados de Caracas por un tirano recién llegado al poder, Cipriano Castro (sin ninguna relación con los Castro cubanos). Llegaron a la Habana cuando Lobo contaba apenas con un año.

Más tarde, ayudado por su padre banquero, invirtió todo su capital e inteligencia en el azúcar, producto indispensable en la Isla. Pronto llegó a dominar no sólo la industria azucarera cubana, sino a menudo también el mercado mundial. Y aunque se comportaba en los negocios como bien indica su apellido ―Lobo― competidor implacable, puso en práctica reformas progresistas a favor de los trabajadores en una industria que anteriormente solía calificarse de esclavista.

Fue un hombre del Renacimiento, extremadamente curioso, con un profundo conocimiento de los negocios, la política, la historia y la cultura en general. Consiguió reunir una impresionante colección de arte, en su mayoría objetos de interés relacionados con Napoleón, y cortejó estrellas de cine como Joan Fontaine y Bette Davis. Se le conocía por haber llenado con perfume una de sus piscinas para agasajar a la estrella de cine y diva de natación sincronizada Esther Williams. “De esas leyendas se construyen las revoluciones”, señala Rathbone con sequedad, “y después se escribe la historia”.

Al contrario de la popularizada creencia, muchos magnates cubanos estaban consternados con la corrupción rampante del gobierno de Fulgencio Batista, y ninguno más que Lobo. Pero mientras otros barones del azúcar percibieron el peligro que entrañaban los furibundos discursos de Castro (la poderosa familia Falla-Gutiérrez guardó 40 millones de dólares en bancos extranjeros a inicios de la revolución), Lobo, el eterno patriota, cometió un error de cálculo. No tomó ninguna precaución y continuó invirtiendo en la industria azucarera de la Isla, manteniendo sus grandes empresas, colecciones de arte y otras propiedades. Al fin y al cabo, en cincuenta años había conseguido ser más listo que sus rivales, sobrevivir a un intento de asesinato en el que había perdido un trozo de cráneo y ahora creía que podía hacer negocios con Castro. De hecho, Lobo ya le había prestado considerable ayuda a los rebeldes.

Fue el mismísimo Che Guevara quien lo disuadió de esa extraña idea. Tras convocarlo a un encuentro a media noche, el comandante rebelde le comunicó: “Es imposible que te permitamos, precisamente a ti, que representas la esencia del capitalismo en Cuba, seguir siendo quien eres”. Pero reconociendo la inteligencia y la importancia de Lobo, el Che le hizo una oferta: aunque sus bienes y propiedades serían confiscados en cuestión de días, Lobo podría permanecer en el país y continuar dirigiendo sus centrales azucareros para el gobierno revolucionario a cambio de un modesto salario mensual. Mientras respondía, Lobo se preguntaba si su negativa le estaba enviando a prisión o a algo peor. Decidió irse, dejándolo todo.

Rathbone ofrece retratos bien delineados de las dos hijas de Lobo, que sostuvieron durante toda la vida una relación enfrentada. Leonor, la mayor, de joven había escalado el Pico Turquino, la montaña más alta de la Isla, mientras María Luisa, más intelectual, y amiga de la madre de Rathbone, se convirtió en coleccionista de arte en Miami. Fue esta última la que empezó a viajar a Cuba en 1975, procurando cierto acercamiento al régimen y la devolución de algunas de las piezas de arte familiares que habían sido confiscadas. Terminó amargamente defraudada.

En el exilio, Lobo obtuvo algunos éxitos como comerciante de azúcar desde su oficina neoyorquina, pero nunca repitió sus victorias pasadas. Era, después de todo, un rey del azúcar a quien habían apartado de sus centrales. Sin embargo, continuó siendo un Romeo compulsivo que llegó a proponerle matrimonio a Bette Davis. Cuando murió, en 1983 en Madrid, su fortuna se había reducido a $200.000.

La familia de Rathbone tampoco recuperó nunca el estatus del que disfrutaba en Cuba. “En realidad, muy pocos… prosperaron en el exilio”, señala el autor. Sus abuelos vivieron en un pequeño apartamento de dos habitaciones cerca del aeropuerto de Miami y algunos de sus primos se asentaron en Queens.

En este libro, sólo una omisión me resulta importante: el hecho de que la finca (propiedad) de la familia Castro lindaba con dos famosos conglomerados del azúcar de propiedad extranjera, la United Fruit y la West Indies Sugar, ambos rivales de Lobo. Sin lugar a duda, merecía que se mencionara el dato de que la familia Bush fue un importante accionista de la primera (George Herbert Walker Jr., tío de George H.W. Bush, fungió como Director de la West Indies Sugar hasta que fuera confiscada en 1959) y, por tanto, competidor de Lobo.

Otra ironía de la historia: el exilio forzado de Lobo resultó mucho más perjudicial para Cuba que para él mismo. Cincuenta años después de su salida, la industria azucarera cubana, considerada la espina dorsal de la economía nacional, está en ruinas. Menos de un tercio de sus centrales continúan funcionando y aquellos que aún lo hacen obtienen sólo una pequeña fracción de su antigua producción.

Tal y como ha resultado todo, el destino del azúcar y de Cuba parece ser el mismo.



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