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Wagner, Música, Nazismo

Extremos musicales

¿Por qué la Orquesta Filarmónica de Israel interpreta a Bruckner y no a Wagner?

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Alemania. La escena ocurre tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Un investigador del ejército estadounidense anda tras los vínculos de un célebre director de orquesta (Wilhelm Furtwangler) con los nazis. En su argumentación sobre la relación entre música y política se pregunta: ¿Cuál fue la obra que trasmitió la radio en Berlín, luego de anunciar el suicidio de Hitler? El Adagio de la Séptima Sinfonía de Bruckner. Era el compositor favorito de Hitler. No fue por gusto que pusieron esa música, interpretada bajo su dirección [Furtwangler][1]. La película es Taking Sides, de István Szabó.

Alemania también. Septiembre de 1939. Mientras las tropas de Hitler entraban en Polonia, imponiendo la muerte y el terror a su paso, los berlineses abarrotaban las salas de teatro, los cines y disfrutaban en la Opera Estatal de las presentaciones del Tannhauser y Madama Butterfly. Seis años más tarde, en medio de una ciudad destruida por más de 65.000 toneladas de explosivos y con el Ejército Rojo a las puertas, en una ofensiva en que la Unión Soviética había desplegado dos millones y medio de soldados y más de cuarenta mil piezas de artillería, en una noche de mediados de abril de 1945, esos mismos berlineses ―lo que quedaba de ellos― asistían a una función de la Filarmónica de Berlín, en que se interpretó el Concierto para Violín de Ludwig van Beethoven, la Octava Sinfonía de Bruckner y el final del Crepúsculo de los Dioses de Richard Wagner. Para muchos, era el fin de más, mucho más que una obra, un concierto o incluso una orquesta: el Partido Nazi dispuso que a la salida miembros de la Juventud Hitleriana se colocaran con cestas para ofrecer cápsulas de cianuro a la audiencia que abandonaba la sala.

Miami. 23 de marzo de 2014. Antes de iniciar el concierto, la Orquesta Filarmónica de Israel, dirigida por Zubin Mehta, interpreta los himnos de Estados Unidos e Israel. Toda una declaración política. Luego viene la única obra que se ejecutará esa noche: la Octava Sinfonía de Bruckner.

Hay una explicación simple al hecho de que la Filarmónica de Israel no tenga problema en interpretar a Bruckner y sí a Wagner. El primero nunca escribió una palabra contra los judíos. Si Josef Anton Bruckner (1824 -1896) fue el compositor favorito de Hitler, junto con Wagner, él nada tuvo que ver con ello. Hay apenas un dato curioso —ambos nacieron a una o dos millas de distancia— y lo demás es una cuestión de gusto.

Sin embargo, el exonerar a Bruckner no pone fin a una interrogante mayor, y son los condicionantes al gusto, que no excluyen factores ideológicos. Nadie más ajeno a esos factores que este compositor, profundamente católico, organista por vocación y profesor de toda una vida para ganarse el sustento. Pero no completamente extraño a ellos. En la polémica entre un romanticismo clasicista, representado por Brahms, y otro exaltado, por Liszt y Wagner, Bruckner toma partido por el segundo.

Estética y personalmente, al punto de introducir en la orquestación del célebre Adagio de la Séptima unas tubas wagnerianas —un instrumento creado para El anillo del nibelungo— en honor al maestro agonizante. Entre esas tubas, la muerte de Wagner y la de Hitler hay una conexión que no se debe asumir con vulgaridad política sino con conocimiento de causa: lo que es espiritualismo en Bruckner, grandilocuencia en Wagner y delirio de poder en Hitler tiene un hilo conductor irracionalista que no se debe despreciar en sus orígenes sino en sus consecuencias. Brahms entonces se convierte en el antídoto perfecto contra la sinrazón.

Es precisamente esa fe —inconmovible y reaccionaria— uno de los factores que, y ya desde el punto de vista estrictamente musical, lastra hasta cierto punto sus composiciones, que por momentos adolecen de la falta de un clímax de tensión —como ocurre siempre en Beethoven y Mahler—, el cual es sustituido por una masa orquestal enorme, que en resumidas cuentas no va más allá de un órgano: mucho sonido y poco drama. En Bruckner, uno siempre extraña el desgarramiento.

Cualidad sonora que lo hace también fácilmente adaptable, y es aquí otra explicación —más allá de la ausencia de antisemitismo— que permite entender su relativamente fácil incorporación en el repertorio de la Orquesta Filarmónica de Israel.

Bruckner como ejemplo de lo grandioso, cuya adopción es también un recurso fácil. Para verlo así no hay que ir a la política sino simplemente al cine: Senso de Visconti o el romanticismo por nuevos medios, imitado una y otra vez.

Una orquesta politizada

Si hay orquesta de concierto politizada en el mundo —y aquí la palabra no está utilizada en un sentido peyorativo— es la Filarmónica de Israel. Fundada en 1936 como la Filarmónica de Palestina por el violinista Bronislaw Huberman —quien desde su exilio en Gran Bretaña ayudó a cientos de músicos judíos que huían de la barbarie nazi en Europa— no es solo una brillante institución sonora sino también una embajadora musical de primer orden.

Basta mirar la composición de sus miembros para conocer la historia del país. Formada en sus primeros tiempos casi en su mitad por músicos procedentes de los territorios del desaparecido Imperio Astro-Húngaro, ha ido nutriéndose por otros de la ex Unión Soviética, Europa del Este, nacidos en Israel e incluso algunos estadounidenses. Desde el punto de vista administrativo, aún conserva una estructura propia del Israel socialista en sus orígenes, y continúa siendo una cooperativa.

No ajena a los conflictos de la región, la orquesta tocó en Alemania por primera vez en 1971, en el Festival de Berlín, y en la frontera del Líbano durante la guerra de 1982, ante una audiencia formada por árabes e israelíes.

Wagner continúa siendo la “asignatura pendiente” dentro del repertorio de la orquesta. No por falta de interés de su director, sino por las exigencias del público.

Convencido de que un compositor tan importante no debía ser excluido, más allá de su infame posición antisemita, Mehta anunció planes en 1981 de ejecutar una selección de Tristán e Isolda como un encore. En la primera y única ocasión en que lo hizo de inmediato se escucharon gritos de “Hitler”, “Nazi” y pese a otros de aprobación y la ovación de pie al final, se canceló el repetir el intento, al conocerse la compra en bloque de boletos para impedir futuros conciertos.

Podría verse como parte de una respuesta al asunto Wagner la creación de la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente, ideada por el músico Daniel Barenboim y el filósofo Edward Said en 1999, para reunir a jóvenes músicos palestinos, árabes e israelíes. Pero el proyecto va más lejos, y tiene como objetivo el constituirse en un foro para el diálogo y la reflexión sobre el conflicto israelí-palestino.

El 7 de julio de 2001 Barenboim interpretó en Israel de un fragmento de una de las óperas de Wagner, lo que produjo una fuerte polémica que aún continúa.

La música de Wagner ha sido informalmente prohibida en Israel, en lo referente a los conciertos públicos, pese a que sus obras a veces son programadas en la radio y están disponibles a la venta.

Sin embargo, la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente no tiene como objetivo fundamental interpretar la música de Wagner y no se propone un programa político.

Como ha declarado Barenboim a BBC Mundo, refiriéndose al taller que se realiza anualmente en Sevilla: “Este taller no tiene un programa político, no se trata de adoctrinar a nadie. Lo máximo que yo espero es que haya un intercambio abierto de ideas”.

En 2002, la orquesta se estableció definitivamente en Sevilla, y desde ese año también participan en ella jóvenes músicos españoles. Además de Europa y América, tocó por primera vez en un país árabe, Rabat, Marruecos, en agosto de 2003. Dos años después dio su primer concierto en un país del Oriente Próximo al actuar en la ciudad palestina de Ramala.

Desde el punto de vista musical, la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente es una agrupación de jóvenes, que se reúnen anualmente, y carece incluso de músicos suficientes para formar una orquesta entera, por lo que cada año tiene que recurrir al talento local, de acuerdo al sitio donde actúe. Desde el punto de vista musical y de institución, no se coloca a la altura de una agrupación como la Orquesta Filarmónica de Israel.

Música y política

Uno de los discursos más conocidos de Goebbels fue realizado precisamente en la inauguración de un busto de Bruckner, en el Memorial Walhalla, cerca de Regensburg. Hay incluso una foto de Hitler contemplando la escultura del compositor.

¿Cuánto ha influido el hecho de que Bruckner escribiera sinfonías “difíciles”, aunque en la actualidad forman parte del repertorio habitual de las principales orquestas, y Wagner óperas?

Poco y mucho a la vez.

Si se considera que en las óperas de Wagner no hay personajes judíos ridiculizados —de hecho los judíos no aparecen— habrían menos motivos para rechazarlo que a Shakespeare con El mercader de Venecia.

Se ha señalado la presencia del antisemitismo en algunos de los personajes a los que estas obras se trata con desprecio o burla, y que los mismos guardan un gran parecido con las caricaturas de los judíos que circulaban en su época.

En este sentido, la ridiculización del personaje de Beckmesser —en la única ópera cómica de Wagner, Los maestros cantores de Nuremberg— se ha citado como ejemplo de antisemitismo. Pero en la ópera Beckmesser es un alemán cristiano y no un judío.

Ahora bien, lo que sí reflejan las óperas de Wagner —es más constituye su esencia— es una concepción de un pasado alemán fundamentado en mitos y tradiciones, donde hay razas inferiores y héroes germanos superiores. Por ello puede decirse que ideológicamente, entronca directamente con el nazismo.

Separar la música de ese irracionalismo de la trama y los personajes a veces resulta difícil o imposible para muchos, porque precisamente la grandiosidad sonora wagneriana es el reflejo musical perfecto de esa ideología. Difícil pero no del todo imposible, puede argumentarse también, ya que precisamente, y desde el punto de vista musical, los valores son superiores.

No es una opinión siempre compartida. Igor Stravinsky consideraba a Wagner un compositor tan vulgar, que de vivir en la época del cine estaría en Hollywood. Por supuesto que no lo dijo como un elogio, pero hoy podría verse como un elogio. Stravinsky también dijo en otra ocasión que Vivaldi solo había escrito un concierto, y que luego se había dedicado a repetirlo una y otra vez. Y hoy, definitivamente, lograr algo tan difícil sería un elogio.

Opera y política

A partir de 1933, la política alemana fue moldeada en una forma operática, solo que era una mala opera, no solo desde el punto de vista político sino también musical. Hitler quiso transformar el mundo en una ópera wagneriana, pero donde las banderas ondeantes y las exclamaciones del coro fueran más importante que el sonido. De acuerdo al decir de muchos nazis, el hombre con el futuro mejor asegurado, cuando ellos finalmente conquistaran Inglaterra, era Winston Churchill. Según ellos, el Führer había comentado que le entregaría un castillo en que pudiera dedicarse libremente a escribir sus memorias y a pintar. Supuestamente Hitler valoraba a Churchill sobre todo como artista, porque él mismo se creía un artista.

“Tan pronto termine con mi programa para Alemania, tengo la profunda esperanza dentro de mi alma que me convertiré en el gran artista de esta época, y que los futuros historiadores me recordarán no por lo que he hecho por los alemanes, sino por mi arte”, le dijo Hitler al embajador británico en Berlín, Sir. Nevile Herderson, mientras se quejaba de que estaba cansado de la política y ansioso por volver a la pintura.

¿Habría cambiado el mundo si, como joven pintor, no hubiera sido rechazado por la Academia de Pintura de Viena en 1907? Uno no puede dejar de hacerse la pregunta cuando se recorren las galerías del viejo edificio en la capital austriaca, donde por otra parte cuelgan tantas obras académicas y de limitado valor. La respuesta es no y por dos razones fundamentales. Hitler no era un verdadero artista y ni siquiera llegó a la categoría de pintor mediocre. Su ambición estética no era más que parte de un afán desproporcionado de gloria, que ni siquiera una verdadera vocación habría satisfecho. Lleno de envidia, odio y frustrado en su falta de capacidad creativa, era irremediable que se lanzara a la aventura del poder. Pero fue precisamente esa frustración la que convirtió a la verdadera cultura alemana en otra víctima del fanatismo nazi. Y a ese destino maldito estuvieron condenados no solo los pintores, escritores y músicos que tuvieron que emigrar, sino aquellos, vivos o muertos, cuyo arte fue “favorecido” por los nazis. Y entre estos hay que contar a Wagner.

Cuando Furtwangler le pidió a Goebbels que por favor “tolerara” a los excelentes músicos judíos que formaban parte de la orquesta, este le respondió que no necesitaba las lecciones de ningún artista, porque el Nacional Socialismo no solo era la más moderna forma política por excelencia, sino que también representaba la más elevada forma artística.

Nada más alejado de la realidad. En una ocasión Theodor Adorno dijo que los alemanes estaban dispuestos a morir en las guerras declaradas por Hitler, pero que igualmente habrían preferido morir que escuchar una ópera suya, en el caso que hubiera escrito alguna.

Ese intento, por medio del cual se encubre —de forma consciente o inconscientemente— debilidades, frustraciones o incompetencias de un área, a través de la búsqueda de gratificaciones en otra, es descrito en psicología como uno de los mecanismos de defensa que adopta la personalidad y se llama compensación. Usar la guerra y el afán de poderío mundial como una justificación para la frustración estética ayuda a comprender a Hitler, aunque por supuesto no lo justifica. Pero es también una explicación limitada. Junto a ella hay que considerar las causas que hicieron que los alemanes los siquiera, y el arte, incluso en sus formas más elevadas, sirvió al Nacional Socialismo no solo como causa sino fundamental como un instrumento más de dominación.

Thomas Mann, un gran admirador de Wagner, reconoció que la misma cultura alemana que había creado al músico también había dado a Hitler, pero que las ideas de este último constituían una “fase distorsionada del wagnerianismo”, lo que le permitió afirmar que la reverencia del dictador por el artista estaba bien fundamentada, aunque era ilegítima.

Walter Benjamin distinguía entre la politización de la cultura y la estetificación de la política. Si la primera de estas formas se aplica a los regímenes comunistas, la segunda es inherente al fascismo. Convertir a la política en una manifestación estética conlleva a un peligro fundamental: la moral no rige en el arte.

Cuando Barenboim y Said deciden nombrar a su proyecto la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente, en referencia a un libro de poemas de Goethe, no hacen más que repetir un esfuerzo ensayado con anterioridad en Alemania tras el nazismo, pero con resultados limitados, el sustituir una cultura mala por otra buena. La vuelta a Goethe tras el nazismo no aseguró el impedir las posibilidades de su resurgimiento, sino las medidas políticas adoptadas.

Es así como se entiende, en parte, la renuencia en Israel a permitir la ejecución pública de las obras de Wagner, por considerarlas demasiado vinculadas aún con el nazismo y el Holocausto. Pero es también una muestra de la limitación de esa política. Al reclamo de Adorno, que llamó bárbaro cualquier intento de escribir poesía después de Auschwitz, la mejor respuesta fueron los poemas de Paul Celan. La poesía ha seguido existiendo tras el Holocausto, la música de Wagner también. No solo por su grandeza sino fundamentalmente por su debilidad. Escuchar a Wagner, por sí solo, no convierte a nadie en nazi.

La memoria es selectiva y temporal. Aunque Bruckner nunca estuvo vinculado al antisemitismo y murió varios años antes del surgimiento del nazismo, al finalizar la Segunda Guerra Mundial su música dejó de escucharse fuera de Alemania, por su asociación con los actos del Tercer Reich. No es que fuera rechazada, sino que se prefería no recordarla. En décadas reciente ha vuelto a incorporarse al repertorio y pocos recuerdan o conocen esa asociación,

En buena medida ha contribuido a ello la existencia tranquila que llevó el compositor. El mito en Wagner no se limita a sus temas, sino formó parte de su presencia artística y personal. Bruckner, por su parte, era un músico laborioso pero de aparición tardía —su trabajo como compositor se empezó a conocer cuando tenía unos 40 años, y ya viviendo en Viena, una ciudad donde nada lo recuerda especialmente— y sin datos a destacar en su biografía salvo su música. No hubo amantes ni reyes detrás de él.

Los ideólogos nazis tuvieron que presentar a Bruckner como otra víctima de la burguesía y la crítica judía —dato falso, si bien tuvo detractores también contó con el apoyo de célebres directores de su época, como Arthur Nikisch y Franz Schalk— y destacar su ascendencia alemana. Se pasó por alto su catolicismo —el protestantismo alemán había apoyado a Hitler desde sus inicios— y se habló entonces de su profunda espiritualidad y que “creía en Dios” de una forma generalizada. Como austríaco, el músico ejemplificaba además la idea del pangermanismo nazi.

Para Hitler, la identificación con el compositor tenía también un aspecto personal: al considerar que el músico había sido ignorado por los judíos que se habían apoderado de Viena, lo equiparaba a otro artista menospreciado por igual élite: él.

Pero todas estas tergiversaciones duraron lo mismo que el nazismo. Al terminar el régimen, lo único que quedaba era que, después de muerto su música había sido utilizada para propósitos que nunca pasaron por la mente del compositor.

En su vida siempre sosegada, Bruckner no despertó las pasiones de Wagner. Tras su muerte tampoco. Ahora la Orquesta Filarmónica de Israel recorre el mundo interpretando su Octava Sinfonía. No la Séptima, aquella en que las trompas wagnerianas tocan a lamento de muerte, primero por Wagner, luego por Hitler. Para los oyentes actuales, lo que sobrevive es la música.



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