Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Froilán Escobar y la “liberación del pasado”

Una novela que asume el barroco como una formulación estética y con ello logra superar la idea de una narrativa constituida como reflejo o copia de lo real

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La novela histórica no surge de la necesidad de rescribir un pasado falsificado, sino de la necesidad de rescribir el sentido que esos hechos tienen para nuestro presente. Como lo expresa Ignacio M. Zuleta, la novela histórica, desde esta perspectiva, “ya no es más la ‘reconstrucción’ de un pasado o la rectificación de una versión, sino la localización de pulsiones simbólicas en unos hechos que no necesitan ser explicados, sino comprendidos en su valor universal, que es lo que abre la posibilidad simbólica”.[1]

La irregular, perturbadora y atrayente novela titulada La última de adivinanza del mundo (EUNED, San José, Costa Rica, 2009), del escritor cubano Froilán Escobar viene a confirmar esta perspectiva. No cabe preguntarse con respecto a esta obra cuán apegada está a los hechos o cuáles “hechos ocultos” saca a la “luz pública”. Las preguntas que debemos hacernos son distintas y giran en torno al sentido mismo que el pasado ocupa en nuestra existencia. La novela no se encuentra pervertida por la idea de que la literatura debe “retomar” acciones reales para crear “nuevas interpretaciones” de los hechos recogidos e institucionalizados por la historia, lo cual, como vimos, deja a la literatura en un callejón sin salida. Desde este punto de vista, resulta significativo que la novela no se queda en el simple ejercicio nemotécnico de “evocar” con palabras los acontecimientos de un tiempo anterior. De hecho, la obra no es ni la “reconstrucción” de un pasado ni la rectificación de una versión, es más bien la construcción de un sentido, tal y como lo expresó el mismo autor en la presentación de su novela:

Uno se pasa la vida acechando sus orígenes, buscándose los ecos, el lejano sonar de las voces que, de alguna extraña manera, al no querer callarse, se adentran en la realidad y nos despiertan con la búsqueda de un sentido. Uno se pasa la vida buscando cantar el canto en que se fundamenta nuestra identidad, no sólo con el fin de dar expresión a lo que pueda haber en sí de peculiar, sino como la mejor manera de reencontrar en uno la huella de lo que heredamos. Uno se pasa la vida reconstruyéndose, tratando de armar los fragmentos que nos explican, sin percatarse de que uno, además de memoria, es invención.[2]

En síntesis, la novela cuenta la historia de una muchacha que vive prisionera de la noche, símbolo, en este caso, del desconocimiento; en particular, el desconocimiento de la vida de su padre. En palabras de ella: La realidad, entonces, no sabía de saberse. No la agarrábamos. No estaba en lo palpable. Era un montón dichos de pedacitos rotos o de desmesuraciones de maltratos que nos llegaban. Estábamos metidos dentro de la noche sin que pudiéramos salirnos de sus oscuridades.”[3] Estos personajes carentes de realidad, sin mundo, sin pasado son todo un Leitmotiv en las novelas de Froilán Escobar. La singularidad de este, en particular, radica en que su “vida de tinieblas” se debe a que no sabe nada de su padre, representación obvia del origen. Atrapada en esta realidad sombría que, a la vez, se torna en su presente eterno, la joven, guiada por una negra, opta por “tejerse un pasado” por medio del ritual afrocubano, a tejer la vida ignorada de su padre gracias al conocimiento ancestral africano, es decir, a construirse un mundo que, a la larga, constituirá su vereda emancipadora:

Mamá Goyita, mi madrina, me enseñó a trenzar y a curarme así del dolor. Pero en especial, me enseñó, con esto de tejer, como su santo, el destino de mi papá, que no estuviera en dudaciones, de hacer el empezar el mundo con él, porque, como ella dice, por uno se empezó el mundo. Orula conocé lo detino de toa la cosa, dónde etá lo comienzo, dónde etá camino ahora, y dónde lo va teminá. Ella y el río cuya agua teje, el Cuyaguateje, me dieron esa inspiración. Lo píritu moran dientro donde tú cose retrato. Tú hacé cosío, acuédate, mi niña, pa que la via tengá segunda vé.
Eso, papá. Estoy viviéndote en la vida por segunda vez, con fin de saberte. Al principio yo no entendía. Pero Mamá Goyita me lo regaló como un otán de Elegguá, como un ver dicho delante mío. Tú probá, mi niña, así, po entremedio de lo deo. Y, al mover las manos, ¡siá, carajo!, aparezco, incluso yo, en el derredor de un tiempo que fue, que estaba, que quizás esté siendo entodavía donde la otra orilla.[4]

Dos ideas revolucionarias se esconden detrás de esta propuesta. La primera de ellas es la idea de que el pasado es hecho necesario. El personaje principal vive en la noche, en las tinieblas y ello se debe a que no posee historia, a que, como se dijo, no sabe nada de su padre. En otras palabras, estamos en presencia de una “huérfana de pasado”. Al carecer de pasado, su presente es tormentoso. Es víctima de los maltratos de su tío, incluso es violada y embarazada por él. El desgarrador relato defiende, entonces, la imposibilidad de una existencia sin un pretérito que la ilumine.

La segunda idea es la posibilidad de construirnos ese pasado necesario. Puesto que se carece de él, es factible entonces optar por fabricarse uno a través del tejido. En dicho proceso, el mito afrocubano tiene un lugar de privilegio, pues es el mecanismo que permite la construcción de la historia. En efecto, la muchacha lo que teje es un awó y lo hace gracias a la guía de su madrina, Mamá Goyita, quien es una gran conocedora de los misterios de la religión negra. Lo paradójico de este hecho es que la joven no solo teje la historia de su padre, sino que, además, cuenta la historia de la campaña de Maceo en Pinar del Río hasta el sangriento combate de Ceja del Negro, el 4 de octubre de 1896, enfrentamiento en que muere su padre y que constituye el final de la novela. La novela, de esta forma, logra conjugar en todo armónico historia, mito y ficción.

La novela, además, asume el barroco como una formulación estética y con ello logra superar la idea de una narrativa constituida como reflejo o copia de lo real. En palabras más llanas, la novela no se entiende a sí misma como un “relato”, su objeto no es la significación misma, sino el dialogo doméstico de los elementos formales y conceptuales. En él, la enunciación está por encima de lo enunciado. De hecho, la obra asume lo desproporcionado como norma. Agregación, iteración y yuxtaposición son su contrapunto. Este principio de escritura, que dilata las posibilidades expresivas y poéticas del lenguaje coloquial, revela una discordante armonía que reivindica el derecho a contar y contarse de estos personajes de raigambre popular. Así, el texto, en un coherente desenfreno, se constituye en un amago escandaloso y libertino que concreta un oxímoron discursivo: la construcción “natural” de una oralidad “artificial”. Ciertamente, se trata de una novela con “deleite auditivo”. Gracias a ello, el lenguaje se torna en parte de la realidad contada. Claro está, la novela no es un mero registro de giros lingüísticos. El texto se inspira en el lenguaje oral, pero no desde una perspectiva realista. No se trata de copiar el habla popular, se trata de tomarla como punto de partida para la construcción de un lenguaje literario.

En otras palabras, la agramaticalidad, el sinsentido, la ilogicidad que esconden el predominio de lo rítmico y lo melodioso pretenden ampliar los límites de lo significable, romper el “orden lógico” del discurso y dar cabida a lo que no se ha podido decir. En la novela, la alteración de lo idiomático va conjugada, de forma indefectible, con un rescate de la palabra acallada. La escritura se presenta, entonces, como un fenómeno vital que permite mantener una lucha contra la represión y la imposibilidad/dificultad de expresarse.

Vista dentro de este contexto, es claro que la novela, más que la desestabilización de un discurso hegemónico, lo que busca es la evidenciación de que la historia debe escribirse permanentemente. Con esto, la obra nos invita a liberarnos de la creencia espantosa en que existe un tiempo devorador que está en función de un ἔσχατον, tal y como lo pintara en toda su grotesca actitud Goya en su cuadro de Cronos devorando a sus hijos. Todo presente tiene, y necesita, un pasado. No se trata, por lo tanto, de destruir nuestro pretérito cambiándolo o negándolo. El pasado, en tanto que evento narrado, es una construcción discursiva, es decir, está hecho de palabras, por eso en novela se “teje”. La idea revolucionaria que este texto nos transmite es que hay que volver sobre él, una y otra vez, para construirlo.

De esta forma, la novela, al proponer como factible la creación de la memoria, intenta demoler la barrera que separa el presente del pasado y tiende un puente que permite “conectar” una serie de acontecimientos que, de otro modo, estarían perdidos de forma irremediable. En primer lugar, hay que recordar que lo que llamamos “organización temporal” no es sino la reproducción de una serie de acontecimientos, es decir, el establecimiento de un tiempo finito. Cada presente, entonces, debe volver hacia atrás y “entender” su pretérito de acuerdo a sus propias necesidades. El pasado no va a ser siempre el mismo. La resignificación de la historia se entiende entonces no como una “re-escritura”, sino como una necesidad eterna y continua de escribir de nuestros pasados. En la novela, el pasado se está haciendo… con la finalidad de tener un presente.

La obra reacciona, entonces, ante la idea de un pasado sabido, asimilado e interpretado bajo la vestimenta de “verdad” incuestionable. La novela atenta contra esta suposición, busca es “abrir” el sentido y demostrar que el pasado, como construcción discursiva, se está haciendo, que la “verdad” es necesariamente un efecto y que debe tomarse como tal. Todo presente necesita un tiempo pretérito. La ciencia histórica trata de fijar el pasado, la novela de Froilán Escobar busca liberarlo. Puede decirse, por lo tanto, que La última adivinanza del mundo constituye una reacción contra el sentimiento de un tiempo destructor y aniquilador. Esto supone una crítica profunda a la concepción tradicional del tiempo: el instante no es un simple tránsito desde un pasado hacia un presente, sino que en él mismo se muestra el tiempo eterno, un tiempo que siempre va a estar ahí. En otras palabras, no se trata de una observación neutral y objetiva —la cual es por demás imposible— o de reconstruir y ordenar el pasado, se trata más bien de rearticular la concepción de temporalidad descalificando los presupuestos teóricos fundamentales del proceso historiográfico.

De esta forma, la novela ofrece un mundo en cuyo interior tres peculiaridades se trasponen. La primera es un desasosiego lingüístico sin precedentes cuya riqueza léxica desborda los límites de lo decible. La segunda es el relato de una historia que nos incita a buscar la resignificación de la gesta heroica de los mambises. La última, y posiblemente la más importante, es la incomparable vitalidad con que se recorren los recónditos escondrijos del mundo religioso afrocaribeño cuyos misterios se presentan ante nuestros ojos a través de un expresionismo monumental. Con ello, la vuelta hacia atrás que en esta novela se realiza constituye el alegato más profundo a favor de la idea de que el pasado no es una historia acabada, sino un relato que debe escribirse y reescribirse permanentemente. Así, La última adivinanza del mundo se abre camino entre las sombras conceptuales que proyectan la idea de un tiempo destructor y aniquilador y nos invita a vivir el trascurso temporal liberados de la necesidad de una finalidad trascendente.



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