(H)ojeando revistas
Entre otros materiales de interés, 'La Gaceta de Cuba' incluye en su último número un dossier sobre ese capítulo perdido de nuestra historia literaria que fueron las Ediciones El Puente.
Y para entrar en materia, quiero pasar a ocuparme, en primer término, del dossier que, bajo el título de Re-pasar El Puente, reúne textos firmados por Roberto Zurbano, Gerardo Fulleda León, Arturo Arango, Isabel Alfonso y Norge Espinosa. Se trata de la primera revalorización que se hace en Cuba de aquel grupo de autores entonces noveles que se nucleó en torno a las Ediciones El Puente. La imperdonable injusticia cometida con aquel proyecto la resume acertadamente Zurbano, al señalar que "constituye ese capítulo perdido de la historia de la literatura cubana en el período revolucionario que nuestros grandes textos críticos e historiográficos —léase diccionarios, antologías, panoramas, bibliografías y memorias— silencian con la mayor tranquilidad". Aquella frase, que se convirtió en el anatema mediante el cual se les excomulgó, de que El Puente era "la fracción más disoluta y negativa" de la nueva generación y "un fenómeno erróneo política y estéticamente", representó la lápida con que se cerró la tumba dentro de la cual fueron sepultados escritores como José Mario, Ana María Simo, Reinaldo García Ramos, Isel Rivero y otros. Unos muertos que, sin embargo, con su obra posterior demostraron ser muy indóciles y disfrutar de una espléndida salud post mortem.
En este rescate de El Puente salen a relucir aspectos que, por razones más que obvias, hasta ahora habían sido escamoteados. Por ejemplo, que entre los autores que se dieron a conocer en aquellas ediciones había tanto mujeres como hombres, negros como blancos. Sobre ello comenta Josefina Suárez, en la entrevista que le hace Arango: "En El Puente se da por primera vez la presencia partidaria de mujeres y negros en su composición. Los miembros del grupo procedían además mayoritariamente de los sectores más humildes y marginados de la sociedad precedente (…) Se trataba de un grupo limpiamente democrático porque recuerdo bien que entre nosotros nadie se ocupaba del color de la piel, el género o las preferencias sexuales de cada uno. Sólo ahora, después de transcurridas varias décadas, tomamos en cuenta estas características que entonces asumimos con tanta naturalidad".
Norge Espinosa, por su parte, destaca que bajo el sello de El Puente su gestor, el poeta José Mario, se propuso ofrecer "un panorama no exclusivamente poético, sino aglutinador de expresiones que abarcaron el quehacer de buena parte de sus contemporáneos". Apoya su afirmación con algunos nombres de creadores pertenecientes a otros géneros literarios: Mariano Rodríguez Herrera, Ada Abdo, Évora Tamayo (cuento); José Milián, Nicolás Dorr, José R. Brene (teatro). Y agrega que lo que hoy merece resaltarse de aquel esfuerzo editorial es esa voluntad unificadora: "Si bien es cierto que José Mario editó una buena cantidad de versos suyos que ahora asombran no tanto por su calidad (fue un poeta menor, valga desde ya aclararlo), como por su pródiga cantidad, lo cierto es que supo hacer habitable ese espacio también para otros autores, y a los que permitió ver en letra impresa sus primeros cuadernos: un pequeño milagro que confirmaba, a su manera, el haz de posibilidades que un nuevo tiempo podía permitirles".
Fulleda León aporta al dossier un valioso conjunto de testimonios y recuerdos sobre los orígenes de El Puente y sobre la proyección que alcanzó a tener su labor editorial. Traza en esas páginas un entrañable y justo retrato de José Mario, acerca de quien escribe: "Mario pasó a ser el gran descubridor de talentos; aparecieron Nancy Morejón, Reinaldo García Ramos, más tarde Lina de Feria, Georgina Herrera, y se sumaron otros al núcleo central como la «crítica» del grupo, la profesora Josefina Suárez, que nos trajo a Lilliam Moro, su alumna, a nuestro seno. Y otros tantos que llegaron después. Pero también nos descubría otros tesoros. Su capacidad de lectura era insaciable y no pasaba un día que no llegara a deslumbrarnos con rara avis: un ejemplar de Ficciones, de Borges; Los cantos de Maldoror, de Lautréamont; Elegía sin nombre, de Ballagas; o la Aurelia, de Nerval, y teníamos que no dormir esa noche para entregar el libro en la tarde siguiente a otro de nosotros, para que lo leyera".
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