Jorge
Los traumas que internacionalistas y mercenarios dejan detrás de sí
Para Jorge y Angela
Jorge andaba siempre con una novia distinta. “¡Que buena suerte la suya!” —lo envidiaba yo cada vez que lo veía por los pasillos de la escuela del brazo de una muchacha. Y todas muy bonitas, eh. Lo mejor de lo mejor.
Es que Jorge tenía para eso y mucho más. Era alto y delgado, y muy atlético. Tenía los ojos azules, los cuales le iban muy bien con su pelo negro-negro como el azabache. Además, tocaba el piano y cantaba, y para colmo su padre era carnicero, probablemente el oficio legal que más dinero ilegal dejaba en la Cuba de los años 70 y 80 del siglo pasado. O sea, que el carnicero estaba podrido en dinero, y su hijo también.
Fuimos a la playa Santa María del Mar en una ocasión, y Jorge nos invitó a la cafetería Mar Azul. Éramos siete comiendo bocaditos de jamón y queso y tomando batido de leche con trigo. Para pagar, Jorge sacó un fajo de billetes, ¡todos de a veinte! Mi corazón casi se infarta del susto, pero Jorge, como si nada. Para él, el tener dinero era lo más normal del mundo, como beber agua.
Un día, el jefe de la Unión de Jóvenes Comunistas —Francisco se llamaba, y de comunista tenía mucho, pero de joven tenía nada— nos convocó a hacer guardias en la escuela, de 7 a 12 de la noche, cada sábado y domingo y hasta nuevo aviso.
El jefe comunista explicó que “Huber Matos, al mando de un grupo de cubanos mercenarios pagados por la CIA, andaba saboteando la revolución”. Como parte de la arenga, contó que Matos buscaba venganza después de haber cumplido veinte años de prisión. Agregó que, días antes, Matos y su tropa de asesinos habían sobrevolado La Habana en una avioneta, dejando caer octavillas con consignas “muy pero muy contrarrevolucionarias”. “Y eso no lo vamos a tolerar compañeros, no lo vamos a permitir cueste lo que cueste”. “Así que estaremos en pie de guerra, con la guardia en alto y los ojos bien abiertos, muy abiertos.” “Patria o muerte, venceremos”.
Todo eso gritó el comunista, que las venas de su cuello casi revientan.
Fuimos a las guardias, pero vigilar fue lo menos que hicimos. Siempre terminábamos jaraneando y bailando en el teatro de la escuela.
Uno de esas noches de centinela, de pronto alguien paró la música y todos dejaron de bailar para escuchar a Jorge, quien se había sentado al piano blanco de cola que estaba en el teatro. “Puro Billy Joel”, pensé con envidia.
Jorge estiró sus brazos, traqueó los dedos de sus manos y respiró bien profundo, aunque muy serenamente, sin apuro. Entonces comenzó a sacarle melodías al piano, como al azar. Y cuando finalmente estuvo listo, comenzó a cantar.
Cantó un montón de temas de Roberto Carlos, José Feliciano y Julio Iglesias, lo cual provocó cierto temor entre algunos de los presentes porque el gobierno tenía vetado a esos cantantes. A mí me pareció bastante cheo, o de mal gusto, porque lo mío era el rock. Sin embargo, a las muchachas les encantó. Ellas se derretían ante el canto un tanto desafinado de Jorge. Mas de una le hizo coro con los ojos cerrados y la mente ida, seguramente soñando con los labios de Jorge y una luna de miel con él.
De repente, Jorge comenzó a cantar feliz cumpleaños para mí, y además me dedicó Even Now, de Barry Manilow. No se sabía la letra, pero no me importó. Mas bien disfruté de mis cinco minutos de fama, deseando que una de las tantas novias de Jorge se enamorara de mí.
Angela fue la afortunada esa noche. Jorge la enamoró, y ella le dio el sí.
¡Increíble la suerte de Jorge! Se empató con Angela, la muchacha más bonita y deseada de la escuela. Ella había rechazado a cuanto muchacho la enamoró. Entonces llegó Jorge y, fuacata, se entregó a él.
Una muñeca Barbie esa Angela. Rubia de ojos verdes-verdes y un cuerpazo que ni mandado a hacer. Tenía las caderas, nalgas y piernas perfectas. Y luego, ¡era tan dulce, coqueta y buena gente!
Fueron novios por un par de meses solamente. Es que cada dos o tres días, Jorge se aparecía en la casa de Angela con un paquetón de filetes de res, pollo y cerdo, por lo que Angela, —y los padres de ella— sintieron miedo.
“¡Mi amor, por favor, no traigas más carne que el comité está mirando tu entra y sale con esos paquetes debajo del brazo!” Eso le decía Angela a Jorge, pero como a él le entraba por un oído y le salía por el otro, ella lo planchó, acabó con el noviazgo.
Bueno, esa fue solo la mitad de la historia. La otra mitad fue que Jorge era un mujeriego del carajo.
Luego de terminar el último año de preuniversitario, Jorge no pudo matricular en la universidad debido a sus malas calificaciones. Entonces lo llamaron a cumplir el servicio militar obligatorio.
Para Angola lo mandaron y un mes después murió bajo circunstancias verdaderamente increíbles, que ni en las películas soviéticas de guerras, inviernos y martirios eternos que pasaban en la televisión cubana durante el llamado quinquenio —más bien decenio— gris.
Sucedió que un par de militares se personaron en la carnicería donde el padre de Jorge trabajaba. Le informaron que su hijo se había dormido sobre los rieles de una línea de tren, el cual le pasó por arriba, descuartizándolo.
“Así quedó,” dicen que uno de los militares dijo mientras señalaba a los trozos de carne de res y cerdo que colgaban del techo de la carnicería. Y el padre de Jorge, al escuchar comparación tan inhumana y fuera de orden, perdió el juicio, agarró su cuchillo de carnicero y le fue arriba al militar. No le hizo daño porque lo aguantaron. Y le perdonaron la agresión porque bueno, su hijo ya era héroe internacionalista.
En cuanto a Angela, ella se hizo estomatóloga, tuvo una hija y un nieto, y es recién llegada al sur de la Florida. Llegó el 21 de junio del año que transcurre. Ella recuerda a Jorge con cariño y tristeza. Así que le dije, “a ver si vamos a la Ermita de la Caridad y rezamos por él”.
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