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A Debate

La anhelante y laboriosa irreflexión

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No deja de ser alucinante, ni de entristecer, ver tanta energía empleada en diseccionar algo que enseguida, casi con el mismo movimiento de la disección, queda restaurado. Después de tanto tiempo debíamos saber o intuir en serio que ningún esquema se justifica y basta por sí mismo, que hay allí un problema, y que si sus trazos son útiles es sólo porque pueden ser sobrescritos, rotos. No es el esquema, sino la crítica al esquema lo que deberíamos estar buscando. Lo que debíamos estar usando.

Pero, más sencillo, cuando vemos esa invitación al debate, o esos análisis que, sin embargo, no pueden acabar de caer en el presente, ¿en qué pensamos? Creo que no sólo en un ideal revolucionario y justiciero, una ideología, un dogma, una filosofía de ejército o de partido, un determinismo totalitario, sino, además, en una laboriosa, obstinada, y tan sofisticada como elemental práctica de censura. No sólo en unas doctrinas que gotean censura, sino también, una gran cantidad de actualizadas prácticas de censura hermoseadas por la doctrina, en busca de la irreflexión y la doctrina. ¿Cómo entender sino ese llamado en Cuba a un debate que, tan rápido como pudo, comenzó a distinguir entre escritores de afuera y de adentro, escritores de izquierda o de derecha, o anexionistas? ¿Son esos los términos nuevos de un sistema que sin muchos de sus antiguos elementos de cohesión comienza a probar un lenguaje capaz de remontar toda la historia hasta salirse, incluso, de la historia? ¿Un lenguaje más universal y por ello mismo más libre y puntual en su violencia?

Se ha hablado también de lo terrible de ese debate que margina al resto de la población porque sólo sale a la luz como cosa de artistas, de intelectuales. Pero si apenas ha servido para que el medio intelectual repare útilmente en su historia propia. Para que repare no sólo en pantalones, pelos largos, música prohibida, sino, por ejemplo, en los sueños o, por lo menos, los deseos reformistas que animaron sus largas e íntimas conversaciones de finales de los ochenta, de toda la primera mitad de los años noventa, y que desde el 2003 se pudren, con el cuerpo, los sueños y la vida de otro, en las cárceles del país. Y si todavía descubrimos cuánto nos preocupan aquellas personas que no pertenecen al campo de la cultura, habría que comenzar por el hecho de que la gente en Cuba, y a veces gente muy sencilla, gente del pueblo a la que costaría entender muchísimas de nuestras ideas, sea forzada o, más terrible, inducida, a convertirse en la fuerza y el rostro represivo de un gobierno.

Sin dudas, se trata de un debate difícil de precisar en su utilidad. Al menos servirá claramente para preguntarse cuánto de esto mismo (un buen revoltijo de maldición eterna, intimidación, y mero chantaje que zarandea la cabeza) no fue el fondo de la transición imposible de los años noventa. Y cuánto más no hemos tenido y acumulado desde entonces. O para que recordemos que la culpa puede ser rápida como el rayo, pero el perdón entre las personas tarda, es complejo, y a menudo, aunque lo necesitemos y sea posible recibirlo, sólo está ahí, como escribió Jorge Luis Borges, para purificar a quien lo otorga.

Mejor que jugar a esperar perdones, a imponer perdones, parar el resorte de las culpas.


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