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CON OJOS DE LECTOR

La Isla de Papel (I)

Guillermo Cabrera Infante calificó la obra de Joseph Hergesheimer sobre La Habana, como uno de los libros de viajes más hermosos que había leído.

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El texto que sigue a continuación será el primero de una serie que planeo ir publicando con cierta regularidad a lo largo de los próximos meses, y que estará dedicada a comentar los libros que varios autores extranjeros han redactado a partir de su visita a Cuba. En esos textos, al igual que en otros firmados por geógrafos, naturalistas, historiadores y científicos, me ha interesado buscar la imagen de nuestra isla que han visto y descubierto los ojos foráneos. Como ha apuntado la ensayista argentina Nora Catelli, "la mirada de los otros siempre contiene un sesgo inesperado en cuya extrañeza hay que aprender a reconocerse".

Comenzaré con una obra escasa e inmerecidamente poco conocida, que Cabrera Infante no dudó en calificar como uno de los libros de viajes más hermosos que había leído. Se trata de San Cristóbal de La Habana, del narrador norteamericano Joseph Hergesheimer (1880-1954). En su momento debió tener una buena acogida, pues a la primera edición, en 1920, se sumaron otras dos, en 1923 y 1927. La última, no obstante, difiere de las anteriores: en ella Hergesheimer incorporó un prefacio, así como dieciséis ilustraciones en blanco y negro tomadas del Álbum Pintoresco de la Isla de Cuba. Fragmentos de su libro figuran en dos antologías de la época: Modern American Prose (1934) y Journeys in Time (1946).

Mas antes de que pase a referirme a San Cristóbal de La Habana, es de rigor que dedique algunas líneas a quien lo redactó. Pese a que hoy ni siquiera se le menciona, hubo una etapa en la cual Hergesheimer significaba mucho en Estados Unidos. Literary Digest llegó a votarlo en 1922 como "el más importante escritor norteamericano" de ese momento, y en los círculos intelectuales de Europa también se le apreciaba. Hablo de los primeros años veinte, cuando escribía para dos tipos de audiencia: las personas sensibles y cultas que disfrutaban sus novelas y las que leían sus cuentos y reportajes en revistas como Saturday Evening Post. En una carta al editor Alfred A. Knopf, Hergesheimer le confesó que en sus mejores tiempos llegó a ganar cien mil dólares al año, principalmente por esta última actividad.

Por otro lado, Hollywood le pagó cifras extravagantes por los derechos de varias de sus obras, a partir de las cuales se filmaron, entre 1923 y 1935, ocho películas. Pero su período de gloria fue tan fructífero como breve. A fines de la década del veinte empezó a tener dificultades para publicar, y a partir de la siguiente se le hizo virtualmente imposible. Sufrió así la ignominia de asistir en vida a su abrupto declive y su posterior olvido. Hoy en día, sus libros acumulan polvo en los áticos y en las librerías de segunda mano, donde pueden adquirirse por pocos dólares. Ningún investigador consulta sus manuscritos, depositados en la Universidad de Texas. Y como afirma Ronald E. Martin en The Fiction of Joseph Hergesheimer, las raras veces que su nombre se menciona en los manuales de literatura es para decir que fue un hombre que "también escribió" en los años cuando emergieron Hemigway, Faulkner y Fitzgerald.

Aunque viajó por varios países e incluso publicó sobre Alemania un libro titulado Berlín (una de sus novelas, Tampico, está ambientada en México), Hergesheimer tuvo una relación especial con Cuba. En San Cristóbal de La Habana no hay ninguna referencia a la fecha de esa visita a la Isla, pero he podido averiguar que viajó por primera vez en 1918. Volvió en 1922, para asistir al rodaje de la película The Bright Shawl, basada en una novela suya de igual título (en ella se narra una historia de amor y lealtad que se desarrolla en nuestro país, durante la guerra de independencia de 1895). Realizó un tercer viaje en 1932, y aunque no se conocen más detalles se sabe que en alguna de esas estancias estuvo también en Camagüey.

Una ciudad que requiere muchos cambios de ropa

Hergesheimer cuenta en su libro que nada más llegar a La Habana, tuvo la premonición de que la ciudad iba a tener una peculiar importancia para él. Sin embargo, ese primer día no salió de inmediato a recorrerla. Estaba tan cautivado por el Hotel Inglaterra, que por el resto del día estuvo indiferente a lo que ocurría a su alrededor. La habitación sobrepasaba lo que hasta entonces había visto. Más tarde se asomó al balcón, desde donde contempló la calle San Rafael, el Club Gallego, un limpiabotas negro, unos niños que vendían La Política Cómica. Le sorprende que casi todas las personas que ve son hombres. Eso le dio, al principio, una sensación de monotonía, de estupidez. Para él, las mujeres son absolutamente esenciales para la variedad de cualquier espectáculo.

Horas después decide que es el momento de salir. Describe con lujo de detalles la elección del vestuario (según sus amigos, Hergesheimer era muy elegante). Se ha dado cuenta ya de que La Habana es no sólo una ciudad que requiere muchos cambios de ropa, sino que además para disfrutarla hay que prestar una meticulosa atención a las bagatelas. Al bajar en el ascensor encuentra un grupo de mujeres muy bien vestidas y perfumadas. Resultan ser compatriotas suyas, y en La Habana para él carecen de interés. Sus voces le parecen irritantes, e incluso le molesta que en aquel reducido espacio den tan brutalmente la espalda a los hombres que las acompañan.

Ya en la calle, se hace innegable para él que se halla en una tierra de mucho encanto, y agradece la buena suerte que lo condujo a La Habana. Camina por un parque y compra una flor a un vendedor ambulante, quien se la coloca en el ojal de su jacket. Se dice entonces que ha llegado la hora de un Daiquirí (cuida siempre que no se omita el acento, como es usual en España). Para él representa una revelación, aunque apunta que no es tan bueno como el que más tarde se tomará en el Telégrafo. Con todo, se siente devotamente agradecido de estar sentado en el café del Inglaterra con tan delicioso trago, mientras que en su país está vigente la ley seca.


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