Actualizado: 25/04/2024 19:17
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CON OJOS DE LECTOR

La Isla de Papel (I)

Guillermo Cabrera Infante calificó la obra de Joseph Hergesheimer sobre La Habana, como uno de los libros de viajes más hermosos que había leído.

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Por la noche, toma una cena simple, pero buena, acompañada de una botella de Marqués de Riscal. En una mesa cercana, una familia cubana come, mientras sostiene una charla llena de vivacidad. Al observar al hijo, comenta: "Any such degree of mingled dignity and the highly impressionable, of reserve and flexibility, was absent from the cruder young of the north". Después, es la hora de fumarse un tabaco, escogido con inmenso esmero. Duda entre un Larrañaga o un Corona, y finalmente se decide por el primero. La primera bocanada de humo, una nube azul que sale por la ventana, lo lleva a comprender que hasta entonces sabía poco de tabaco. No se anima a salir, al menos no esa primera noche. Se niega a renunciar al placer que allí experimenta. El tabaco continuó envolviéndolo en su humo reflexivo por otra media hora. Aún le quedaba además un poco de café.

Al día siguiente, se aventura a andar un poco. Va a una librería de Obispo, con la idea de adquirir algunas novelas orientándose por las cubiertas. No compra ninguna, pero las ediciones y los dibujos le parecen excelentes, a gran distancia de los de su país. Comenta que expresan la crueldad y la violencia con una gran libertad, algo impensable para la sentimentalidad norteamericana. Le sorprende la estrechez de Obispo. La calle le parece además oscura y las tiendas que se hallan abiertas son para él como cavernas. Las mujeres cubanas, que pasan con su aire de supremo desdén, hacen que por un momento se sienta de nuevo joven y capaz de cometer alguna tontería romántica, por ejemplo, seguir a alguna de aquellas bellezas (en realidad, Hergesheimer sólo tenía entonces cuarenta años). El renacimiento de esas pasadas ilusiones le parece positivo. Y comenta que la milagrosa vitalidad de La Habana consiste en que, a diferencia de muchas ciudades de Italia, nunca ha degenerado en un museo de lo que fue, no posee un aspecto mortuorio. El espíritu de sus primeros tiempos aún se mantiene vivo, aunque las reliquias de los conquistadores hayan sido barridas por el aluvión del presente.

Un viajero y no un turista

Chesterton comentó que el viajero ve lo que ve, mientras que el turista ve lo que ha ido a ver, lo que le muestran. Hergesheimer pertenece en ese sentido a la primera categoría, y ésa es una de las razones que hacen su libro tan valioso. Como él mismo señala, en La Habana evitó aquello que le dijeron debía visitar y, en cambio, hizo y vio lo que le apetecía hacer y ver. Su secreto consiste en que es receptivo, en que deambula sin un propósito determinado, en que no hace planes. Disfruta mucho la ciudad, y en su primer día reconoce haber recibido muchas impresiones e incomparables placeres. En La Habana su actitud es además diferente. Allí es un individuo que tras caminar una hora o algo así por la mañana, pasa el resto del tiempo hasta el final de la tarde en un espacio tranquilo y fresco. Es, apunta, una de las agradables peculiaridades de La Habana: siempre es posible pasarlo bien en un café con piso de mármol y salpicado con agua; o en la entrada del Inglaterra, pese a que los asientos son los más incómodos del mundo; o mejor aún, transitoriamente en casa, en pijama, con un libro y una naranjada.

A pesar de que era abril, el calor estaba ya muy avanzado. Eso explica que se refiera a los muy iluminados cafés al aire libre, al concurrido Paseo del Prado, al operístico Malecón. Admite que este último es el triunfo de la ingeniería sobre las rocas, pero piensa que le habría gustado más pasear cuando allí sólo había roca viva, y cuando el clamor de la ciudad consistía, en gran medida, en el repicar de las campanas. En Hergesheimer constituía un proceso habitual abandonar el presente para refugiarse en el pasado. Se proyecta así en períodos cuya desaparición formaba parte de su encanto. Al haber desaparecido, se investían con la dignidad y la belleza de una cálida fragilidad. Siempre le atrajeron las décadas victorianas, y halló en nuestra capital "una Pompeya medio victoriana", envuelta en "una peculiar magia seudoclásica". Desde que llegó, se siente allí muy feliz y como si estuviese en casa.

Confiesa que prefiere La Habana del pasado a la del presente, lo cual es paradójico dado que no fue esta última la que él conoció. De ahí que opta por La Habana del Álbum Pintoresco…, aquella en la cual había oficiales que llevaban cadenas plateadas, bordones y enormes espuelas. En una palabra, la época cuando un oficial era un oficial. Evoca el carácter romántico de las tertulias, las huidas heroicas, las muertes súbitas y violentas en los lugares públicos. Esa Habana le parece irresistible y contiene todos los elementos sobre los cuales a él le hubiera gustado escribir.

Mas La Habana que había quedado para que Hergesheimer conociera en su primera experiencia no era esa ciudad romántica que él prefería. De las fortificaciones sólo quedaban fragmentos. El Prado, ya pavimentado, lucía irreconocible. El Malecón, con su río de automóviles belgas y franceses, había ocupado el sitio de los Baños de Mar y los Campos Elíseos. Los jardines, las fuentes, las glorietas habían desaparecido, lo mismo que las volantas y los quitrines.

Sin embargo, considera que el aire y la apariencia no habían cambiado. La Habana es aún una ciudad medio victoriana. Muchas calles conservan sus características originales. Las blancas fachadas de las casas, los altos balcones y los patios son también los mismos. Excepto en algunos pocos sitios, Cuba se las había ingeniado para preservar su integridad. Especialmente la integridad idiomática: en la ciudad sólo se escucha hablar español. E incluso advierte una aguda e instintiva resistencia a la propagación del inglés americano. Expresa que está convencido de que los cubanos hubieran preferido la tiranía de España, con el heroísmo que la acompañaba, a la reciente libertad. Y agrega que los cubanos son muy ocurrentes y cínicos cuando se refieren al tema de la libertad.

Señala Hergesheimer que el elemento vívido que más completamente se ha perdido es el reino de la tradicional magia de los negros. Alude, naturalmente, a las prácticas y rituales de la santería, según él una grotesca mezcla de África y Roma para entonces caída en descrédito incluso entre los propios negros. No deja de ser, sin embargo, una marca, una cicatriz en la memoria de la ciudad, cuya influencia forma parte de la singular atmósfera de ésta. Se mantiene parcialmente en la vida nocturna, convertida en una atenuada y secreta huella que es como un eco del viejo diablo.

Ha oído decir que lo que aún se conserva de la Habana antigua va a ser cambiado, aunque la palabra que se emplea es mejorado. La Habana, apunta con tristeza, se volverá completamente higiénica, comercialmente moderna, moralmente perfecta. Y lamenta que no habrá un álbum pintoresco que preserve ese legado para las ulteriores y más tristes generaciones. Se siente feliz por eso de haber conocido La Habana antes de que ese progreso la tome por el cuello. Plasmó de ella todo lo que pudo en su libro, que viene a ser así un profundo y admirado adiós. La imagen que dejó en esas páginas asume el delicado colorido y el remoto encanto de una litografía, y sobre ello volveré en la próxima entrega de La Isla de Papel.


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