La Isla de Papel (II)
En su libro sobre La Habana, Joseph Hergesheimer trató de captar la atmósfera de una ciudad singularmente adorable y que, como ninguna otra, se beneficia mucho de la noche.
Aunque no lo confiesa, es evidente que Joseph Hergesheimer se informó ampliamente sobre la ciudad y el país que iba a visitar. Llegó así familiarizado con "la historia y el aire de Cuba. Una historia fascinante, sin ninguna solemne importancia general, y un aire inimitable". A lo largo de San Cristóbal de La Habana se refiere a sitios concretos, pero los menciona con toda naturalidad, como si para él fuesen muy conocidos. No siente la necesidad de especificar que se trata de un hotel o un teatro, ni tampoco en qué calle está ubicado.
Cuando se lee su libro, uno se da cuenta, repito, de que arribó a nuestra capital muy bien documentado sobre la historia de Cuba. De hecho, en un párrafo hace un brillante resumen de la misma. En otras páginas pone de manifiesto ese buen conocimiento, mas lo hace sin pedantería, sin presumir de ello, para expresar más claramente lo que trata de decir. Comenta, por ejemplo, la tan extendida afirmación de que la Isla fue descubierta por Cristóbal Colón. El término le parece presuntuoso, pues está empleado arrogantemente en el sentido de creada. Hace además una dura crítica a la colonización española, que con el nombre de Dios en la punta de las espadas se dedicó a imponer en Cuba la rapacidad, la corrupción, las enfermedades y la esclavitud.
Pero una vez en La Habana, Hergesheimer decidió desdeñar toda aquella documentación libresca, pues para él no significaban más que hechos escritos. El de La Habana, afirma, es un encanto cargado más de sensaciones que de hechos y, por tanto, éstos pueden ser ignorados. Anota que no tiene disposición para la instrucción, y por eso deja en el hotel los libros que trajo de Estados Unidos. Probablemente eso que sus autores habían omitido, en su esfuerzo por conseguir el énfasis literal y comercial, representaba lo que debía de ser más vivificante para él. Era ahí donde estaba la otra Habana, la ciudad que nadie podía predecir, y que ofrecía el incentivo de su particular y raro encanto. Por eso, desde el primer día se lanzó a descubrir, más allá de las avenidas, calles y corredores, en qué consistía la característica especial de una ciudad que ya lo poseía, al punto de hablar del hipnotismo de su gusto por La Habana.
No es un aventurero, anota, sino un buscador de encantos y recuerdos con los cuales poder regresar, al final de su estancia. Sumergido en esa fascinación por la ciudad, pasa a escribir sobre sus cosas más simples. Se detiene a contemplar los balcones, cuya popularidad se había mantenido, al menos hasta entonces. Destaca de modo especial los de Sol, Jesús del Monte, el Prado y el Malecón. Estos últimos, no obstante, muestran ya ciertos signos de decadencia, tal vez como consecuencia de la irrupción de los automóviles en el paisaje de la ciudad. Describe los edificios de Jesús del Monte, brillante e imposiblemente pintados, cuyos balcones, por hallarse expuestos al insoportable calor, estaban vacíos. Dice que no puede imaginarse cuál es su función, pues no había en ellos nada que ver, ni nadie que lo viese a uno.
Dedica algunas páginas a los patios, que admite sólo conoce a través de las puertas abiertas o medio abiertas, o bien por haberlos visto desde arriba. El rasgo que, a su juicio, es más encantador es su sentido de la intimidad, de recinto dentro de un jardín; y también menciona las posibilidades que brindan para crear una vida social con la cual él no estaba familiarizado. Usualmente vio los patios vacíos. Eso lo hace deducir que la hora en que se usaban debía de ser al final de la tarde o por la noche. Para Hergesheimer, es fácil imaginárselos iluminados tenuemente e invadidos por el perfume de las magnolias y el murmullo de las fuentes.
Como es característico en él, Hergesheimer no sólo quiere ver los patios, sino que también desea que formen parte de sus experiencias habaneras. Quisiera dormir en uno, y poder contemplar la luna deslizarse por encima de los tilos para luego hundirse en el agua. De fondo, alguna música, pero nada de esa música grabada que se escucha por doquier. Pedía los suaves acordes de una guitarra. Era el acompañamiento perfecto para aquel ámbito de color visible e invisible. Sobre todo el invisible, que es el más potente. Y agrega que más que la luz de la luna, es la tradición la que envuelve los patios habaneros con un hálito de oscura y romántica añoranza.
No puede liberarse de la esclavitud de la escritura, y la visión de una mujer en un balcón frente al Malecón le sirve de inspiración para redactar varias páginas. La mujer, comenta, no es ni joven ni adorable, pero envuelta en un chal, sustituto de la mantilla, estaba investida de una melancólica dignidad. Ve en ella no sólo su historia personal, sino la de una desaparecida grandeza que, antes de extinguirse, se prolongaba en aquel atardecer. Para él, fue extraordinariamente agradable verla en su inmóvil tristeza. No le reclamaba belleza ni juventud. Eso era todo lo que quería de ella, incluso un poco más de lo que le podía dar. Cumplía a la perfección su propósito, que no duda en reconocer es eminentemente egoísta. Y en su imaginación, ruega a las mujeres de La Habana que permanezcan siempre en sus balcones, de los cuales son tan inseparables.
Admite Hergesheimer que lo anterior puede ser una intolerable opresión del pasado, que de manera incongruente empuja el presente. Y dice que en cualquier momento las mujeres habaneras podrían, en justa rebeldía, integrarse a la vida, como habían hecho las norteamericanas. Pero si iban a hacerlo, esperaba que fuera cuando él ya hubiese regresado a la tierra de la libertad femenina. No quería estar en la Isla cuando los balcones quedasen definitivamente desiertos, algo que lamentaría mucho. No conoce otra ciudad, afirma, donde los balcones fueran tan universales, tan variados, tan seductores.
En el libro hay también páginas dedicadas a los atardeceres, la asistencia a una pelea de gallos, a la visita a una casa de placer, a los espectáculos que Hergesheimer vio en los teatros Payret y Martí. Al mes siguiente de su estancia, actuará Enrico Caruso, "un cantante asesinado por la victrola", y los boletos son ya objeto de especulación: se venden entre 40 y 60 dólares. En este sentido, para él deprimente, La Habana hace evidente que es una ciudad rica y, a la vez, a la moda. Asimismo se refiere a los cigarros cubanos, demasiado fuertes para su gusto. Mientras que la preferencia por los tabacos fuertes la considera admisible, opina que los cigarros deben ser suaves. De hecho, las marcas más famosas lo son. Anota que los buenos cigarros nunca se han fumado en Estados Unidos, tierra con una abrumadora afición al cigarro barato llamado Virginia. Señala que a diferencia de su país, donde las mujeres fumadoras se han convertido en algo común, en La Habana las mujeres que vio fumando en público eran extranjeras. Otra cosa son las cubanas que lo hacen en las puertas de sus casas o en los mostradores de las tiendas, a las cuales cuenta que vio con unos formidables tabacos.
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