Actualizado: 28/03/2024 20:07
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CON OJOS DE LECTOR

La Isla de Papel (II)

En su libro sobre La Habana, Joseph Hergesheimer trató de captar la atmósfera de una ciudad singularmente adorable y que, como ninguna otra, se beneficia mucho de la noche.

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Unos matrimonios admirablemente unidos y felices

"Si en mi país se llegara al absurdo de prohibir el tabaco, me vería forzado a mudarme a Inglaterra, lo cual sería demasiado", escribe. No tiene dudas de que fumar constituye, en varios aspectos, un hábito deletéreo. La vida, en cambio, es un mal hábito condenado al peor de los finales. Admite tener poco en común con los hombres que ya no fuman o que nunca han fumado. Prácticamente sin excepciones, son personas muy estrictas con las normas, y comen y viven en función de su salud, en lugar de hacerlo para disfrutar de las sensaciones y del sabor de las delicadas salsas. De acuerdo a su criterio, una mente limpia y un corazón puro sólo se consiguen con atemorizadoras sugestiones de esterilidad emocional. No está seguro de que quiere ser totalmente saludable de cuerpo y mente. Si existen los tabacos y el daiquirí, propone que los disfrutemos, aunque eso sea a costa de vivir un mes o un año más con el riesgo de contraer una neumonía. Los pequeños placeres, concluye, son más importantes que los grandes momentos.

En sus paseos por las calles habaneras, los matrimonios cubanos le dan la impresión de ser admirablemente unidos, felices, en completa armonía. Algo impensable en su país, donde si un esposo acompaña a su familia tiene un aire de estar avergonzado, por verse expuesto a una situación tan ridícula. Si va más de una pareja, invariablemente los hombres terminan por separarse del resto del grupo. Y razona: la verdad es que los ciudadanos de Estados Unidos, en su enfebrecido paso por la vida disfrutan poco. El trabajo, mucho mejor pagado que en cualquier otro país, les proporciona con ese dinero menos satisfacciones que las que le da una peseta a un mestizo de Cuba.

Al caminar por el Prado al atardecer, nota que está lleno de hombres sentados o que pasean apaciblemente. Le llama la atención que el paso de alguna mujer hermosa despertaba su interés y sus especulaciones. Las cabezas se volvían, se escuchaban murmullos. Si iba acompañada de la madre, expresaban a ésta sus fervientes bendiciones por tener una hija tan atractiva. Sin embargo, aunque le parece simpático, Hergesheimer no deja de considerar un defecto esa actitud hacia las mujeres, que consiste en poner permanentemente el énfasis en la galantería.

Los hombres le parecen siempre satisfechos y dispuestos a sentarse con un tabaco en un café o en un parque, para hablar y discutir incansable y acaloradamente sobre la política nacional. En su país, apunta, se trata de un tema que es visto con cínica indiferencia, a menos que uno se dedique a la política. En Cuba, por el contrario, invariablemente da lugar a una vehemente oratoria y a elevadas pasiones. Por eso los cubanos le dan tanta envidia, y hubiese querido unirse a una de aquellas discusiones en las plazas habaneras. Se imagina incluso convertido de repente en un compatriota de aquéllos. No se ve como un hombre rico, pero sí con una posición económica solvente. Propietario tal vez de una pequeña óptica en la calle Neptuno.

Vuelve al tema de los matrimonios y señala que espera que Cuba no se vea afectada por el fermento de la modernidad. Que al descubrir sus errores, la población femenina no abandone sus patios y balcones para salir a la polvorienta existencia pública de las calles. A su juicio, bastante declive ha sufrido ya con la pérdida de las mantillas y peinetas, con la sustitución de los quitrines por los vehículos de hojalata, con la horrenda invasión de la luz eléctrica. Con todo, piensa que las habaneras aún conservan mucho de su encanto. Y lo podrán seguir manteniendo mientras no llegue a la Isla el absoluto desastre del vecino del norte.

Considera detestable la arbitraria imposición de estúpidos hábitos extranjeros. Algo de eso, comenta Hergesheimer, empezaba a ocurrir en La Habana. Un ejemplo de la nefasta influencia de los cafés de Broadway es para él el de un camarero cosmopolita, que ansioso de que termine su trago y deje la mesa libre, se lo hace saber con su impertinente presencia, ignorando las reglas de la tradicional cortesía. Pero a pesar de que vino a nuestra capital un poco tarde, se siente feliz de haberla conocido cuando lo hizo, al igual que se alegra de haber visitado Venecia antes de la caída de Campineli y los Highlands de Virginia cuando aún no habían sido modernizados.

Cuando comienza a preparar el regreso a Estados Unidos, Hergesheimer se da cuenta de que le queda una sola cosa que desea cumplir: ver bailar danzón en el Teatro Nacional. Para ir, se pone un traje oscuro, pues le aconsejaron que era deseable no llamar innecesariamente la atención. Cuenta que le asombra una señora madura que bailó sin descansar durante 1 hora y 50 minutos. Se refiere también a un señor mayor que baila solo. Su agilidad es increíble e hizo que pronto se formase un círculo de curiosos alrededor suyo. Y dice que a medida que aumentaban los aplausos de los admiradores, su baile fue haciéndose más frenético.

Recuerda que realizó el trayecto a Key West en un barco de vapor, y que hacía un calor salvaje. Entre los pasajeros iba un grupo de jóvenes marines que regresaban de Camagüey. Se va de La Habana con una buena provisión de tabacos, aunque no Larrañaga, sino Corona. Admite, no obstante, que fuera de la Isla no van a saber igual, pues con el cambio de clima se deterioran. Ron Bacardí no compró, pues era fácil de conseguir en Estados Unidos. Donde él vive, además, no hay limones frescos, un ingrediente sin el cual el daiquirí no posee su inimitable sabor. Mas lo que de veras va a extrañar es la atmósfera de esa ciudad singularmente adorable, su alegre urbanidad, su festiva luminosidad, su libertad temporal, la viveza de las impresiones que provoca en él. En muchos sentidos, La Habana representa un oasis en medio de la aridez de la pasión moderna por reformarlo todo, algo que se iba propagando día a día.

Como recuerdos más entrañables de su estancia, se lleva el aroma de los tabacos, los atardeceres habaneros ("era fascinante sentarse simplemente a mirar esa salpicadura cromática, el color violento que se alternaba con el atardecer, lo cual bastaba para rendir la mente a las sugestiones"), el agradable Café Telégrafo, el sabor de los daiquiríes ("La Habana es una ciudad donde la elección de un cóctel estaba investida de gravedad"), el cálido tramo de luz solar que, al caer la tarde, hallaba la manera de llegar hasta la calle Obispo. Afirma que no tiene nada que ver con esos turistas que vuelven a Miami vociferando sus conocimientos sobre Cuba y con las maletas llenas de souvenirs (perfumes franceses, manteles de las Islas Canarias). Tampoco es uno de esos comerciantes de azúcar que hablan de la Isla como si se tratase de una estancia de la cual ellos fueran los propietarios.

Al final de su libro, Hergesheimer expresa que no puede determinar qué vio realmente y qué es un simple reflejo de sí mismo. Tampoco puede precisar si ha visto la ciudad de modo objetivo, dado que su actitud hacia ella ha sido tan personal. Sus impresiones se componen así tanto de lo que allí experimentó como de los pensamientos y reflexiones que esas vivencias suscitaron en él. Dice que cuando era joven, buscó en vano una Habana perpetua, sin esperar nada más. Ahora, cuando su juventud se ha esfumado, encontró la materialización de aquel sueño. Mas como casi siempre ocurre, el hallazgo le llegó demasiado tarde. No podía quedarse allí, pues su tiempo de disfrutar de la encantadora independencia y la posesión de los incontables días había concluido.

El poeta español José Luis García Martín afirma que, al igual que ocurre con las fotografías, los libros de viajes ganan con el tiempo. Se cumple a plenitud con San Cristóbal de La Habana, un hermoso texto cuya lectura, ochenta y tantos años después de que se publicara, es una experiencia grata y enriquecedora.


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