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La penumbra festiva de “Fuácata”

Raúl Ortega Alfonso ha escrito un manifiesto de la decepción

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Fuácata: Interjección propia del habla cubana que se usa cuando los bebedores de ron se dan un trago de sopetón, así sin miramientos, de un solo golpe: el ebrio grita: ¡fuácata! Darse un fuacatazo: empinarse sin miramiento de la copa y tragar el líquido —el aguardiente áspero y tibio— de un solo trancazo. De ahí que se diga “me voy a dar unos palos: un leñazo, un golpe, un estacazo, un trastazo, un batacazo… Estar en la fuácata: padecer escasez de recursos económicos. “Fulano es un fuácata”: individuo cobarde, no confiable, blando, de lengua fácil: delator, mal amigo.

Cuando leí, todavía en manuscrito, los folios de Fuácata, del poeta Raúl Ortega Alfonso (La Habana, 1960), que Editorial Terracota —Colección La Escritura Invisible— pone hoy en circulación, confieso que más de una vez, yo que casi no tomo alcohol, tuve que levantarme hasta la cocina y darme unos trancazos de una botella de Guayabita del Pinar que compartía espacio en la alacena entre los vinagres, el aceite y el vino seco para los frijoles negros. Estaba leyendo, y una excesiva acrimonia y desbordada antífona, en las que no caben crestas de ilusión, asediaba mis pupilas: ante semejante panorama de la tierra natal, puntualizado con precisión por las voces narrativas de la novela, no había mejor remedio que unos fuacatazos para olvidar penurias y soportar la orfandad.

Raúl Ortega Alfonso ha escrito un manifiesto de la decepción. Páginas espejeantes de abrasadoras tonalidades siempre en los bordes, en la sima, en los desbarrancaderos del dolor. Crónica festiva en tinieblas procaces que se suscribe en lienzo de figuración sombría. Viaje por atracaderos en los que se ha perdido toda posibilidad de ensueño. Los personajes de este microcosmos viven al día, tratando de escapar para sobrevivir en medio del acuciante desaliento.

Espacio: la destilería del famoso ron Havana Club de Santa Cruz del Norte, pueblito costero cercano a La Habana, Reparto Alamar, Playas del este. Tiempo: Años noventa, caída del Muro de Berlín: derrumbe de la Unión Soviética, Periodo Especial en tiempo de paz. Personajes: el poeta, María, Jorgito Francia, los Negrones, Juanita Patabierta, Daría (hija pequeña de María), Mayito (químico de la ronera), Isis (ingeniera de la destilería, objeto de deseo de Jorgito Francia), el Gallego, vigilantes de la fábrica, la Ambulancia Sexual…

La ronera, eficaz rememoración metonímica de la Cuba de los años 90. Ortega Alfonso ha sabido transponer las encrucijadas de una nación en crisis a los resquicios y embozos de una caravana de seres que se miran en los fulgores del espejo y saben que todo está perdido. Asediadas criaturas que se ven forzadas a permutar virtudes por una caneca de aguardiente.

Tres inflexiones, poeta-María-Jorgito Francia, diseñan la cartografía enunciativa de la trama en una suerte de avenencia triangular en la que la relación autor-narrador se proyecta en bocetos de vigorosa hipotiposis, es decir, Ortega Alfonso logra describir los hechos con peculiar fuerza iconográfica rebosada de matices y plasticidad coloquial efectiva. Los actos dramáticos van más allá de cualquier artificio. Los personajes de Fuácata son reconocibles, más que todo, por su alucinada representatividad. Lo que sucede en la ronera recrea contingencias grabadas en la memoria colectiva de la Isla.

Tres alocuciones en primera persona que recuerdan el célebre postulado del poeta británico Philip Larkin, quien decía que “un relator en primera persona no es más que un yo que hace como que soy yo”. La escritura del autor de Acta común de nacimiento provoca siempre la pregunta de hasta dónde llegan las fronteras entre lo biográfico y la ficción. En el poema “Autorretrato” de Sin grasa y con arena confiesa que “Un poeta es aquel que envidia un buen verso o la mujer del amigo. Un poeta es aquel que se alegra de la muerte del otro y lo escribe”. Y en un fragmento de la novela que nos congrega expone: “…también uno se puede emborrachar con palabras…”. Fuácata está delineada en fragores sinuosos: arenga extraviada de un yo que hace como que soy yo.

Cuando al novelista colombiano Fernando Vallejo le preguntaron: “Maestro, dígame una cosa: ¿cuando usted dice yo en sus novelas es usted?”, dicen que el autor de El fuegosecreto contestó tranquilamente: “No, ese yo es un invento mío. Como yo. Yo también me inventé”. Alfonso es un fabulador que sabe desplegarse: el contrapunteo tramado aquí entre el habla del poeta y los soliloquios de María forma parte del entramado estratégico de un narrador que tiene como propósito, desde su poemario Con mi voz de mujer, feminizar al yo masculino. “Oscuro será siempre el hombre que no sepa que la luz está hecha de mujer”, proclama el poeta en el primer capítulo de este expediente de la frustración.

Indiscutible la presencia biográfica en las planas de Fuácata; pero cuidado: la ronera que deletreamos aquí es real en tanto estalla en los cimientos simbólicos del pujante contador de historia que es Ortega Alfonso. Trazos autobiográficos, sí; pero, bosquejados desde los estrépitos del testimonio colectivo. Relato coral a ritmo de mambo triste, jam session de estridentes trompetas y amargo son montuno de bordón rabioso.

Siempre he creído que un buen contador de historia es, más que todo, un ilusionista, un nigromante que embelesa al lector y lo convence. Chejov lo supo hacer muy bien cuando nos cuenta el adulterio del aburrido Gúrov y la ociosa Ana en un balneario de Yalta del Mar Negro. Estoy hablando de La dama del perrito. El escritor ruso nos enseñó que la verdadera fabulación se sustenta, no en tanteos conflictivos convencionales, sino en el hilvane exacto y acompasado que brota de la alucinación que persiguen las caretas que él ha creado: sus personajes. Fuácata es el almanaque, el diario, de una quimera: el poeta roba litros de ron para después venderlo en el mercado negro habanero, por una sola razón, quiere comprar una casa para compartirla con María. Casa utópica que el fuego devora. Recuerden el final del cuento de Chejov: “Ambos veían, sin embargo, claramente que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar”. Sacrificio figurativo de cierta ironía isotópica: Bayamos es la hipérbole que mejor define los azares siempre zozobrados de la Isla. “Métele candela, Poeta, métele candela. Y apareció la llama de una jodida vez”, termina la novela bajo la modulación triangular de María-poeta-Jorgito Francia.

La muerte de Jorgito Francia es la derrota del poeta. La partida de Daría, la hija menor de María, hacia Estados Unidos, trasnominación del destino de los habitantes de una isla que el mar carcome. En este sentido, la novela trastoca la semántica sosegada de Lezama Lima/Juan Ramón Jiménez de la insularidad. Espejo que se precisa en el agua, para el autor de Paradiso; isla en peso / maldita circunstancias del agua por todas partes, para Virgilio Piñera.

Estamos en presencia de un poema embozado en forma de novela. Fuácata, continuidad y epítome de la obra poetica del autor de La Memoria de queso. “El trópico salta y su chorro invade mi cabeza / pegada duramente contra la costra de la noche”, pregona Piñera. Pústula, postilla, escara, corteza, cáscara, capa que cubre la piel de “los cuerpos en la misteriosa llovizna tropical, / en la llovizna diurna, en la llovizna nocturna, / siempre en la llovizna”, puntualiza el autor de Electra Garrigó. Ortega Alfonso pone frente a nosotros un acta de avenencia con el encierro: el acoso ha sido nuestra única reconciliación.

La comitiva de personajes, que desfilan por las páginas de Fuácata, vive atosigada. No hay puertas, no hay ranuras, no hay resquicio: solo el mar. Derrota y conmiseración. Desaliento y quebranto. “Cada hombre comiendo fragmentos de la isla, /cada hombre devorando los frutos, las piedras y el excremento / nutridor, / cada hombre mordiendo el sitio dejado por su sombra, / cada hombre lanzando dentelladas en el vacío donde el sol se / acostumbra, / cada hombre, abriendo su boca como una cisterna, embalsa el / agua / del mar”, otra vez Piñera.

Cartabón dramático (Poeta-María-Jorgito Francia) punzante. Líneas circulares que bosquejan un collage de voces en colisión permanente. María, la gnosis del poeta; Jorgito Francia, su dialéctica desde la competencia protagónica. Fuácata o una expedición de caos recurrentes marcada por las barricadas del presente. Pasado y futuro, vértices de un triángulo de agridulce concordia. Historia de amor que se bifurca en necrología de angustiosa costura. Fábula que aborda situaciones latentes y actuales de Cuba con verdadero tino narrativo y acusada prosa de proporción poetica delirante. “Estamos pataleando en la cloaca, algo tenemos que hacer para que todos podamos salir de ella”, comenta el poeta.

Penumbra festiva. Vendimia en la incertidumbre. Zozobra desbordada por la ofuscación. Ron amargo destilado en las concordias de la ira. “La zafra: el manicomio verde, el manicomio de hojas afiladas.” Fábrica-isla. Isla devoradora. El mar, un abraso. “La ronera era como un enorme pulpo que incrustaba su venenosa tinta en las entrañas del agua”, palabras del poeta, uno de los personajes más instigadores y tristes de la narrativa cubana contemporánea. Fuácata, excitante parábola de ese oxímoron/eufemismo que la dictadura castrista llamó: “Periodo Especial en Tiempo de Paz”.

(Texto leído en la presentación de Fuácata, el jueves 27 de septiembre pasado en la Librería Gandhi de la capital mexicana).

Minutos antes del evento en el que se dio a conocer la edición, conversé con el autor de Fuácata en una pequeña oficina de la librería Gandhi: entrevista que pongo a disposición de los lectores de CUBAENCUENTRO.

En la última página de Fuácata aparece la fecha de 1994, Alamar, La Habana. ¿Cómo nace la idea de esta novela y por qué tardaste tantos años en publicarla?

Raúl Ortega Alfonso (ROA): Yo estudiaba en Cuba una especialidad ¾ya me había graduado de técnico¾ que se llamaba Ingeniería en Termoenergética; había publicado mi primer libro de poemas, y sabía que nunca iba a ser ingeniero. Mientras trabajaba por las noches como escritor y director de programas en la emisora Radio Ciudad de La Habana ¾junto a poetas de la talla como Ramoncito Fernández-Larrea, Sigfredo Ariel, Alberto Rodríguez Tosca…¾, conseguí una plaza de químico en la fábrica de ron Havana Club de Santa Cruz del Norte, específicamente, en el tratamiento de las aguas que se utilizan para la fabricación de ron, que es muy similar al líquido tratado que se utiliza para generar la energía eléctrica a partir del vapor.

Había entrado casi sin proponérmelo a un mundo que nada tenía que ver con esas postales turísticas donde aún se anuncia el famoso ron Havana Club. Después de esta experiencia —casi traumática por todo lo que descubrí en esa fábrica durante varios años—, me di a la tarea de teclear en una Olivetti que le faltaban varias letras, el primer manuscrito de esta historia la cual terminé en 1994.

En 1995 llegué a México con tres poemarios inéditos bajo el brazo y Fuácata, que se quedó por ahí, entre mis papeles, esperando por el juicio del tiempo. Todo exiliado necesita una pausa para readaptarse a su nuevo hábitat; no olvidar que en la Isla vivíamos en el paleolítico en relación con el mundo exterior.

Mientras publicaba los poemarios y escribía una nueva novela (me levantaba a las cinco de la mañana, trabajaba dos horas, y después salía a ganarme el pan hasta las ocho o las nueve de la noche), en 1998 tracé la segunda versión de Fuácata que fue leída y criticada por el poeta Félix Luis Viera, quien me dijo: “Vuélvela a escribir”: le hice caso: y quedó en los vapores invisibles de un disco duro una nueva versión. Llegó el auge de la literatura cubana en el exilio con nombres que abrieron un camino —como la poeta y escritora Zoé Valdés—, pero que también cerraron un ciclo. Ya las grandes editoriales nada querían saber sobre la literatura cubana, y mucho menos si estaba escrita por los exiliados. El mundo se negaba, y aún se niega en aceptar la debacle de sus sueños en relación con Cuba.

Fuácata seguía ahí haciendo antesala en mi aliento crítico. Ya estaba trabajada, revisada por el poeta Félix Luis y varios amigos la habían leído. Mi miedo era que no quería repetirme: el tema olía rancio, y muchos escritores del exilio y de la Isla habían abordado el tema del Periodo Especial de los años 90. Preferí el aguardo y fomentar la confianza en esos folios.

¿Ésa fue la novela que quedó entre las cuatro finalistas en el premio Herralde de Novela en 1998, cuando el chileno Roberto Bolaños obtuvo el premio con Los detectives salvajes?

ROA: No, tú te refieres a El túnel de la mentira, que se desarrolla en México y viene siendo la tercera novela de una trilogía que encabeza Fuácata. La otra se llama Salón para menstruar en paz, también inédita. Todavía guardo la carta del editor Jorge Herralde en la que me decía que solo se publicaría el premio, y la finalista, que en este caso era A bordo del naufragio, de Alberto Olmos. Y para no abusar del lector con tanta trova, ahí quedó Fuácata, casi en el olvido por parte mía. Un amigo me habló de la existencia de la editorial independiente Terracota y me aconsejó que mandara algo. A principio de 2012 la envié: a las dos semanas me contestó el editor diciéndome que la publicaría.

Veo a la fábrica de Ron Havana Club como una metáfora de la Isla a partir de personajes muy representativos de los diferentes entornos sociales de la Cuba actual. ¿Fue tu propósito conformar un paralelismo entre esos personajes y los habitantes de la Isla?

ROA: En mi caso escribo casi siempre sin un propósito, y los personajes van surgiendo según me los pide la historia que voy contando. No existe tal paralelismo porque los personajes de la novela que interactúan dentro del espacio ficcional son los mismos que sobreviven en el entorno social de la Isla. Los pequeños desastres se suman con sus peculiaridades para dar forma al desastre mayor, que es uno solo, generado por uno solo, o para decirlo mejor: generado por una dinastía.

La Isla rodeada de mar, la ronera también cercada por el mar. Veo una suerte de relación alegórica fábrica-isla-fábrica: un círculo cerrado que acosa a los personajes. ¿No se asoma también, por la odisea de Fuácata, el rostro afilado de Virgilio Piñera y su Isla en peso?

ROA: Ojalá, qué más quisiera yo que por ahí me acompañara el gran Virgilio. La isla en peso es un peso con el cual debemos cargar, orgullosos, todos aquellos que intentamos hablar de una isla dentro de otra isla o de la alambrada de agua que nos circunda. La ronera como trampa, dentro de la isla trampa, rodeada de la ratonera en la que también convirtieron el mar. Te repito, no fue mi propósito; pero, sí, tienes razón. Se ve el laberinto, redondo, sin salida. El “caimán” obligado a morderse la cola, y el ojo piñeriano atento, reclamando su vaticinio. Si tú ves la presencia de Virgilio, yo me siento alabado. Qué bueno que sean los retumbos del autor de Cuentos Fríos y no la de otros impostores literarios, policías culturales del régimen.

Tres voces narrativas en primera persona. Percibo un triángulo dramático en el que María es la conciencia del Poeta, y Jorgito Francia su contraposición dialéctica. Explícame cómo lograste esta configuración triangular de voces.

ROA: Es muy sencilla esta triangulación, si partimos de que yo comparto las premisas narrativas de un escritor como el colombiano Fernando Vallejo, a quien admiro, además. Pienso que la fuerza testimonial de la primera persona es insuperable. En mi caso, esos tres planos narrativos no coinciden sino que brotan de un mismo narrador-autor. Yo, sobre todo, quiero ser María; pero, también soy el poeta, y a la misma vez soy Jorgito Francia: quizás, una sola tubería con tres válvulas (utilizo un símil que me recuerda mis fracasados estudios de ingeniería).

¿Qué tanto hay de autobiográfico en Fuácata?

ROA: Mucho, si tenemos en cuenta que fui protagonista de varias de las “aventuras” que ahí se narran. La novela, además de a mi padre, está dedicada a dos poetas: Adalberto Guerra, quien también compartió conmigo estas vivencias —un poeta espléndido que ahora vive en Miami—, y a Carlos Augusto Alfonso, otro que fue el motor, el chispazo, el que me dijo: escríbela, y que aún sobrevive en la Isla, fiel a los atracaderos del verso, que es la manera más digna de subsistir que tiene un poeta en medio de aquel triste albañar.

¿Dónde te sientes mejor en la poesía o en la narrativa?

ROA: Siempre seré un poeta que relata, que novela, y no lo considero un defecto aunque para muchos lo sea. La novela es una extensión de mi poética. Meto en mis novelas todo lo que no cupo en el poema. Grandes narradores fueron poetas en sus inicios: James Joyce, no tan buen poeta como narrador; Malcolm Lowry: tan buen poeta como narrador. La novela sin la poesía no existiría. No solo porque se utilice la hipálage, el símil o la metonimia. Creo que la intención del poeta confluye con los propósitos del narrador: pienso en Rulfo. Pero, qué gran poema épico es El viejo y el mar, de un escritor tan palco en metáforas. Uno de los mejores versos en la poesía de lengua inglesa sobre la muerte, lo leí en Trópico de Capricornio: estoy acostado como una estrella enferma esperando que se extinga la luz; sin embargo, Henry Miller era un poeta bastante predecible y presuntuoso.

Veo en tu novela una historia de amor y también una crónica de la decepción. Amor y desencanto en un contexto de represión y orfandad. ¿Eran esos tus objetivos? ¿Eres de los que piensan que la literatura puede ayudar a resolver la encrucijada en la que se encuentra la sociedad cubana actual?

ROA: La primera pregunta te la voy a contestar con una sentencia del personaje femenino (María) cuando le dice al Poeta: en esta isla se ama despidiendo a la gente. En cuanto a tu segunda pregunta, no creo que la literatura pueda servir de algo a estas alturas; pero sí, que necesitamos reunir el aullido para pensar que, aunque roncos, alguien, al fin, nos va a escuchar. Y te voy a poner un ejemplo que quizás no venga al caso, pero pienso que sí: yo le estaré siempre agradecido a México que me abrió las puertas sin preguntarme nada, y eso es muy importante, que uno toque en medio de la orfandad, y alguien te abra la puerta sin preguntas; te sientes como si de verdad fueras un ser humano.

Y agradecer es lo único que puede evitar que el rencor se te convierta en odio. Como ya te dije, agradecido de México y de los mexicanos. Pero cuando escucho que los cubanos que huyen de la Isla llegan a las costas de aquí, y son timados, vejados, avasallados y después proscritos por el Gobierno mexicano que se hace el sordo, olvidadizo de que su país también es una nación de emigrantes, entonces dudo de mi gratitud.

Me pongo la mano sobre el pecho y siento cómo sobresale el aguijón del odio. Si alguien me preguntara ahora mismo (tú, no: sé cómo piensas) que si en la Isla hay una dictadura, yo le diría que no, que la hubo, que campeó por su respeto durante cincuenta años, pero en estos momentos lo que existe es la aberración del poder, el gozo que provoca el cinismo de destruirlo todo: el país y sus habitantes. Creo que hay pocos ejemplos de gobernabilidad en la historia, donde una dinastía se haya regodeado tanto con la humillación y el desprecio hacia sus gobernados. Si Fuácata fuera capaz de ayudar a que termine esta pesadilla, me sentiría bien, pero lo dudo. Ya pertenezco al bando de los pesimistas.

La presentación está a punto de comenzar. El auditorio de la Librería Gandhi está repleto de amigos. Afuera un torrencial aguacero acosa la ciudad. Jueves, la anochecida es un presagio de festividad en el que la nostalgia se acurruca en los ojos de Raúl Ortega Alfonso. Entramos al recinto, en el audio suena a todo volumen el Lamento cubano ejecutado por Bebo Valdés, Cachao López y Patato Valdés. “Qué música tan triste y festiva a la vez… Estoy seguro que tú la trajiste, Carlitos…”, comentó el poeta extrañado. “La organizadora me pidió música cubana para ambientar el acto de presentación; busqué entre los discos de la casa, y no encontré mejor tema que este de Eliseo Grenet”, le dije.


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