La poesía es comunicación (I)
Esta semana se cumplen dos décadas del fallecimiento de Heberto Padilla, un excelente poeta al que le tocó la suerte ingrata de ser valorado más en términos políticos o históricos que propiamente literarios
En el julio de 2002, Leonardo Rodríguez publicó en la revista Letras Libres un artículo del cual reproduzco este párrafo: “Es melancólico, por no decir deplorable, que el destino de un poeta sea valorado más en términos políticos o históricos que propiamente poéticos. A Heberto Padilla le ha tocado en suerte esa ingrata valoración, mucho antes por cierto de su reciente muerte. Cuando alguien lo entrevistaba o se refería a él, era inevitable el comentario acerca de aquella ridícula y degradante escaramuza del gobierno castrista que fue encarcelarlo por una supuesta, impuesta traición a la patria: emitir opiniones y críticas adversas al «proceso», de modo velado (¿desvelado?) en sus poemas y de forma dizque alevosa entre visitantes”.
Hay varios casos similares al del escritor cubano: el de Vladimir Nabokov con Lolita, el de Boris Pasternak con Doctor Zhivago, para mencionar dos de los más conocidos. Pero me atrevo a afirmar que en ninguno los avatares extraliterarios suscitados alrededor de un libro pesaron tanto como en Heberto Padilla (Puerta de Golpe, 1932-Auburn, 2000). Al referirse a su poemario Fuera del juego, lo caracterizaba con razón más que sobrada como “mi dogal inmediato, mi estigma”. En un artículo aparecido en El Nuevo Herald, Lourdes Gil cuenta que en 1995 un profesor que regresaba de Venecia le comentó que en la biblioteca de la universidad de esa ciudad contaban con un solo libro de literatura cubana: Fuera del juego. Y apunta:
“Se lo conté a Heberto, pensando que lo halagaría. Lo tomó con resignación y pesadumbre. «Es muy lamentable», me dijo, «porque ese libro no está allí por un interés en la literatura cubana, sino por la política». La política le hostigó siempre, en Cuba y en el exilio. Penetró en la hendija de las universidades donde enseñaba, en las editoriales que le publicaban; se introdujo en el ámbito privado de su casa. Porque la política, como escribió él, «hacía añicos nuestra tradición de vida, desgarraba el mundo familiar»”.
Era un gran poeta, y ya con su segundo libro logró que se le presentara como “una de las aportaciones más importantes que se hayan hecho a la lírica cubana”. Esa calidad la confirmó y la mantuvo en los títulos posteriores. Pero para muchos Padilla solo es el escritor que protagonizó el caso asociado a su nombre. La atención ha quedado totalmente absorbida por unos hechos que hicieron correr mucha tinta, y el escándalo político relegó por completo el poemario que fue su detonante.
El anecdotario e incluso la trayectoria biográfica de un escritor o de un artista no deben eclipsar lo que realmente cuenta de ambos: su obra. Puesto que esta semana se han cumplido dos décadas del fallecimiento de Padilla, me ha parecido que el mejor modo de recordarle y rendirle tributo es a través de una mirada a su producción poética, un acercamiento con independencia de las circunstancias extraliterarias y subsidiarias. Completan su bibliografía dos títulos en prosa: la novela En mi jardín pastan los héroes (1983) y el testimonio autobiográfico La mala memoria (1989).
Padilla estaba saliendo de la adolescencia cuando dio a conocer el cuaderno Las rosas audaces (1948), escrito entre los catorce y los quince años y que no consideraba parte de su obra. En su mayor parte está integrado por sonetos, y lo editó estimulado por su hermana Martha, quien había publicado el poemario Comitiva al crepúsculo. Como comentó él en alguna entrevista, fue en torno a ella que surgieron sus primeras inquietudes literarias. Sus siguientes textos los escribió en Estados Unidos, donde residió entre 1949 y 1952 y 1956 y 1959.
Su estancia en ese país lo puso en contacto con la poesía que se escribía en inglés por esos años y despertó su afición por la literatura anglosajona. Pudo leer así a T.S. Eliot, W.H. Auden, Robert Lowell, Ezra Pound, Wallace Stevens, Ted Hughes, William Carlos Williams, Dylan Thomas. A los tres primeros los identificó como sus maestros, como los modelos que seguía, y en varios textos dejó plasmada su admiración por ellos. Gustavo Pérez Firmat ha hecho notar que en un artículo para El Nuevo Herald Padilla recordó haber asistido a una concurrida lectura de Eliot en la Universidad de Columbia, y menciona que cuando era un adolescente repetía un verso de La tierra baldía: “como quien se endroga”. Y años después, en un poema alude a su arresto y encarcelamiento parodiando el conocido inicio de esa obra: “Entre marzo y abril está mi mes más cruel”. A esos ejemplos podemos agregar que el propio escritor confesó que durante su etapa en Estados Unidos hizo traducciones de algunos de esos autores, entre ellos la de Anábasis de Saint John Perse (desde joven, aparte del inglés, dominaba el francés).
Un coloquialismo de un sostenido brío lírico
La lectura de esos escritores tuvo una influencia decisiva en su obra. En primer lugar, le sirvió como antídoto para liberarse del reinado de la metáfora y las alusiones oblicuas, “esperpentos” y “meros indicios del poema” que, como él reconoció, esclavizaron su etapa adolescente. Aplicaba el criterio de Eliot, quien sostenía que la madurez del poeta empieza cuando se despoja de los estilos adquiridos con las admiraciones literarias de la adolescencia.
En La mala memoria, se refiere a Lowell y Hughes y expresa: “Ambos me sirvieron para sostener mi idea de que la poesía no debe estar sometida a la abstracción y al encabalgamiento sistemático de metáforas que tiranizan la poética en lengua española. El gongorismo es un discurso totalitario, impuesto por la llamada Generación del 27 que quiso dar, tardíamente, una respuesta hispánica al movimiento surrealista francés”. Y expresa que su frecuentación de las obras de Auden, Lowell y Eliot lo llevó “al estudio de la literatura en lengua inglesa, tan hostil al lujo de la nuestra”.
En 1962 publicó El justo tiempo humano, que contiene más de una treintena de textos. Representaban el fruto de su faena creativa desde que apareció su cuaderno adolescente. Si este no pasaba de acumular los titubeos de un principiante sin apenas lecturas, este libro marcó la llegada de un poeta poseedor de una voz propia e inconfundible, que se distinguía de las de los demás integrantes de su generación, la llamada del 50. Eso lo advirtió el poeta español José Agustín Goytisolo, quien en el prólogo a su antología Nueva poesía cubana (1972) escribió: “Entre los poetas del grupo destaca de forma singular Heberto Padilla, que en 1962 recogió una extraordinaria selección de sus poemas escritos a lo largo de diez años de peregrinar por diversos países: El justo tiempo humano. Sus poemas, muy cuidados y con perfecta dosificación de medios expresivos, incorporan a la literatura cubana una sobriamente asimilada influencia de la poesía contemporánea, especialmente la de lengua inglesa”.
Padilla se incorpora a la dicción coloquial que, a partir de la década de los 60, comienza a ser la corriente dominante en los poetas de su generación. Pero el suyo es un coloquialismo de notable calidad, de un sostenido brío lírico y una austera elegancia, que no descuida la elaboración del lenguaje. Esto último se traduce en una palabra rigurosa, reposada, que mantiene la cadencia de la lengua oral. Esas cualidades de su escritura se ponen de manifiesto ya en “Dones”, que abre el libro y que figura entre sus poemas más logrados: “No te fue dado el tiempo del amor/ ni el tiempo de la calma. No pudiste leer/ el claro libro de que te hablaron tus abuelos./ Un viento de furia te meció desde niño/ un aire de primavera destrozada./ ¿Qué viste cuando tus ojos buscaron el pabellón/ despejado? ¿Quiénes te recibieron/ cuando esperabas la alegría? ¿Qué mano tempestuosa te asió cuando extendiste/ el cuerpo hacia la vida?”.
Padilla se remite a la iconografía de la memoria y en varios poemas se esboza un fuerte legado de la infancia. Esos recuerdos no los exterioriza de modo explícito, sino que están subyacentes en el discurso de una voz intimista, y a menudo adoptan la apariencia de escenas bucólicas. Como en “Puerta de Golpe”, que a continuación reproduzco: “Me contaba mi madre/ que aquel pueblo corría como un niño/ hasta perderse;/ que era como un incienso/ aquel aire de huir/ y estremecer los huesos hasta el llanto;/ que ella lo fue dejando,/ perdido entre los trenes y los álamos,/ clavado siempre/ entre la luz y el viento”.
Están también sus andanzas de viajero impenitente, que se plasman en páginas como “Hamburgo”, “Londres” y “Andaba yo por Grecia”, así como “En la tumba de Dylan Thomas”, su homenaje al poeta británico. En la segunda sección del libro, Rondas y poemas para los niños desconsolados de Occidente, aparecen reunidos varios poemas que recrean conocidas composiciones para niños. Están permeados de un profundo pesimismo y traslucen una visión desilusionada del mundo. Asimismo, en el tercer bloque el poeta paga el peaje a las circunstancias históricas y recoge textos como “Pancarta para 1960”, “Playa Girón”, “Como un animal”, “Ahora que estás de vuelta”, “Canción”, “El árbol”, en los cuales expresa su entusiasmo por la revolución y su convicción en que “el justo tiempo humano va a nacer”.
En opinión del crítico inglés J.M. Cohen, “Infancia de William Blake” es el poema más grandioso de Padilla. A eso cabe añadir que no debe faltar en cualquier antología de la poesía cubana que se precie de rigurosa. Es un poema en once cantos, en el cual su autor halla en Blake un mentor y un interlocutor con quien dialogar. Para Marcelo Cohen, resulta llamativo que en un texto tan temprano su autor dejaba traslucir que en el mundo de hoy ya no existe la posibilidad del visionario, el bardo, el trasmisor de algo sagrado. Padilla, por su parte, comentó que “Infancia de William Blake” se ha convertido, aunque él no lo deseara, “en una especie de poética, de modo de ver la historia que me tocó vivir. En ese poema hay un diálogo entre dos personas, la voluntad de hacer vivir a Blake la experiencia del siglo XX (…) Él también vivió un deslumbramiento, el de la Revolución Francesa, y también vio gérmenes a veces negativos que esa revolución acarreaba independientemente de las tantas cosas positivas que trajo”.
Lo que más impone de El justo tiempo humano, escribió José Mario, “es su sinceridad. La fuerza de su argumentación viva, sentida”. Es además un libro recorrido por una sensibilidad intensamente humana, en el que un espíritu atormentado e inconforme se expone, expresa lo que siente. Lo hace a través de una poesía eminentemente narrativa y visual, que apuesta por la austeridad y la claridad. Conviene hacer notar, no obstante, que ese estilo claro a primera vista puede dar una falsa apariencia de sencillez. Pero una segunda lectura revela su complejidad temática. Con aquel poemario, Padilla concursó en 1962 en el Premio Casa de las Américas, en el que obtuvo la única mención. El jurado prefirió conceder el galardón a Por esta libertad, de Fayad Jamís. Tras la primera edición, el libro tuvo una segunda en 1964.
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