Mario para sus amigos
Anoche estuve repasando las fotos. Son instantes grabados de la amistad origenista. Mario era el alevín, el más joven de aquel grupo de amigos que se conciliaba en torno a la figura de Lezama Lima.
En todas las fotos aparece Mario, sonriente y sereno. De entre nosotros se han ido desprendiendo algunos de los rostros queridos del convivio: Lezama, Baquero, Eliseo, Orbón, Rodríguez Santos, Cleva, Mariano…
Ayer, Mario fundió su rostro en la iluminada transparencia de los que ya no están con nosotros. El convivio, tal como lo recoge la foto, parece disgregarse de manera lenta e irrefutable; sin embargo, yo sé que el tránsito los aduna nuevamente, y que el noble humor, la inteligente sentencia, el paladeo de las palabras se recomponen en el renovado goce de la amistad y el fervor.
Yo no voy a hacer el elogio de Mario ante sus amigos. Cada uno de nosotros, estoy seguro, gozó en más de una ocasión de la simpatía y de la amistad de Mario; cada uno de nosotros tuvo más de una razón para quererlo. Cada uno de nosotros se benefició de su inteligencia y, en cada uno de nosotros depositó una verdad, despejó una duda, inició una inquietud.
Porque la manera de Mario de estar en el mundo tuvo mucho que ver con la caridad; es decir, con la generosidad y la solidaridad, y nunca tuvo reparos en compartir su mucho saber.
Mario gozaba con sus amigos al desgranar ante y, sobre todo, para ellos una sabiduría amplia y lentamente organizada, que no acumulada. Y lo hacía con la serenidad y el humor de quien comenta un suceso cotidiano. Lejos de Mario la soberbia y la obturada complacencia del profesor adocenado.
Mario ejercía una docencia existencial que regalaba a sus amigos. Quizás en el fervor de esta sustanciosa oralidad haya quedado lo más raigal de su saber.
Todos sabemos de la nobleza con que resistió a la adversidad del exilio y a la inclemencia de la enfermedad; todos conocimos esa manera suya de vivir en el cristianismo, profunda y discreta, tolerante y piadosa.
Y es que para Mario, como le gustaba repetir, era más importante el ser que el estar, y en el ejercicio de esa mismidad profundamente arraigada jamás se traicionó.
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