Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Osvaldo Farrés, Música, Música cubana

Mi padrino Osvaldo Farrés

Cuba siempre fue una tierra de grandes talentos musicales naturales, sin escuela ni preparación, solo “de oído”

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Para Rafael Saumell, por las mismas razones de siempre...

“En el mar”, donde —por supuesto— “la vida es más sabrosa”, es para todo el mundo una melodía vinculada con muchos momentos entrañables, pero para mí, en especial, es una canción de cuna. Su autor era mi “padrino” Osvaldo Farrés, y solía tararearla o cantarla cuando lo veía, generalmente en compañía de mi tío Manolo, dueño de la tintorería “Norton” en la Calle I en El Vedado, junto a la casa de mis abuelos donde vivíamos en mi primera infancia. Él residía con su adorada Josefina del Peso (“su eterna noviecita”) en la esquina, a la vuelta de Calzada, y mi tío —simpático, elegante, joven y guapo— era uno de sus mejores amigos “de farra”. Con frecuencia apostaban el trago en la bodega de la otra esquina, con el inconcebible nombre patriótico —siendo de unos gallegos— de “La Asamblea de La Yaya”, donde jugaban cubilete y dominó, entre “jaibols” y chicharroncitos de puerco, “para hacer boca”. A mí —para irme “preparando”— me servían Ginger Ale en un vaso idéntico al de ellos, acompañado de aceitunas “Joselito”, que el gallego sacaba de un frasco enorme de boca ancha. Así, yo estaba entre grandes y me sentía uno más. Mi tío Manolo no tuvo hijos varones, sólo tres primas mías —María de la Caridad, María Elena y María Cristina, en ese orden— y cuando murió mi tío, demasiado joven, amargado porque le hubieran quitado su tintorería (y por si fuera poco, más de 100 mil pesos que no se pudieron cambiar durante el famoso “canje”), ellas “se fueron al Norte” con su mamá, Fé, una mulata “muy lavadita” de hermosos ojos azules. Pero por ser varón y el hijo único de su hermano menor, era yo “el consentido”. Y, por tanto, también el de su mejor amigo, Osvaldo.

Mi papá, por su parte, tenía un gran amigo también en la farándula, Pepe Biondi (el del famoso “dúo cómico de Dick y Biondi”), al que una vez secuestraron los del “Directorio” camino a su programa en el Edificio Focsa, el 23 de Febrero de 1958, pues, como decían, “Cuba no debe reír” en ese momento... Por lo visto, tampoco después. Y pasado el tremendo trance, cuando “vino lo que vino”, Biondi se marchó velozmente a su país natal, Argentina, donde siguió trabajando con el gran Goar Mestre, el cubano Rey de la Televisión Hispanoamericana. Pero en ese tiempo todavía era uno de los mejores amigos de papá, y se iban a pasear en su “cola de pato” convertible, Plymouth, rojo, brillante y espectacular. Era “otra” Habana, no la de hoy, que ni memoria tiene y mejor que así sea, para que no le duela más. Cuando se ignora el pasado se acepta mejor el presente. Y la memoria —díganmelo a mí que por desgracia la tengo de elefante- puede hacer mucho daño.

En estos días, a propósito de George Gershwin, Alejandro Armengol escribió un sugestivo artículo —“Problemas rapsódicos”— donde enfrentó un tema complejo y enigmático: el genio musical y la técnica. El atinado texto despertó especiosos comentarios que, resumiendo un poco, se podrían sintetizar en una pregunta: El genio ¿se nace o se hace? Y eso me hizo recordar a mi padrino Osvaldo, el gran compositor cubano, el genio de Quemado de Güines, el autor de “Quizás, quizás, quizás”, pero quien no sabía nada de música: un pentagrama era para él como un códice en sánscrito antiguo. Pero tenía “algo”, ese “algo” que lo diferenciaba de los demás, y “le venían las canciones” de otro mundo, como si alguien se las musitara en el oído. Eso, díganle como quieran, es genio. Tenía un par de amigos que sí sabían de música y les tarareaba las melodías para que las trasladaran al papel pautado. Algo aún más sorprendente es que le venían juntas la música y la letra de las canciones, lo cual indicaba el perfecto acoplamiento entre ambas. Y apenas había estudiado.

Cerca de mi casa estaba una de las primeras pizzerías de La Habana, “Doña Rosina”, del italiano Luigi y su hijita Rosetta, que era mi “noviecita de manita sudada” (nuestros padres eran amigos). No habían muchas más pizzerías en la ciudad, que yo recuerde: “Montecatini” en El Vedado y “La Picola Italia” en Consulado. Después abrieron una frente al Edificio América, con el nombre “Gagarin”, pero no iban muchos clientes porque decían que las pizzas provocaban hepatitis. Pero en aquella época de mis recuerdos infantiles, si no estaba en “La Yaya” bebiendo un “jaibol”, Farrés se encontraba en “Doña Rosina” tomando un Campari.

Osvaldo Farrés (en realidad, Farré, pues era de origen catalán) y Vázquez, nació en Quemado de Güines (1902) y falleció en New Jersey (1985). Como tantos gloriosos artistas cubanos, murió en el exilio, igual que Ernesto Lecuona. Escribió más de 300 canciones, y de ellas muchos eran boleros. Llegó a los 25 años a La Habana e hizo de todo para abrirse camino: mensajero, decorador, ilustrador, decoró carrozas del carnaval... Era lo que antes se decía con orgullo, “un luchón”, un tipo que se sabía ganar la vida. Su primera canción le brotó como bromeando: “Mis cinco hijos: Pedro, Pablo, Chucho, Jacinto y José”, y fue un éxito instantáneo y sorprendente. Pero su verdadera revelación sería en 1940, cuando la cantante veracruzana Toña La Negra lo impulsó a la fama al cantar “Acércate más”. Casado en segundas nupcias con Josefina del Peso (a quien le llevaba 30 años de edad), fue el creador y director del Bar Melódico de Osvaldo Farrés. Vivían en Calzada Nº 302, esquina a I, Apartamento 2. Tuvo dos hijos del primer matrimonio, Osvaldo y Sira del Carmen Farrés y Miró (casada con Dr. Francisco de J. Zayas y Castro). Y una nieta, Patricia. Lleguen a ellos mis cordiales saludos donde estén.

Otro de los amigos que se sumaba al grupo era el primer actor y galán de la radio y la televisión, Otto Sirgo (Bayamo, 1919 - Miami, 1966), quien murió demasiado joven, apenas a los 47 años, exiliado también y después de sufrir una experiencia terrible que muchos aseguran le acortó la vida: en 1959 estuvo preso en la fortaleza de La Cabaña, condenado a muerte, pues Ernesto “Che” Guevara dio la orden de que lo fusilaran por ser “colaborador de Batista”, lo cual era una monstruosa equivocación, pues a quien se referían era al periodista Otto Meruelos, que después estuvo preso durante muchos años. Pero mientras se aclaró el asunto, a Sirgo lo “tuvieron en capilla”: las peores 72 horas de toda su vida.

Muchas veces, el grupo de amigos se reunían también en la peña bohemia “El café de los Artistas”, que era de Otto Sirgo, en la Calle L frente al Habana Hilton, donde después de arrebatársela pusieron “Las Bulerías”. Tristes años finales de don Otto, pues además del exilio, el despojo de sus bienes y la condena a muerte, tuvo la terrible experiencia de perder muy joven su hija Charito, que era una una muchacha bella y elegante, y prometedora actriz en pleno ascenso.

Los años 40 y 50 fueron la época de oro de Farrés. Fue el tiempo también de los grandes tenores: en ese momento resplandecieron figuras como René Cabel, “El tenor de las Antillas”, y de México vinieron a actuar en La Habana un señorial trío de ases: Pedro Vargas, “El Tenor de las Américas” (también llamado “El Samurai de la Canción”); José Mojica (luego fray José de Guadalupe), y el Doctor Alfonso Ortiz Tirado, una figura memorable y ejemplar en todos los sentidos, pues además de ser “El médico cantor”, “El ruiseñor mexicano” y “La voz de terciopelo”, fue un generoso filántropo y un gran humanista. Todos pasaron por Cuba, que en esa época, era el centro de América.

Muchos de ellos estuvieron en los programas estelares de entonces, como “Jueves de Partagás”, pero especialmente en “El Bar Melódico de Osvaldo Farrés”, que primero comenzó a transmitirse a través de CMBF TV y luego pasó a CMQ, todos los miércoles en el horario estelar de las 9 de la noche. En este espacio el autodidacta pero muy avispado Farrés innovó la naciente televisión mundial, pues fue el creador del formato del “Piano Bar” en la televisión. Por ahí desfilaron figuras internacionales como Josephine Baker (“La Platanitos”), la “Saritísima” (Sara Montiel), Nat King Cole (El Negro de Oro) y Maurice Chevallier. Varias veces, el programa, grabado, fue transmitido desde su casa, donde a veces me sentaba a su lado, en una pianola donde simulaba tocar.

Todo lo que brotaba de la inspiración de Farrés era un éxito, lo mismo la guaracha “Un caramelo para Margot”, que la entrañable canción a las madres, “Madrecita”. Recorrió todos los registros, desde lo festivo humorístico, hasta lo lírico erótico y lo amoroso sentimental: un artista completo.

Pero todo eso fue en aquella época, como se decía, “de cuando Cuba reía”.

Las canciones de Farrés eran una sucesión de triunfos, desde su primer éxito, “Acércate más” (cantado por Toña La Negra), “Toda una vida” y “Estás equivocada” (ambas de 1943), hasta “Tres palabras”... Era un ídolo. Y, lo mejor, un hombre bueno. Era un criollo típico, jovial, desprendido y con tanta música dentro que le brotaba a raudales.

Hombre generoso y amigo de sus amigos, a Farrés no le interesó la política: sin embargo, como una concesión, le compuso por pedido una conga a Carlos Prío para su campaña electoral, que fue memorable y muy pegajosa. Después de las elecciones donde salió triunfador, Prío le ofreció pagársela espléndidamente, pero Farrés se negó a aceptar y le dijo: “Chico, no me ofendas: eso fue un favor a un amigo, no al Presidente”.

No obstante su saludable distancia de la política, esta no tardó en agredirlo. Después de la terrible experiencia de Otto Sirgo, Farrés siguió las huellas de su amigo y en 1962 salió de Cuba para no volver, convencido de que el país al que amaba entraba en una etapa terrible y desastrosa, la peor de su historia. Como los represores no pudieron atraparlo, tomaron venganza con su casa, que fue asaltada, y sus muebles y enseres quemados en la calle, quizá como un precursor “acto de repudio” de los que vendrían después, en 1980, con la barbarie inquisitorial desatada al más puro estilo de “Fascismo cotidiano”, que padeció el país (y sigue padeciendo, no hay que olvidarlo, y ahí están cada semana “Las Damas de Blanco” y los opositores pacíficos para recordarlo dolorosamente).

Con Farrés —bromista, juguetón, piropeador, jaranero, cubano “jodedor” en suma— se iba toda una época de Cuba, cuando todavía alguno podía decir que “la cubanidad es amor”, para sustituirlo por todo lo contrario: llegaron entonces los tiempos del odio, del rencor, de la envidia y de la destrucción, que siguen hasta hoy.

Aquel barrio de El Vedado que recuerdo ya no existe más; cuando mi primo Leonardo y yo solíamos aprovechar los sábados para ayudar a repartir la ropa de la tintorería del tío Manolo, en bicicletas, nos recibían en las casas las señoras con sus impecables batas cubanas, perfectamente peinadas y manicuradas, olorosas a Chanel Nº 5, Mitsuko de Gerlain, o Agua de colonia de Crusellas 1800, y nos invitaban —además de la “propinita” de una peseta o un quarter (de 25 centavos)— a tomar un refresco o un helado. Después todavía Leo y yo nos íbamos hasta el Carmelo de Calzada, para comer un sandwich cubano o un “Elena Ruz” (no confundir: no es Helen Ruth, como ahora dicen), con un gran batido de chocolate rebosante (se permitía “rellenar”), y ver salir a las muchachitas de Pro Arte Musical enfrente, de la casona que Doña Laura Rainieri de Alonso le había donado a su nuera, Alicia Martínez de Hoyos (alias “Alicia Alonso”) para su escuela de ballet.

“Recuerdos son de pasadas glorias”, como decía mi abuelo zarzuelero, pero Azorín defendía el derecho a la evocación, pues “recordar es volver a vivir” y eso, y lo bailado, nadie nos lo puede quitar.

Cuba siempre fue una tierra de grandes talentos musicales naturales, sin escuela ni preparación, solo “de oído”. Porque de oído dirigía una Big Band de 40 músicos el gran Benny Moré, improvisando a cada momento. ¿Dónde estudió Chano Pozo, dónde “El Chori”...? En la Isla, el talento natural andaba por la calle y subía a las guaguas, con la guitarrita, las maracas y el gracioso reclamo nacionalista: “Coopere con el artista cubano”.

No hay un país, en todo este ancho y ajeno mundo, que en casi un siglo haya entregado al patrimonio musical del planeta al menos siete ritmos musicales: desde París a Hong Kong se ha bailado con el mambo, la rumba, el son, el danzón, el mozambique, la guaracha, el chachachá...

Pero, hay que decirlo, si los padres de la música cubana han sido muchos y notabilísimos, hay un abuelo olvidado que debe recordarse; quien, para colmo, no es cubano.

Cuba le debe un gran homenaje al desconocido —por las mayorías— Louis Moreau Gottschalk (New Orleans, 1829 – Río de Janeiro, 1869) quien tuvo raíces francesas, polacas, alemanas, judías y sureñas, para un melange maravilloso y fundador. Muy joven —1854— acompañó a José White en Matanzas; luego conoció a Ignacio Cervantes, con Nicolás Ruiz Espadero, y le recomendó que fuera a estudiar a París, influyendo decisivamente su estilo. Gottschalk es el gran olvidado de la música cubana y exige un justo y pronto rescate. Por otra parte, no es raro que en Cuba casi ni se le conozca, pues al mismo tiempo es el Padre de la Música Norteamericana, precursor del ragtime y el jazz con más de 50 años de antelación, y en Estados Unidos apenas se le está “redescubriendo” a partir de los años 70 del siglo pasado. No se puede entender a Lecuona, sin saber de Cervantes, ni a este sin Ruiz de Espadero y Saumell, y detrás de todos aparece la silueta de Moreau. Es tan desconocido Gottschalk, que en lo que se ha escrito sobre él, los críticos empiezan por señalar la duda de cómo se pronuncia su apellido...

Conocí la música de este compositor hace unos cuantos años, gracias a un melómano entrañable como fue mi muy querido amigo Guillermo Tovar de Teresa, Cronista de la Ciudad de México y erudito portentoso. Me obsequió varios CD de él, y después tuvimos otros tantos encuentros dedicados solamente a comentar la exquisitez de este autor, también olvidado por sus compatriotas norteamericanos, que como ya dije, apenas lo comenzaban a rescatar entonces. Convinimos que los gringos tenían con él una “conciencia negra” y la estaban purgando: no podían aceptar que el músico más influyente de la América Latina en su época, y al mismo tiempo creador de lo que después se ha llamado jazz, fuera un polaco francés medio judío, nacido en la Louisiana, y no Gershwin u otro.

Los músicos que hoy se afanan en “performances” y otras excéntricas ocurrencias, ignoran que hace más de cien años, Gottschalk realizó una majestuosa ejecución con ¡100 pianos! en Río de Janeiro, y eso quedó en los anales de la música como el concierto más grandioso de la historia: Monster concerts, se les decía. Involucraba a veces 800 músicos (toda una orquesta sinfónica completa, más varias orquestas y conjuntos particulares, en especial de música africana o afroamericana, que él llamaba genéricamente “bambula”). Se añadían al conjunto cañonazos, campanas y fuegos artificiales (según también hizo, pero muchodespués, Chaikovski con su Obertura 1812, de 1880), como en el festejo para celebrar el aniversario de Don Pedro II, Emperador del Brasil. Basta tener en cuenta la complejidad de coordinar esto en una época donde no había celulares, ni walking talking ni ningún otro artilugio semejante.

De alguna forma, Farrés (parte de una sucesión que viene de Saumell- Espadero-Cervantes-Sánchez de Fuentes-Lecuona-Romeu), es también sin saberlo el heredero espiritual de Gottschalk; aunque el norteamericano tenía un dominio pleno y virtuoso sobre la técnica musical y el segundo no, entre ambos se establece una sutil complicidad que les permite captar las esencias, más allá de todo lo anecdótico, y legar una obra perdurable, permanente y eterna. El sureño virtuoso, alumno de Berlioz, el discípulo dilecto de Liszt, el estudiante de Chopin, el director del “concierto gigantesco” con 800 músicos, es hermano del autodidacta cubano, del rumbero generoso y carnavalero contumaz, del hombre gozoso que puso a bailar a todo un país —y lo sigue haciendo— porque los iguala algo tan indefinible pero al mismo tiempo tan existente, aunque impalpable, como es eso que llamamos, sencillamente y quitándole importancia, el genio. Porque, definitivamente, ya sea en New Orleans o en La Habana, en el mar, la vida es más sabrosa.


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