Actualizado: 15/04/2024 23:17
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Problemas rapsódicos

¿Cómo una obra con defectos evidentes como Rhapsody in Blue suena tan bien?

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La pregunta fundamental frente a la Rhapsody in Blue de George Gershwin no tiene nada que ver con el sello “comercial”, que define la mayor parte de la obra del compositor estadounidense o la ausencia en él de una educación musical adecuada; la apropiación de elementos de diversas culturas en un melting pot sonoro; la etiqueta de vanguardismo o la discusión de si implica o no la entrada de la música popular en la sala de concierto. El enigma fundamental es tratar de comprender cómo una obra de apariencia tan simple —que en ocasiones parece demasiado primitiva— encierra tal excelencia musical y resulta tan atractiva.

Plantearse esta pregunta ayuda a discernir el fracaso del cubano Ernesto Lecuona en trascender la herencia hispana, que lo limitó durante toda su vida, su temor a alejarse de los moldes clásicos de la composición, y al mismo tiempo a conocer las limitaciones de Gershwin.

¿Cómo una obra con defectos evidentes como Rhapsody in Blue suena tan bien?

Los intérpretes y compositores cultos trataron de resolver la cuestión a través del rechazo, mientras los críticos la acusaron de no tener una forma definida. La verdad transita por estos caminos, pero mucho más por otros rumbos: lo mejor de la pieza son sus limitaciones. Claro que aplicar este tipo de criterio viene muy bien, por ejemplo, en una crítica de cine, pero cuando se entra en el terreno de la música de concierto suena herético, aunque aquí la herejía se limita a una desenvoltura en frac: Fred Astaire es la otra cara —o los pies— de Gershwin: el espectáculo como alarde de una disposición única para hacer algo difícil sin aparentar gran esfuerzo; aunque al disfrutarlo uno admita el engaño. Basta pensar por un momento en Dvořák para comprender el error de Bohemia, traído en forma de sinfonía: el nuevo mundo estaba aquí, pero en otra parte: perfecta, demasiado perfecta.

En realidad, la Rhapsody no es una rapsodia, en el concepto liszteriano del término. Tiene características sinfónicas, pero no es una sinfonía. A lo que más se asemeja es a un concierto para piano y orquesta, pero como tal carece de un desarrollo mayor, de lo que constituirían sus “movimientos”. Catalogarla simplemente como obra de concierto es condenarla a un papel diminuto, sin gran importancia para la historia de la música: considerada una composición menor frente al enorme catálogo procedente de Europa, la Rhapsody se mantuvo alejada del repertorio de los más notables concertistas, como Rubinstein y Horowitz.

La obra, al igual que otras piezas orquestales de Gershwin, requiere de un tipo muy peculiar de intérprete: el especialista que es a la vez un fanático, un admirador incondicional —tal el caso de Levant y Pennario—, o el pianista que al mismo tiempo se destaca como director —dos buenos ejemplos son Bernstein y Previn (Michael Tilson Thomas, que en la actualidad es “nuestro nuevo Bernstein”, ahora se ha unido a este dúo).

Así también se explica el rechazo de ciertos compositores célebres a ser maestros de Gershwin, quien cada vez que se encontraba con un conocido creador europeo le pedía ser su discípulo —Varèse, Schoenberg, Bloch y Toch para mencionar algunos— y entre los cuales recibió dos respuestas que se han convertido en anécdotas célebres. La respuesta del ruso Alexander Glazunov fue brutal y fría como Siberia: luego de oír la obra y conocer el interés del estadounidense por convertirse en su discípulo, expresó que el joven compositor quería estudiar orquestación, pero carecía de la más ligera idea de lo que es el contrapunto, y que ante todo debía remediar su falta de conocimiento de teoría musical. La del francés Maurice Ravel fue amable y cálida como la Provence: ante la sugerencia de Gershwin de que quería estudiar con él, le respondió que no lo consideraba una buena idea, ya que probablemente ello lo convertiría en un mal Ravel, al tiempo que perdería su capacidad de creación espontánea y el enorme talento para concebir melodías.

Se podría añadir una tercera respuesta a este grupo, pero lástima que parece ser espuria. Cuando Gershwin le formuló el mismo pedido a Stravinsky, este le contestó con la pregunta de cuánto dinero recibía el americano por sus composiciones. Al contestarle Gershwin, el ruso se limitó a decirle: “Entonces, yo debería recibir clases de usted”.

(Stravinsky luego negó que tal intercambio ocurriera, y que si acaso él hubiera escuchado la historia del dinero, era de boca de Ravel y con este como protagonista. Charles Schwartz, biógrafo de Gershwin, escudriñó entre los miembros de la familia del estadounidense para encontrar la verdad al respecto. Llegó a la conclusión de que era una invención del propio Gershwin.)

En ambos casos —de las respuestas más probables de ser ciertas— un elemento común: el rechazo o el temor ante la espontaneidad: los sueños del ignorante musical producen monstruos de una belleza inconcebible… cuando el ignorante es Gershwin.

Ese diablo imprudente, con el que jugaba Gershwin como un niño —porque no sabía qué otra cosa hacer con él y porque estaba convencido de que era un genio, aunque apenas era genial— no aparece casi nunca en Lecuona, que siempre se apresuraba a cerrar la botella, o cuyo monstruo interior no tenía la fuerza suficiente para destapar el corcho. Hay un tino y una contención en sus composiciones que a la larga las hace aburridas.

Gershwin, por su parte, es el gran compositor de canciones, que se siente fascinado por el reconocimiento inmediato y el dinero que esto representa, pero que lucha por ir más allá y termina empantanado en un mediocre Concierto en fa para piano y orquesta. Gershwin, el bueno, es el de las canciones. El compositor de obras de concierto solo logró acercarse a la cumbre con An American in Paris —que juzgada por los canones europeos no cabe más remedio que considerarla de un orden menor— y con Rhapsody in Blue, una creación ingeniosa. La Cuban Overture no pasa de ser sones para turistas por un turista.

Si juzgar a Gershwin según el canon europeo —Ravel, Stravinsky, Shoenberg— parece inadecuado a los partidarios del relativismo cultural, es porque a los seguidores de tal engendro les gusta particularmente traicionar a Gershwin: la influencia de la técnica orquestal de Ravel es notable, sobre todo en el Concierto en fa de Gershwin.

Asimismo, es cierto que dos obras de Ravel muestran a su vez la influencia de Gershwin: el Concierto para piano en sol mayor, donde en el primer movimiento uno de los temas es similar a las notas del blue que desarrolla la trompeta en An American in Paris —con igual fraseo descendente— y la Sonata para violín en sol mayor, donde en el segundo movimiento el violín imita el sonido de un banjo pulsando las cuerdas, para dar paso a una melodía con notas de un blue.

Sin embargo, en ambas obras Ravel muestra su interés declarado por lo que más le interesaba del jazz: la estructura rítmica. Ello evidencia el fuerte contraste que diferencia la apropiación de recursos sonoros entre Ravel y Gershwin. Mientras que durante su estancia en París el compositor estadounidense se limita a una apropiación simple de color local —el sonido del claxon de los taxis en An American in Paris o las notas de Échale Salsita de Ignacio Piñeiro en la Cuban Overture—, Ravel procede —al igual que Stravinski en La Consagración de la Primavera, aunque con menor profundidad— a una apropiación rítmica que trasciende el localismo, integrada al conjunto sonoro.

Con Lecuona ocurre algo peor: el Lecuona malo, el de las zarzuelas y operetas —donde destella aquí y allá una melodía brillante y un giro novedoso, pero cuyo conjunto evidencia un convencionalismo chato y una cursilería insoportable— ha opacado por completo al bueno: al compositor de piezas para piano de difícil ejecución, gran complejidad para la mano izquierda y tiempos vertiginosos. Y entre ambos extremos queda el Lecuona mejor: el creador de las obras más populares que son al mismo tiempo las más logradas —La Comparsa es el mejor ejemplo.

Salón de baile y sala de concierto. Entrar al salón, pero sin salir de la sala. Llevar la sala al salón o a la inversa. Junto a esta relación de envidia y desdén, una necesidad insatisfecha de estar al día y a la altura de las circunstancias. Lo español y europeo como marco de categoría para dejar entrar a la rumba de cajón. El músico de atril vestido de diablito para impresionar al dilletante o al extranjero. No resulta extraño que tanto Gershwin como Lecuona compusieron “rapsodias”, pero con resultados divergentes. La rapsodia negra del cubano —una obra que carece de trascendencia en la música de la Isla— será una entrada más en su amplio catálogo. La del norteamericano su pieza más conocida.

(Tendrían que pasar aún dos años, tras el estreno de la Rhapsody in Blue en Nueva York en 1924, para que se soltaran los genios de la música cubana en Nueva York, borrachos de alcohol y diversión. El acontecimiento está olvidado y su principal intérprete no fue pianista sino un trecero, mulato y enano. Ese año el Septeto Boloña grabó una serie de sones con una riqueza rítmica que no volverá a encontrarse en piezas de poco más de tres minutos de duración. Escuchar a El Chino Incharte en el bongó es participar en un festín de la música y la poesía cubana en sus formas más vitales.)

Contrario a lo que tiende a pensarse en la actualidad, las fronteras entre la música de concierto y la popular fueron en muchas ocasiones menos excluyentes en Europa que en América en general. El mejor ejemplo de ello —aunque por supuesto no el único— es Johannes Brahms. Hoy hay dos Brahms: el creador de cuatro complejas sinfonías, un intrincado y vibrante concierto para violín y dos conciertos para piano que requieren una concentración extrema —para no citar el doble concierto, un réquiem, cuartetos y tríos— y el otro, de valses, danzas y rapsodias húngaras. Lo que pasa es que muchos capaces de identificar de inmediato la Danza Húngara No. 5 (Libro I) de Brahms se quedan ahí. El (mal) cine, las biografías baratas y en una época los programas de radio son en buena medida los culpables de esa imagen del compositor atormentado, muerto de hambre, incomprendido y dedicado solo a crear obras grandiosas. Pero Brahms fue otra cosa. Tuvo que ganarse la vida tocando en bandas militares, tabernas y cafés —incluso de niño en Hamburgo— y admiraba a Johann Strauss. Por ello el más célebre de los directores de orquesta sinfónica nacido en Estados Unidos —y uno de los compositores más conocidos de este país, aunque no de los mejores— siempre alardeó de ser la quintaesencia del americanismo, cuando en realidad fue un seguidor de Europa: Leonard Bernstein. No por gusto Bernstein fue uno de los mejores intérpretes de Gershwin. También quien hizo la mejor definición de la Rhapsody in Blue.

“La Rhapsody no es una composición en términos absolutos. Es una serie de párrafos separados, pegados. Los temas son fenomenales, inspirados, dados por Dios. Creo que no ha habido un melodista tan inspirado en esta tierra desde Tchaikovsky. Pero si usted quiere hablar de un compositor, eso es otra cosa. La Rhapsody in Blue no es una composición verdadera, en el sentido de que todo lo que sucede en ella debe parecer inevitable. Usted puede suprimir partes de ella sin afectar la totalidad. Puede eliminar cualquiera de esas secciones que han sido unidas, pegadas, y la pieza igual conserva su fuerza. Puede ser una pieza que dura cinco minutos o doce. Todo eso se hace con ella a diario y todavía sigue siendo la Rhapsody in Blue”, escribió Bernstein. Nunca un elogio tan vehemente ha sido al mismo tiempo una crítica tan demoledora.

Hay otro detalle significativo de la Rhapsody y es que no todo lo que se escucha es de Gershwin.

Si se quiere oír la verdadera Rhapsody in Blue hay que buscar la interpretación de la banda de Paul Whiteman, que tuvo a su cargo el estreno el 12 de febrero de 1924, con Gershwin al piano, en el Aeolian Concert Hall —la misma sala donde en 1917 Lecuona había iniciado su exitosa carrera internacional. Pero además cerciorarse de que sea la grabación acústica, la única que expresa a plenitud los contrastes entre orquesta e intérprete y el carácter improvisado de la ejecución que son lo mejor de la obra. Gershwin —que tenía un conocimiento muy limitado de contrapunto y teoría, y en esa época no sabía orquestar— escribió de forma febril durante tres semanas una partitura para dos pianos, que Ferde Grofé, el pianista y arreglista de Whiteman, amplió al formato de orquesta. El famoso glissando en el clarinete que se oye al inicio de la obra no fue creado por Gershwin sino por el clarinetista de Whiteman, Ross Gorman, durante los ensayos, como un chiste para aligerar las largas horas de trabajo. El compositor lo incorporó de inmediato. Whiteman era un mediocre director de banda, pero un hábil empresario que había logrado reunir un grupo de músicos excelentes, capaces de tocar varios instrumentos (algo por otra parte común en las agrupaciones de ese tipo en aquella época).

Por lo demás, la versión que ejecutan las orquestas sinfónicas en la actualidad adolece de una grandilocuencia que reduce el carácter febril y dinámico que distinguieron a la pieza en su primera presentación. Lo mejor de la Rhapsody no es Gershwin tocando el piano, como un imitador de Chopin o Tchaikovsky nacido en Brooklyn, sino el sonido de los miembros de la banda, que caricaturizan la música con un desenfado típicamente norteamericano. Solo que ese sonido es también, por supuesto, el mejor Gershwin.


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Fiesta de cumpleaños en honor al compositor francés Maurice Ravel en 1928. De izquierda a derecha, el director de orquesta Oscar Fried; la cantante Eva Gauthier; Ravel (al piano); el compositor y conductor de orquesta Manoah Leide-Tedesco; y el compositor estadounidense George GershwinFoto

Fiesta de cumpleaños en honor al compositor francés Maurice Ravel en 1928. De izquierda a derecha, el director de orquesta Oscar Fried; la cantante Eva Gauthier; Ravel (al piano); el compositor y conductor de orquesta Manoah Leide-Tedesco; y el compositor estadounidense George Gershwin.

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