Actualizado: 22/04/2024 20:20
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CON OJOS DE LECTOR

Oye la historia que contóme un día… (I)

Cuarenta años después de su estreno, 'La muerte de un burócrata' conserva su lozanía como un ejemplo de cine crítico inteligente, diáfano y fresco.

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Abordar los temas de la contemporaneidad

Esa postura explica, por otra parte, que tras realizar Las doce sillas, abandonara el proyecto de rodar una versión de la novela de José Soler Puig Bertillón 166, acerca de la lucha clandestina en las ciudades. Gutiérrez Alea consideraba que con Historias de la revolución (1962), había pagado ya su deuda con la glorificación y la recreación épica de la lucha contra la tiranía de Batista, que a partir de entonces no apareció más en su obra cinematográfica. Ahora le interesaba abordar temas de la contemporaneidad. Y el primer asunto que concitó su interés fue el del burocratismo, un mal que en esos años había empezado a desarrollarse con fuerza. Sobre el mismo ya había advertido en 1963 el Che, en un artículo titulado Contra el burocratismo. Allí se refiere a sus efectos negativos de frenar impulsos y paralizar la actividad, y según expresa, se produce cuando "se quieren resolver problemas a otros niveles que el adecuado o cuando éstos se tratan por vías falsas que se pierden en el laberinto de los papeles".

En ese laberinto de planillas y certificados va a parar precisamente Juanchín, el ingenuo protagonista de la película. En su caso, no deberá enfrentarse a una misteriosa y despiadada divinidad, como el Josef K. de El proceso, aunque sí a una situación tan extrema como la de éste. Mas no por ello son menos delirantes los círculos del infierno burocrático que le toca padecer. Al igual que el personaje de Kafka, va de gestión en gestión, sólo para descubrir su aislamiento, así como la realidad inhumana que halla en todas las oficinas a las cuales acude en busca de ayuda. También como Josef K., Juanchín empieza a descuidar su trabajo, por tener que pasar largas horas para conseguir un certificado, el estampado de un cuño o una simple firma, y por verse obligado a desplazarse de un lado a otro de la ciudad.

Mas Gutiérrez Alea no nació en Praga, y en lugar de crear una tragedia abstracta que elimina las explicaciones racionales, opta por un tratamiento sustentado en un humor muy cubano, al que, no obstante, incorpora otras variantes. Su elección de ese recurso se fundamenta en que para él, constituye "el tono más apropiado para expresar el carácter absurdo que adquieren las deformaciones burocráticas, los formalismos y los formulismos vacíos que no tienen nada que ver con la práctica revolucionaria".

Y un formalismo tonto, que no resultaba inusual de la Cuba de la primera mitad de los sesenta, es el origen de todo el embrollo de La muerte de un burócrata. Lo pone en evidencia Juanchín, cuando agotado ya tras numerosas tentativas para hallar una solución al problema de la pensión de su tía, se pregunta: "¿Quién sería el de la idea de enterrar al tío Paco con el carné laboral? ¿A quién se le ocurriría eso?". Ese gesto con el que se pretendía destacar su condición de proletario, es tan vacío como esos símbolos despojados de significado y de valor estético que son los feos bustos de José Martí construidos por el finado, un obrero ejemplar cuyo anhelo era que cada familia cubana llegara a tener un rincón patriótico en su casa.

En la secuencia con que se inicia el filme, Gutiérrez Alea dirige hacia él los primeros dardos de su corrosiva hilaridad. Quien despide el duelo llama a Francisco J. Pérez "artista emérito, inventor insigne, paradigma de patriotas… Un Miguel Ángel para los humildes". Su aseveración de que "siempre pudo vérsele en la primera fila de combate contra todas las fuerzas de la opresión" es acompañada, mediante la fotoanimación, con imágenes de archivo de protestas y concentraciones públicas en las que el susodicho se ve como un punto perdido en la muchedumbre y que sólo localizamos como tal porque nos es señalado por una flecha. No es exactamente la imagen del obrero como héroe prototípico de la nueva sociedad de la que tanto abusaron las cinematografías de los países socialistas (la cubana, en honor a la verdad, pagó menos tributo a esa estética). Eran los tiempos, como recordarán algunos, de aquella campaña denominada Construye tu maquinaria. Las buenas intenciones que movieron a Francisco a inventar la suya no impiden que en la película también reciba un tratamiento satírico. Como comentó Bernardo Callejas al reseñar La muerte de un burócrata, en su caso Gutiérrez Alea critica a quienes, a fuerza de mecanicismo, se alejan del pensamiento de los grandes hombres y los convierten en símbolos huecos.

Pero aunque en La muerte de un burócrata se lanzan algunos ramalazos irónicos contra la obsesión por el cumplimiento de las metas, los dirigentes oportunistas y acomodaticios y el uso de siglas para identificar a los ministerios y empresas gubernamentales (el protagonista, por ejemplo, debe acudir al DEPATRAM, Departamento de Aceleración de Trámites), la artillería pesada está dirigida contra el burocratismo. Un problema, conviene decirlo, heredado del capitalismo, pero que la revolución prohijó e institucionalizó. El título del filme alude directamente al administrador del cementerio, quien se niega a exhumar el cadáver de Francisco y, luego, a que sea enterrado de nuevo en la tumba en donde se hallaba. Pero en realidad, él es sólo uno de los numerosos empleados y funcionarios insensibles que hacen que un simple trámite para que su tía comience a recibir la pensión, se convierta para Juanchín en un auténtico vía crucis. Gutiérrez Alea los reúne en la escena final, cuando todos aparecen, compungidos y llorosos, acompañando el cortejo fúnebre del administrador del cementerio.


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