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Ichikawa, Exilio, Sacrificio

Pensar en Cuba

Emilio Ichikawa falleció este lunes 11 de octubre en Miami, víctima de la covid-19. A sugerencia del autor, Vicente Echerri, CUBAENCUENTRO reproduce el siguiente trabajo

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Fue el recién fallecido Jesús Díaz quien primero me habló de Emilio Ichikawa, por el tiempo en que éste publicaba su primer trabajo en la revista Encuentro y aún vivía y enseñaba en La Habana. Confieso que ese apellido, tan japonés, me hizo imaginar, gratuitamente, a un tipo ascético y grave, practicante de las artes marciales y de la meditación zen que encontraba en la disciplina mental de sus antepasados orientales un asidero para enfrentarse al castrismo del período especial. Era un estereotipo que me gustaba, por desafiante, por exótico; y no necesariamente imposible (si yo mismo, sin una gota de sangre inglesa, había inventado la Sociedad de Amigos de Gran Bretaña en la Cuba de los años 60, ¿como no podría un japonés certificado, o al menos un auténtico pichón de japonés, labrarse un nicho de extranjería en la Cuba de los 90?).

Pero Emilio Ichikawa no respondía para nada a los supuestos de mi imaginación: no era asceta, no era grave y no era casi nada japonés. En verdad, Cuba, lo cubano —como ambiente territorial, como fiesta de los sentidos, como expresión verbal, como experiencia gozada y padecida, como agónica reflexión— era todo el ámbito de su vida, una insularidad que, opuesta a esa otra de donde alguna vez emigrara su padre, parecería predestinada a la decadencia: una tierra donde el sol se ponía.

Atrapado en esa realidad, que se fue enrareciendo y emponzoñando según el experimento castrista se afincaba y se hacía orgánico (del modo en que lo hace una entidad parásita o una siniestra enfermedad) en la vida cubana, Emilio Ichikawa, con una curiosidad —llamémosle innata— por el conocimiento se esforzaba en entenderla partiendo de los supuestos que le daban, de las herramientas de que disponía; intentaba conciliar su experiencia del mundo con las exigencias de la razón. No es de extrañar su entusiasmo y su temprana vocación por la filosofía.

Este libro que hoy presentamos es, de alguna manera, la destilación última —o penúltima, aclararía él— de esa sociedad enferma que se le impone por todas partes y de la cual no puede ni quiere evadirse y a la cual, por el contrario, se empeña en enfrentar, en dilucidar, para sosiego de su entendimiento, con la misma pasión y por la misma razón con que Edipo se empeña en descifrar los enigmas de la Esfinge: porque la vida le va en ello.

Contra el sacrificio, del camarada al buen vecino es en consecuencia un libro que sigue los rumbos de este duelo vital, de esta indagación torturada que se nos presenta como una suerte de jornada, de ruta, con sus correspondientes atajos, trampas y planos superpuestos, sin que lleguen a constituir un laberinto. Se trata, a mi ver, de un juego (ya hemos dicho que el autor no es grave), pero un juego en el sentido más serio de este término; de una atrevida metáfora, de una provocación y de una autopsia, todo en un uno. Intentaré ser más explícito.

La decadencia de la sociedad cubana actual es ya un lugar común, resulta escandalosamente obvia, se muestra en el desportillamiento de las fachadas y en el desplome de la moral pública; en el acomodo de todo un pueblo a las condiciones de una vida degradada, a su pacto permanente con lo que bien se llama la «cultura de la miseria»; una sociedad donde la corrupción se manifiesta en todas sus variaciones y agrede todos los estamentos. Sin embargo, este miasma, este gigantesco pantano, no es estéril; es también un cultivo de fermentos, de ideas. En opinión del autor, se trata de una sociedad donde han declinado ciertos valores o ciertos discursos que, en nuestro contexto particular, alguien podría atreverse a llamar «clásicos», para dar paso a una etapa de descomposición donde se ven suplantados por otros valores. Es en este punto de la reflexión que el autor nos propone su metáfora, o tal vez un paralelismo metafórico en el que, con inaudito descaro, compara el hundimiento de la Cuba actual con el Mediterráneo de la época helenística —esos tres siglos que median entre Alejandro y César—; y las actitudes básicas del cubano de hoy, reducidas a un credo de tres erres (reír, rezar y remar) le sirven para sustentar la presencia —aunque sea en el plano de los valores prácticos— de las tres corrientes de pensamiento que sobresalieron en esos tres siglos que anteceden a Cristo: el epicureísmo, el estoicismo, el escepticismo.

A falta de un corpus teórico que justifique esta afirmación, Ichikawa se convierte en hermeneuta de una conducta social; a saber, los cubanos de hoy son estoicos, epicúreos y escépticos sin saberlo. Ésas son las respuestas que un pueblo agobiado por el diseño totalitario de una ideología racionalista (en el sentido antiguo y también de la Ilustración) encuentra para sobrevivir. El autor identifica al racionalismo —concretamente al racionalismo alemán— como último responsable, en el plano ideológico, de las cosmovisiones totalizadoras que alcanzan una siniestra concreción en los totalitarismos del siglo XX; en tanto identifica el antídoto en el empirismo inglés que tan útil ha sido a la democracia moderna. En este punto no se olvida de resaltar los seguidores que este pensamiento tuvo entre los cubanos, en particular a José de la Luz y Caballero y su sabida renuencia a enseñar en Cuba el racionalismo alemán.

Este último apunte funciona como eslabón que justifica, o al menos intenta justificar, el largo segmento didáctico del libro, ni más ni menos que una brevísima historia de la filosofía —en términos occidentales, desde luego— que sirven para tender un puente entre el «decadente» pensamiento helenístico y la tradición cubana que él nos propone como su imagen especular o reiteración paródica, antes de desembocar en una conclusión que más parece sociológica que filosófica, puesto que en ella se describe no tanto el pensamiento como la conducta, la situación moral de un pueblo.

A mi ver, en esta descripción abierta está la tesis o una de las tesis del libro, que es, de suyo, una provocación en más de un sentido. Muchos cubanos creen que el impacto del castrismo en la vida de nuestro país es de tal naturaleza, nos descoyunta de tal manera, que la nación, y el pensamiento que la formula, o que intenta formularla desde el siglo XIX, queda interrumpido por la sacudida. Otros vamos más lejos hasta el extremo de proponer que en Cuba tuvo lugar una catástrofe cósmica que, con la posible excepción de la decadencia corporal de la gente y de las cosas, indujo una parálisis general semejante a la que explica el mito de la bella durmiente. Conozco algunos de mi generación que comparten conmigo este criterio, o más bien, que lo padecen. Me lo ilustran como nada las palabras de una amiga querida, que aún vive en La Habana, y que me dijo no hace mucho: «yo espero aún que todo esto se acabe (‘todo esto’ es el castrismo y sus 43 años de existencia) para volver en septiembre a la escuela de las monjas con mis 12 años de entonces». Adolescencia petrificada que si bien no logra detener las arrugas y otros signos de envejecimiento bien puede traducirse en una palabra terrible: inmadurez.

Emilio Ichikawa nos viene a traer la provocadora noticia de que el pensamiento en Cuba, entendido como reflexión intelectual, no ha dejado de existir en estos años de nuestra inmadurez, aunque se destaque como escisión, aberración, frustración y búsqueda respecto a la tradición que le antecede. Los que nacieron y se formaron en la Cuba castrista y, además, tenían vocación para pensar, no tuvieron más remedio que hacerlo con los recursos a su alcance: es decir, con el castrismo, desde el castrismo, a pesar o en contra del castrismo. Los referentes —aún para ser negados— estaban dados por la gestión totalitaria que se le impuso a toda la sociedad cubana con las desastrosas consecuencias que conocemos y que tan buen comentarista y exégeta encuentran también en Ichikawa; y eso es así por condición sustantiva de los seres humanos, de ese hombre que, como afirmara Alejo Carpentier al final de El reino de este mundo, «es capaz de amar en medio de las plagas».

Al acercarnos al centenario de nuestra malograda república, me siguen pareciendo pertinentes las palabras con que comienza el conocido apotegma de José de la Luz y Caballero: «Mientras se piense en Cuba…». Siempre me ha parecido más grande y conmovedora esta esperanzada premisa que el resto de la frase en elogio del Padre Varela que aprendimos desde la niñez. «Mientras se piense en Cuba…»; pues bien, en Cuba aún se piensa. Este libro es una buena prueba.

Nueva York, 9 de mayo de 2002.


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