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Recuerdos de un premio no otorgado

¿Qué había pasado entre el momento en que llamaron de la UNEAC y mi llegada a la terminal de ómnibus de la Habana?

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Una mañana de marzo de 1973 yo viajaba desde Santa Clara a La Habana: me habían avisado por teléfono, a la delegación Regional del Ministerio del Trabajo, donde trabajaba, que el jurado del Premio David de Cuento de ese año le había otorgado el premio o una mención de honor, la definición estaba en debate, a un libro original que yo había enviado a este concurso. El boleto para ir a La Habana me lo había resuelto el buen Miguel Ángel, jefe de servicios internos de aquella Delegación Regional.

Cuando llegué a la terminal de La Habana, desde allí llamé a la UNEAC para preguntar por el asunto del hospedaje y demás. Me comunicaron con el administrador. Me dijo que el jurado “se había reunido de nuevo” y yo no tenía ni premio ni mención ni nada. “Pero si usted quiere, puede venir a la premiación esta noche”, agregó el administrador. Ya imagina el lector la respuesta que se me ocurrió. Pero en lugar de eso, le pregunté si estaba por allí alguien del jurado o algún ejecutivo de la Sección de Literatura, o algo así. El tipo me dijo que no había nadie de los que yo necesitaba. Los que vivimos esa época sabemos que la UNEAC —”el fantasma de 17 y H”, le decía yo— era un muy bien organizado bayú en el cual Nicolás Guillén se dedicaba entre otras cosas a criar gallos y la plebe mediocre que allí medraba—salvo honrosas excepciones, hay que decirlo— a autopromoverse y hablar mierda con los intelectuales extranjeros, y a mendigar viajes con estos.

No había nada que hacer. Decidí volver sobre mis pasos y marcar en la cola para regresar Santa Clara. Estaba larga la cola, de tres o cuatro cabezas, solo para llegar adonde el hombre que repartía los tiques, los números.

Ya la noche había avanzado, pero la cola muy poco, muy poco, cuando el hombre que repartía los tiques, del cual yo aún estaba muy lejano, preguntó con gritos de tribuna “quién iba para Santa Clara”. Se trataba de que para aquella ciudad, explicó el hombre, saldría una caravana de guaguas —creo que eran rumanas o de algún otro de esos países raros—que serían destinadas al transporte local de aquella ciudad. Me despedí de seis o siete hombres y mujeres que se habían hecho socios y socias mías cuando nos habíamos arrinconado en un ángulo del salón, allí sentados sobre unos cartones.

Guaguas locales. De asientos de plástico —duro, rígido—, de andar lento, de amortiguación plúmbea. Guaguas locales. Al menos en la que yo viajaba, los choferes no dominaban los instrumentos: pifiaban aplicando la luz larga, la corta, los encendidos de interiores, los limpiaparabrisas. Cuando llegamos a Santa Clara ya casi terminaba la madrugada, pespunteaba el sol por el este. Esa ha sido la única vez en mi vida que he viajado en caravana, como los vencedores.

No había carros de alquiler (taxis) en la terminal. Así que caminé, con mi maletín más bien pequeño, 39 cuadras, hasta mi casa. No desperté a nadie. Me senté en la sala a esperar que amaneciera totalmente.

Esa mañana, cuando llegué a la Delegación del Ministerio del Trabajo a una de las primeras personas que vi fue al buen Miguel Ángel. “Chico, llamaron esa gente de La Habana para decirte que no tenías ningún premio ni nada y yo cogí el recado... Si ya tú irías por Matanzas, les dije”.

No más de siete días después, el Delegado del Ministerio del Trabajo me conminó a que buscara un traslado; es decir, a que me fuera de ese centro de trabajo, rector de la política laboral, vanguardia de la política de la revolución.

Entonces dos personas quisieron ayudarme, una de la emisora provincial de radio y otra de la Delegación del ICAIC. Ambos trabajos eran despreciables, el primero de escritor de radio; el segundo de auxiliar de cajero. De cualquier manera, en ambos casos acepté y de ambos sitios finalmente me rechazaron. Había informes de que yo no era Trabajador de Avanzada, que era conflictivo y que no “iba a la caña”. Me confiaron, bajo riesgo, las dos personas dichas. Lo de que no era de Avanzada, claro, era objetivo; lo de “conflictivo” podría ser subjetivo, pero cierto; y lo de que no “iba a la caña”, falso, perversamente falso.

Así la situación, con mucho esfuerzo y suerte además logré que me aceptaran en el área crematística de la Empresa de Calzado del Ministerio de Industria Ligera. Allí, entre números, planes de trabajo, jornadas nocturnas e “idas a la caña”, estuve seis años.

¿Qué había pasado entre el momento en que llamaron de la UNEAC y mi llegada a la terminal de ómnibus de la Habana?

Eso lo sabría aproximadamente cuatro o cinco años después, gracias a buenos amigos, incluidos algunos de aquellos buena gente que frecuentaban la UNEAC de 17 y H.

La noche anterior a mi viaje baldío a La Habana, el escritor Hugo Chinea, miembro del jurado del Premio de Cuento David 1973 y espirituano por más señas, movido no se sabe por qué resorte comenzó a llamar por teléfono a Santa Clara procurando por mi conducta político-social y esas cosas. Unas de sus fuentes principales para la “investigación” exprés fueron personas que ocupaban cargos en la cultura villareña. Se sabe que el comisario Chinea invirtió media madrugada averiguando y ejecutando su veredicto en solitario. Igual se sabe que llamó a los otros dos miembros del jurado, cuando aún no había amanecido, para imponerles dar marcha atrás en el veredicto.

En las décadas posteriores coincidí con Hugo Chinea en varios sitios culturales de La Habana. Siempre me evitó; es decir, ni siquiera me saludó. No sé por qué me guardaba tanto rencor, cuando yo, en cambio, aun sabedor de la historia que acabo de narrar, no le guardaba a él rencor alguno. Es más, aunque él no lo supiera, yo de algún modo le estaba agradecido: aquel libro que hubieran premiado era una mierda.


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