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Roberto Fernández Retamar: el escritor demediado (II)

Texto que aparecerá en varias entregas

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El malo

Retamar fue un hombre de certezas, sinceras o no, pero siempre rotundas. Como le dijo hace muchos años un cierto Re(c)(p)tor de la Universidad de La Habana a un pariente mío muy querido: “Entre la duda y la Revolución, me quedó con la Revolución”. Y por eso lo expulsó de la Universidad.

Retamar actuó igual: nunca dudó en una disyuntiva similar. Fue monolítico en su fidelidad, sin titubeos ni vacilaciones, sin una mínima fisura, ni un escrúpulo de conciencia. Cuando tuvo que despedir a un antiguo y querido alumno suyo como Arturo Arango, quien ya se había convertido en amigo y cercano colaborador, lo hizo, “aunque con dolor de su alma”: lo sacó de la Revista Casa porque osó burlarse del mediocre Luis Sexto al adornar su cabeza con un risible y justo gorrito de payaso (el muy añorado Fermín Gabor no me dejará mentir), en un collage destinado a ilustrar la publicación. Dicen que ni lo quiso recibir a pesar de una larga y penosa antesala, y que le negó su real gracia sin siquiera escucharlo. Fue irremediablemente expulsado del paraíso casiano. Posiblemente, después de pasado un tiempo prudencial se hayan arreglado, aunque a “la Casa que es la casa de todos” como le gustaba decir, nunca regresó como funcionario. Fue desterrado a La Gaceta de Cuba, lo cual era una palmaria degradación escalafonaria, y hoy se presenta, entre otras cosas, como script doctor (por lo que he indagado, esto parece ser una combinación de corrector de guiones y ghost writer, pero con más categoría y supongo que mayor sueldo). Pero nada de eso le sirvió con Sexto ni Retamar: La Casa, como Moscú, no cree en lágrimas.

Porque Retamar fue amigo de sus amigos… siempre y cuando no se apartaran (“desviaran”) del canon revolucionario. Ahí sí desconocía a cualquiera como Pedro a Jesús, tres veces antes de cantar el gallo… y hasta sin gallo.

Roberto González Echeverría recuerda que al inocuo Severo Sarduy, por el solo hecho de negarse a regresar a Cuba y quedar en modo de mutismo en París, aprovechó para lanzarle varias puyas hirientes en su Calibán (años después autocalificado por él mismo con el propio crítico como “un montón de palabras más o menos airadas”, semejante al mea culpa de Galeano con Las venas abiertas…), que aludían con poco velada homofobia a su “mariposeo neobarthesiano” (en Cuba, se sabe, “mariposa”, “plumas” y “pájaro” son sinónimos de homosexual, como nos apunta RGE).

Dijo Daniel Bell que “a todos los revolucionarios, tarde o temprano, les llega su Kronstadt”; pero a Retamar no. Nunca dudó, nunca vaciló, nunca tuvo ni la menor dubitación en apoyar decidida y muy combativamente cuanta medida tomara la “revolución” (es decir, su Mandamás Supremo). Fue un perfecto ejemplo de lo que en la Cuba de Castro es un concepto deontológico: la intransigencia revolucionaria, es decir, la miopía o ceguera voluntaria, contra toda lógica y razón, al servicio incondicional de lo que diga el omnímodo y uniquísimo partido. A Retamar no le llegó ni la Lanchita de Regla ni el Remolcador Trece de Marzo: él se quedó firmemente anclado y aferrado en el crucero Aurora y el yate Granma.

Mientras un escritor o artista mordiera pacientemente el cordobán y acatara las órdenes “de arriba”, “como un escolar sencillo”, y no se metiera en problemas (por ejemplo, pensar y escribir creyéndose libre), ahí estaría él, con la absolutoria palmadita en el hombro, la voz suave y el abrazo protector. Pero si surgía una nube de duda ideológica, por tenue y vaporosa que fuera, si brotaba un gesto incontenible de una cierta rebeldía, aunque fuera muy modosita, o hasta un humor mal orientado e inoportuno (como el suceso del gorrito de Sexto), él se esfumaría, se desvanecería, se fugaría, “rápido y veloz como el celerípede Aquiles”, en un acto de magia escapista: una simbiosis criolla de Fumanchú con Houdini. De ahí el asombro de Lezama por aquel abrazo público, porque sabía que en caso de urgencia ni lo buscaran ni preguntaran por él, como dijo el gran poeta Emilio Ballagas (miembro del jurado que le otorgó el primer premio de su vida, convocado y sostenido económicamente por el gobierno de Batista):

Si pregunta por mí, traza en el suelo una cruz de silencio y de ceniza sobre el impuro nombre que padezco.

Si pregunta por mí, di que me he muerto y que me pudro bajo las hormigas…

Pero debe recordarse que tampoco la vida política cubana resultó para él después de 1959 un valle de rojinegras rosas revolucionarias, y como no fue “monedita de oro”, despertó entre las filas de los viejos comunistas profundas pasiones adversas. Algunos de los más “combativos ñángaras” no le perdonaban su reciente pasado pequeño-burgués y católico. Esto, sumado con la velada amenaza expuesta por el Che Guevara sobre el “pecado original de los intelectuales cubanos”, que —en efecto— no habían hecho nada por la revolución, le hizo buscar prontamente un cobijo protector, que encontró en Haydée Santamaría, quien, a su vez, necesitaba alguien realmente pensante para regentar la empresa de inteligencia transnacional que le había vendido a Fidel Castro, en la forma de una institución llamada Casa de las Américas, ubicada, precisamente, donde antes estuvo el Instituto Cultural Benjamín Franklin de la Embajada de Estados Unidos, que fue desalojado para darle lugar a la flamante entidad revolucionaria.

Corría un sordo murmullo por los pasillos de la antigua Escuela de Letras, comentando que Mirta Aguirre, la severa, ortodoxa y veterana luchadora comunista, no lo soportaba, a pesar de todos los esfuerzos que hizo Retamar por conquistarla. Lo masticaba, pero no lo tragaba: no le perdonaba, como le comentó a alguien muy cercano, que cuando en Cuba se combatía a Batista, él se fuera a Estados Unidos y Europa en 1955, con una beca oficial (ganada en un concurso presidido por el Ministro de Educación), para vivir “la dolce vita”. Y llegó a jurar (dicen) que mientras ella viviera él nunca ingresaría al Partido Comunista. Y así fue: una vez que murió el 8 de agosto de 1980, cuando se bañaba en Santa María del Mar con una amiga íntima, el paciente objeto de sus iras por fin recibió su anhelado carné rojo que lo certificaba como “comunista diplomado”.

En realidad, siendo justos, Retamar usó del poder, pero no abusó demasiado de las formas externas del mismo, ni de aquello que el Zángano Mayor definió, con pleno y goloso conocimiento de causa, como “las mieles del poder”. Fue siempre un hombre austero, nada ostentoso, que vestía con sencillez y pulcritud, aunque disfrutaba de una natural distinción, y vivió toda la vida siempre en su misma casa —frente al agradable parquecito vedadense dedicado a Víctor Hugo— y no sé si ésta fue herencia por parte de su esposa Adelaida de Juan, proveniente de una familia pudiente, de origen hispano-belga. Con un porte elegante y dueño de una hermosa voz profunda, tenía una figura quijotesca que acentuaba su cuidada barba de madurez. No decía groserías ni palabrotas, al menos en público, y era de habla suave y persuasiva. En una de las notas necrológicas publicadas ahora en la Isla, la periodista delicadamente advirtió el detalle de su raída guayabera —quizás la única de su ropero— de desvaído color azul, ya casi blanca por tantas lavadas.

El muy joven y talentoso escritor cubano Carlos Manuel Álvarez, autor de otra nota incisiva de un tono que para algunos será un poco ríspido (El País, Madrid, 28 de julio de 2019), lo recuerda con un retrato bastante decadente y casi decrépito, pero quizás lo conoció al parecer ya muy viejo y achacoso, cuando tenía cerca de 80 años, y no en su época de gloria mundana, que en verdad sí la tuvo.

Como a todo poeta, la atrajo la gloria, ese intento astuto de algunos para vencer la muerte. Quizá por eso vio en Fidel Castro y Ernesto Guevara sus modelos de eternidad.

También admiró sinceramente a Borges y a Neruda, quien lo golpeó, aunque en defensa propia, después de la desdichada carta por la cual después se arrepintió; pero ya era tarde, porque la historia atesora avaramente esos deslices. Justo 40 años después de publicarse esa aciaga carta en Granma, el 31 de julio de 2006, Fidel Castro —instigador nada secreto de la misma— en el mismo diario daba a conocer a regañadientes su obligada despedida del poder en manos de su hermano: se alejaba renuente y a paso lento del panal de rica miel.

Pero creo que debe decirse en estricta justicia, que realmente el chileno sí merecía esa carta, aunque por otras razones: un hombre que había cantado las glorias del Gulag se había ganado a pulso eso y mucho más. Sin embargo, Retamar le había dedicado un prólogo para la edición de sus Poemas publicada en 1965 por la Casa de las Américas (“Neruda: otra cosa más difícil”, firmado en septiembre de 1964), con uno de los finales más hermosos que he leído:

“…Como aquel sorprendente Henry Armstrong que conquistó a la vez tres campeonatos de boxeo, tres fajas (…) Con sus tres fajas encima anda Pablo Neruda (…) Yo no sé si, después de sus tres fajas de campeón, le darán, como se rumora, el Premio Nobel. Pero sé que se ha ganado otra cosa más difícil: eso que los hombres solemos llamar, como bromeando, la inmortalidad”.

A pesar de esto, el crítico comunista chileno Hernán Loyola calificó después como un “descarado” a Retamar, por aceptar en 2007 participar como jurado en el premio que lleva el nombre de Neruda. Pero tampoco el agraviado esperó para devolver el golpe en sus memorias Confieso que he vivido (título que otro aludido en ellas, Nicolás Guillén, acotó sabrosamente como Confieso que he bebido), donde se refirió a “la célebre y maligna carta de los escritores cubanos”, un “costal de injurias” y “malversaciones ideológicas”, “engrosado por firmas y más firmas que se pidieron con sospechosa espontaneidad”, por “los comisionados”, “muchos de ellos recién llegados al campo revolucionario”, “remunerados, justa o injustamente por el nuevo estado cubano”, erigidos en “profesores de las revoluciones” y en “dómines de las normas que deben regir a los escritores de izquierda”, redactada “con arrogancia, insolencia y halago”, poniendo “en duda, falsificando o calumniando” contra él, un comunista de solera y con blasones dorados en su preclara, incuestionable, refulgente y prístina ejecutoria revolucionaria:

…No me toca a mí indagar los motivos de aquel arrebato: la falsedad política, las debilidades ideológicas, los resentimientos y envidias literarias, qué sé yo cuántas cosas determinaron esta batalla de tantos contra uno. Me contaron después que los entusiastas redactores, promotores y cazadores de firmas para la famosa carta, fueron los escritores Roberto Fernández Retamar, Edmundo Desnoes y Lisandro Otero. A Desnoes y a Otero no recuerdo haberlos leído nunca ni conocido personalmente. A Retamar sí. En La Habana y en París me persiguió asiduamente con su adulación. Me decía que había publicado incesantes prólogos y artículos laudatorios sobre mis obras. La verdad es que nunca lo consideré un valor, sino uno más entre los arribistas políticos y literarios de nuestra época.

Ya dije antes que Retamar le obsequió a Neruda algunas de las más hermosas páginas exegéticas en la lengua, y el chileno en realidad fue bastante mezquino con el cubano: Pablo, que cuando le convino lo mismo le cantó a Fulgencio Batista (según comprobó documentalmente Enrico Mario Santí para muchos que lo negaban), entonces apoyado por el Partido Comunista Cubano, que a José Stalin (ya después de los Procesos de Moscú), y a Fidel Castro, llamó “sargento” a Retamar cuando entre las huestes comunistas Neruda sería todo un “mariscal de campo”; él, que traicionó y hasta golpeó a sus mujeres y abandonó a una hija con taras congénitas, a la que negó su manutención, fue un consumado cortesano y lucró con el poder como nunca llegó a serlo ni hacerlo el mismo Retamar, y quien sí supo sacar provecho material abundante de sus servicios poético-políticos… Neruda fue, aunque nos pese admitirlo, un sujeto realmente vil y miserable[1]; y, sin embargo, también fue autor de poemas inmortales… Así es la poesía y así son los poetas: quizá debido a ello, por las dudas, Platón los desterró de su república.

Retamar escribió algunos poemas hermosos de versos perdurables y mucha hojarasca de lo que él mismo llamó poesía circunstancial en su “circunstancia de la poesía”. Líneas como “con las mismas manos de acariciarte…”, “fechas que veremos arder…” “En su lugar la poesía…” no sólo las tengo presentes, sino las he empleado a veces como guiños cómplices de grato reconocimiento.

Pero siendo tan talentoso y culto, es una pena que casi siempre le ganó la ideología: en él, la consigna prevaleció sobre la inteligencia. No fue “un cubano universalmente sencillo”, como dijo de él con gran generosidad Lezama Lima, sino todo lo contrario: complejo y contradictorio, dirían algunos; retorcido, afirmarían otros. Retamar acomodó su pensamiento a la práctica circundante y no al revés, y eso fue desde temprano: promovió el concepto de la “poética trascendentalista” y se arrimó a Heidegger, en La poesía contemporánea en Cuba (1927-1953), publicado en 1954 (y lo continuó en Idea de la estilística, de 1958). Sobre este concepto, Monseñor Ángel Gaztelu, “El Sacerdote de Orígenes”, me dijo muy divertido en alguna oportunidad: “¡Qué trascendentalismo ni qué nada! Eso es un invento de Bobby: hacíamos poesía existencial cristiana; nuestro referente inmediato era Jacques Maritain[2] y los orígenes hay que buscarlos en San Agustín, Santo Tomás de Aquino, y en Pascal”.


[1] Los interesados pueden consultar: David Schidlowsky, Neruda y su tiempo. Las furias y las penas. Santiago de Chile, RIL Editores, 2008. Entre otros rasgos, podrán verse aquí el desmedido interés del poeta (en realidad Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, de origen judío) por el dinero, como sus persistentes —y nada elegantes ni “poéticas”— cartas para reclamar los “derechos de autor”, incluso a su muy activa promotora Casa de las Américas

[2] Jacques Maritain, Existence and the Existent: An Essay on Christian Existencialism. (1947).