Actualizado: 17/04/2024 23:20
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Literatura

Una contenciosa y suculenta reconciliación gastronómica (I)

Dolores Prida y las calorías del exilio en Coser y cantar, en este ensayo en dos partes

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Tota mulier in utero.
Simone de Beauvoir

Lo característico de Cuba es que, siendo ajiaco,
su pueblo no es un guiso hecho, sino una constante cocedura.
Fernando Ortiz

En su breve obra Coser y cantar (1981) la dramaturga Dolores Prida expone mediante la (a)similación culinaria de la protagonista, una joven exiliada cubana, los cotidianos trances de desplazamiento, soledad, apatía, discriminación e identidad en los que se encuentra sumergida ante su inoportuno y desalentador quehacer diario en el Nueva York de los ochenta. Los sentimientos y acciones que surgen tanto en la platea como fuera de ésta arrojan luz al proceso de “construcción, configuración y articulación del sujeto bilingüe y bicultural en Estados Unidos” (Sandoval Sánchez 111). ELLA/SHE, la protagonista incógnita de esta pieza vive encerrada en su vivienda y, tal y como lo constatan sus enajenadas acciones en escena, teme a toda costa salir de ésta. La audiencia observa a un personaje “doble” cuyas secuelas de expatriación la ciñen a una situación circunspecta pues no consigue establecer un balance entre su yo cubano y su yo americano. El miedo a lo desconocido que se forja en el exterior de su hogar y la soledad que su aislamiento provoca, incitan a ELLA/SHE a refugiarse en la comida cubana y es entre salsas y frutas tropicales donde encuentra el sosiego necesario para lidiar con los cambios geopolíticos y demográficos vis-à-vis su cultura e identidad.

Según dilucidaremos en el presente, en Coser y cantar Prida rescata en gran medida la esencia del elemento gastronómico autóctonamente caribeño como eje que consigue conciliar —aunque de forma temporal y efímera— la fragmentada imagen del cubano-americano en las tablas angloparlantes del teatro cubano consagrado desde Nueva York. Asimismo, el axiomático consumo del alimento por parte de la protagonista de Prida revela la maleabilidad de la identidad cultural cubana en el exilio y confiere a la transcultural naturaleza síquica del desplazado un método terapéutico para curar las heridas de desfamiliarización cultural y social que tal desplazamiento conllevan. El hecho que ELLA y SHE sean la misma persona pero aparezcan representadas con diferentes ideologías, gustos, sentimientos e idiomas, nos lleva a categorizar a este personaje como un cuerpo inacabado y en perpetuo estado de transformación, de ahí que el ingrediente gastronómico se forje como su anticuerpo ante el sesgo sociocultural. Consecuentemente, todo aquello que ostenta ser un obstáculo en la vida de la protagonista es sobrellevado medicamentando su cuerpo con alimentos autóctonos tales como plátano frito, jugo de guayaba, guarapo, frijoles negros e inclusive el más nacional de la culinaria caribeña, el ajiaco cuyo valor simbólico mantiene una estrecha relación con la formación cultural, étnica y gastronómica de una identidad cubana multilocal e híbrida.

Concebido por el antropólogo y académico cubano Fernando Ortiz como “mestizaje de cocinas, mestizaje de razas, mestizaje de culturas,” la hibridez culinaria que arraiga de la cocción del ajiaco metaforiza como ningún otro plato el vínculo entre cubanía[1] y gastronomía (163). Y es que, por muy lejos que uno se halle de su patria es natural y hasta cierta medida “terapéutico,” conjetura Michel de Certeau en The Practice of Everyday Life, que la ingestión del ingrediente nutricional no únicamente sostiene y nutre la maquinaria biológica del cuerpo humano sino que además concretiza las diversas maneras en que el individuo se relaciona con su mundo, en particular con sus coterráneos dentro y fuera de las fronteras geopolíticas establecidas. Para de Certeau la nutrición humana se establece tanto en base a nutrientes naturales y de principios puramente dietarios como de alimentos culturales —”cultured foodtuffs”—, víveres escogidos y preparados según las leyes de compatibilidad y las reglas de propiedad que distingue a una determinada área cultural de otra (168). En el caso particular de Cuba y de su diáspora, aparte del idioma y la religión, una de las actividades culturales más íntimamente ligadas a la nación y a las raíces ancestrales —independientemente de la ubicación geomorfológica del comensal— es su particular condimentación culinaria. Lo que es más, mientras que la religión y el idioma suelen ser practicados en espacio públicos o en colaboración con otro receptor, la cocina y el acto de cocinar surte un efecto más hogareño y privado, lejos de la mirada juiciosa del otro. De hecho esta privacidad, sugestivamente situada tras bastidores en la obra de Prida, metaforiza el espacio familiar, el lugar acogedor y utópico que alimenta a la vez que reconforta a la protagonista de la pieza en cuestión y observa “los conflictos internos de una latina por autodefinirse y pertenecer al mundo del otro sin perder sus raíces” (Ehresman 643), palabras estas aplicables al valor simbólico del corpus teatral y profesional de Dolores Prida.

Prida, quién desertó Cuba con sus padres en 1961 en plena adolescencia para recalar en Nueva York hasta sus últimos días, vivió en carne propia al margen de ambas sociedades, con dos idiomas y dos realidades política y socioculturalmente divergentes. Catalogada por Pérez Firmat como una perpetua vida en vilo, el cubano-americano reside geográficamente dentro de un espacio pero socioculturalmente en otro ajeno, de ahí que su vida se consagre en el mismo guión —el vilo— que separa ambas nacionalidades. Constancia de tales momentos neurálgicos en la diáspora pueden evidenciarse en la sucesiva trayectoria teatral y literaria de Prida donde la dramaturga pretende acaparar la distorsionada y fragmentada imagen del cubano-americano, un ente errante que, para ella, no termina de encajar ni en el aquí ni en el allá del en-guionado término.[2] A través de varios espacios mediáticos, Prida ha aludido a su confrontación consciente e inconsciente con sus dos yo culturales; aspectos opuestos que se anudan a duras penas para dar paso a una atorada e imperfecta imagen interior y exterior. “Mi intención como escritora es explorar, de muchas maneras diferentes, nuestra presencia aquí. Ser de una cultura diferente y tratar de asimilarte o no, cómo otras personas nos ven, cómo nos vemos a nosotros mismos,” confesó en su momento la dramaturga (Café Fuerte).

En la colección compilada por Alberto Sarraín y Lillian Manzor, Teatro cubano actual. Dramaturgia escrita en Estados Unidos (2005), esta última estima a Prida como autora “usanocubana” ya que su obra ostenta inquietudes de la identidad bicultural “y presenta estas preocupaciones e intereses que no forman parte de las inquietudes de otros teatristas en la Gran Cuba” (XIII).[3] Lejos del itinerario teatral isleño de la década, su generación se ocupa de la imagen híbrida del cubano que capta no únicamente “la desterritorialización que caracteriza esta producción, sino también el multiarraigo (en vez de desarraigo) y subraya la necesidad de continuar con proyectos individuales y colectivos de invención y reinvención del yo” (VIII). Es quizás ante la carencia, o más bien ante la fortuna de tal versatilidad sociocultural que la vasta obra de Prida se pinta al espectador como enajenada, catalizadora de una sociedad maleable y desubicada, saturada de personajes obligados a vivir perpetuamente al margen de dos vidas, a ambos lados de un puente cada vez más lejano, cada vez más eterno e inconcebible.

Cabe recordar que previo a su lanzamiento a los escenarios, Prida hizo sus primeros pinitos en el mundo literario como traductora de textos de auto-ayuda tales como ¡Libérate mujer! (de la autora Yasmin Davidds), e inclusive fue ella quien dio voz a la polifacética consejera sentimental en la sección “Dolores dice…” de Latina, revista bilingüe publicada en Estados Unidos, una de las primeras de esta índole que cofundó en 1996. Sin embargo, fueron los estudios literarios que cursó durante la década de los sesenta en Hunter College, así como su trabajo a tiempo parcial en una pastelería neoyorquina[4], los que dejaron marcas indelebles tanto en su obra teatral como en su jovial carácter y estilo artístico.[5]

Tal reminiscencia culinaria y literaria baña la obra que nos interesa sondear en el presente estudio, Coser y cantar, cuyo personaje principal debe vivir subyugada al encierro de un apartamento en Nueva York donde comparte pensamientos únicamente con sus dos yo: el americano y el cubano. Tomando como punto de partida precisamente en ese momento biográfico de la vida universitaria de la autora, la pieza despliega en el escenario la abigarrada caracterización de la protagonista, obligada a acoger en una misma persona y en un único escenario dos cuerpos cismáticos y contradictorios que aunque añoran lo cubano, ansían anglizarse. Así, los personajes teatrales concebidos por Prida, tales como ELLA/SHE, son entes que normalmente carecen de una autodefinición dada la barrera cultural entre la hegemonía insular y los etiquetamientos homogéneos de la sociedad estadounidense por lo tanto sus prácticas y comportamientos sociales arrojan luz a una sostenida búsqueda de identidad.

La puesta en escena de Coser y cantar abre con la canción en castellano ¡Qué sabes tú! de la dotada reina del bolero, Olga Guillot. De entrada, la canción imbuye en el espectador un estado emocional desvariado de alguien, ELLA, incapacitado para intuir lo que sucede en el subconsciente de SHE, y viceversa. El bolero que sirve de fondo musical y acompaña a los metódicos movimientos de ambas protagonistas en las tablas indica un desconcertante vacío e incomprensión. De hecho la letra de la canción no es nada fortuita. Cuando Guillot hace alarde de los versos “¿qué sabes tú lo que es pasar la noche en vela?, ¿qué sabes lo que es querer sin que te quieran?”, destaca esa apatía y soledad de la que padece la persona herida, la desertada, creando así una especie de frontera espacial en la autocomprensión, o sea la incomunicación. De por sí, el tema musical ya evoca esa necesidad y carencia de todo, desde el amor hasta la patria, e inclusive la familia misma. Ahora bien, mientras ELLA disfruta tatareando la melodía nos percatamos que SHE da su primer indicio de rechazo hacia el legado cubano al apagar el radiocasete con osadía. Las protagonistas no se entienden, se contradicen, viven en un perpetuo vaivén cultural. SHE no quiere mantener lazo alguno con su pasado familiar; no pretende seguir viviendo a través de la nostalgia de lo cubano como lo hace ELLA. La una tacha de incongruentes las particularidades de la otra de ahí que —como anuncia la dramaturga en su “nota importante” al principio de la obra— los personajes pretenden ser la única persona en el escenario, constantemente cuestionándose, “¿Qué sabes tú?”.

Esta obra es realmente un largo monólogo. Las dos mujeres son una y juegan un emocionante partido de ping-pong verbal. A lo largo de la acción, excepto en el enfrentamiento final entre ambas, ELLA y SHE nunca se miran, actúan independientemente, pretendiendo que la otra en realidad no existe. (Prida 49)

En efecto, ese incesante juego al que alude la dramaturga muestra los primeros síntomas de un problema intrínsecamente existencial por parte de la protagonista ante la carencia de un “hogar cultural” y de manera análoga, el desamparo de la diáspora cubana.

Al denominarla de forma básica con el referente ELLA/SHE —pronombre en tercera persona, de género femenino y en apelando a ambos idiomas— Prida indaga teatralmente dos mitades de una mujer cuya identidad se encuentra en la cuerda floja. Privarla de un nombre propio indica en esta pieza una pluralidad en cuanto al número de exiliados que se hallan en tales circunstancias y apunta asimismo a la incapacidad de esta doble-conciencia (en-guionada) a autodenominarse, de ahí que opte por recluirse en las cuatro paredes de su apartamento. Sintomáticamente Prida hace uso del rito o la ceremonia corporal y culinaria para presentar los pormenores de esta joven cubana exiliada en Nueva York durante los ochenta, situación comparable a la suya en la década de los sesenta. Es decir, su particular circunstancia personal la desampara como cubana, privándola de una identidad definida y de un conjunto familiar donde pueda preservar tanto sus raíces culturales y lingüísticas como escudriñar sus miedos ante los vericuetos de una ciudad que la dramaturga plasma como desconcertante e inflexible.

El primer enfrentamiento entre ellas es causado precisamente ante sus disímiles dietas y divergentes apreciaciones culturales ante el acto de comer:

SHE: Do you have to eat so much? You eat all day, then lie there like a dead octopus.

ELLA: Y tú me lo recuerdas todo el día, pero si no fuera por todo lo que yo como, ya tú te hubieras muerto de hambre. (Prida 52)

Tras la riña, ELLA sale de escena de manera inmediata y se escapa tras bastidores, intuimos que va a la cocina puesto que ésta está perpetuada a una insaciable hambre cultural; un hambre que corroe su mente e identidad. Como ella misma advierte, si no fuera por la comida que aporta a su cuerpo y espíritu, su otro yo —SHE— no formaría parte de la ecuación. Al encargarse de la manutención de su contrapartida americana, es ELLA (cubana) quien impone sus preceptos dietéticos en SHE (americana) y por ende pretende poner en evidencia la subsistencia de las prácticas culinarias cubanas aun cuando ha habido un desplazamiento físico del individuo, borrando así las fronteras geográficas de la nación y dando claro testimonio de la múltiple pertenencia o de la ciudadanía plural que quizá nos haga repensar las fronteras nacionales como permeables y no necesariamente como algo constitutivo de la identidad.

Las múltiples dicotomías que emergen al contrastar ambas culturas —”el recuerdo/el presente, la patria/Nueva York, pureza/promiscuidad, comer/hacer dieta, la seguridad del apartamento/el peligro de la gran ciudad” (Gutiérrez 157)— remiten a la dualidad que arraiga en la conciencia de todo aquel exiliado cubano que, ya sea por motivos políticos, económicos o sociales, se ve forzado a dejar la isla. Esta idea se respalda en el estudio de Coser y cantar hecho por Mariela Gutiérrez quien confirma tal designación de maleabilidad al señalar que el “único personaje posee una doble personalidad” (156), una suerte de bipolaridad cultural o “cuerpo grotesco” añadiría yo.

El criterio asimétrico físico y psicológico que se evidencia en el carácter del único personaje condicionan a la protagonista a la creación de un cuerpo alterno —una suerte de alter-ego imaginario— con quien interactuar en su solitaria cotidianeidad. La construcción literaria del cuerpo “grotesco” barajada en este ensayo parte de la premisa de que el personaje ficticio está capacitado para apreciar el mundo desde una perspectiva multidimensional. Al asumir tales dimensiones “alternas”, el yo que vive y experimenta, se adecúa y transmuta de tal forma que es capaz de posicionarse dentro de la visión del otro. Mikhail Bajtín analiza tales parámetros de percepción en su ensayo “Author and Hero in Aesthetic Activity” (1919), donde destaca la necesidad de todo ser humano de re-observar su propio espacio corporal a través del distanciamiento y la (des)familiarización. Descifrar una imagen personal más dúctil y multidimensional implica que el personaje literario asuma la posición del otro para de tal modo reevaluar su corporalidad/identidad desde un ángulo focal externo, diferente del suyo propio. Bajtín describe la modificación:

In order to vivify my own outward image and make it part of a concretely viewable whole, the entire architectonic of the world of my imagining must be radically restructured by introducing a totally new factor into it. This new factor that restructures the architectonic consists in my outward image being affirmed and founded in emotional and volitional terms out of the other and for the other human being. (Art and Answerability 30)

Tras el desdoblamiento figurativo y escénico la protagonista de Coser y cantar se revindica su deseo de liberación y superación. La proyección de este sujeto femenino como múltiple, fragmentado y flexible, por ende, no es un factor gratuito. Al cuerpo le conviene dividirse como parte del proceso fisiológico-bicultural al que debe ser sometido. En esta lucha interna por acaparar el centro del escenario y según lo interpreta Ada Ortúzar-Young, las protagonistas “se simplifican, se deforman, y pierden su individualidad. Por lo tanto su conducta es manipulada y controlada por las grandes empresas que dominan los medios del entretenimiento, tales como la industria de la música, la televisión y las revistas de consumo popular” (697). De tal forma, la estereotipada representación femenina a la que Prida nos introduce en las tablas se determina por su sexualidad y estado emocional, concluye Ortúzar-Young.

Teatralmente tal proceso de transición corporal y síquica en la protagonista se proyecta por medio de las divisiones escénicas, creado así una barrera geográfica entre ambos espacios. A la derecha del proscenio se encuentra el área de ELLA; SHE permanece siempre al lado izquierdo. Junto con sus trazados espacios teatrales se hallan sus respectivas pertenencias. En un desaforado desorden, ELLA posee la más variopinta colección de revistas en castellano (Vanidades, TV Guías y Cosmopolitan), una mesita repleta de cosméticos, un par de maracas, música de Olga Guillot y Edith Piaf, y una estatuilla de la Virgen de la Caridad cuya imagen mantiene alumbrada en todo momento con una vela. En claro contraste con este decorado, al lado izquierdo SHE elude toda referencia cubana y mantiene metódicamente sus instrumentos anglos en un orden pulcro y sincronizado: frascos de vitaminas, raquetas de tenis, patines, videos de Jane Fonda para hacer ejercicio físico, y revistas para el bienestar corporal y la salud mental (Self y Psycology Today).

En un intento por resaltar la faceta corporal que cada una de ellas presenta ante la audiencia, Wilma Feliciano destaca de este único personaje su opuesta y contradictoria posición en cuanto a su fisonomía. Por un lado, SHE cree que el cuerpo debe disciplinarse con ingredientes genéticamente modificados y con constante y metódico ejercicio físico, pero abiertamente dada a los placeres carnales, ELLA se proscribe a elementos elaborados con el mimo gastronómico de la tierra, a ropas que destacan sus suculentos muslos, a las novelas románticas y a todo un repertoire de indecorosas poses sensuales; todas ellas cualidades exuberantes y tropicales que parecen unirla a la naturaleza, particularmente a la de Cuba (Feliciano “Language and Identity”, 129).

Esta incongruente simultaneidad entre comer y ejercitarse se insinúa en el sincronizado monólogo del único acto de Coser y cantar:

SHE: I should go out and jog a couple of miles.

ELLA: (Taking a bite of food.) Sí. Debía salir a correr. Es bueno para la figura (Takes another bite.) Y el corazón. (Takes another bite.) Y la circulación. (Another bite.) A correr se ha dicho. (ELLA continues eating. SHE gets up and opens an imaginary window facing the audience. SHE looks out, and breathes deeply, streches.) (52)

Mientras que ELLA sacia el interior, SHE insinúa mejorar el exterior de este ente inacabado. La comunión gastronómica (tarea desempeñada por ELLA) auxilia a asimilar la nueva cultura (tarea que corresponde a SHE). Parte de la reticencia al cambio cultural y la resistencia hacia la comodicicación del alimento lleva a que ELLA opte por los sabores y olores familiares y autóctonos, cuya cualidad orgánica y ecológica supera la de su manufacturada contrapartida.

Adentrémonos en el mundo de ELLA. Al parecer, todo lo que le apetece hacer a la contrapartida cubana durante su permanencia en el escenario (exterior) es comer y fuera de éste (interior) se dedica a condimentar y cocinar las delicias que se llevará a la boca ante la audiencia. Lidiar con el pasado y el recuerdo de Cuba es tarea que obliga a la protagonista a refugiarse en la comida; tanto así que la primera acción que ejecuta, fuera del escenario y tras bastidores, es prepararse un suculento plato matutino. El que lo haga fuera del punto de mira de la sociedad (o la audiencia) da a entender que la cocina es un espacio privado, vedado de intromisiones culturales extranjeras. El desayuno consiste de “un revoltillo de huevos, tostadas, queso blanco y café con leche,” con el que supuestamente había soñado toda la noche tras rememorar su reciente estadía en Cuba (Prida 51). Mientras ELLA se deleita con su comelata “a la cubana,” SHE bebe un simple zumo de naranja, parte integra de una dieta “a la americana” con bajo contenido calórico.

SHE, por su parte, manifiesta una lucha constante por mejorar su aspecto físico y mantener su regio cuerpo a base de un excesivo adiestramiento corporal, tal y como le es prescripto por los medios de comunicación masiva que saturan, condicionan y medicamentan las normativas hegemónicas de la cultura estadounidense. En sus respectivos gustos y preferencias por la comida uno puede apreciar cómo, dado el desplazamiento físico hacia el extranjero, SHE se habitúa al confort de comidas rápidas y manufacturadas, las más de las veces genéticamente modificadas.

Una exploración satírica del cuerpo femenino establece la identidad latina en Estados Unidos como un producto somero de consumo masivo que, según destaca Linda Saborío de esta pieza, problematiza la capacidad femenina de auto-definición al objetivar el cuerpo para propósitos de supervivencia tanto cultural como económica (Saborío 2). Tal aserción puede validarse en otro instante de la obra cuando, tras un arduo jogging para mantener la línea, SHE bebe una “Diet Pepsi” porque es la promocionada bebida no-calórica que su sociedad le ha recetado. ELLA, sin embargo, opta por un “guarapo de caña” al ser este un brebaje más natural, nacional y familiar. El guarapo, bebida orgánica y oriunda de Cuba dada la tradición azucarera de la isla, instintivamente evoca en ELLA la canción de Celia Cruz, “Songo/Borondongo.” La archiconocida reina de la salsa —cuyo eufórico grito ¡Azúcar! funciona como paradigma de cubanía por mantener la “plenitud de identificación ética y consciente con lo cubano”— surge en la obra como reminiscencia de las bebidas elaboradas orgánicamente en base a la producción de caña de azúcar, producto isleño por excelencia que, a la par con el ajiaco, hace alusión a la hibridez cultural y racial del legado de Cuba como identidad y referente nacional (Ortiz 166).[6]



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