Literatura cubana, Narrativa, Lecturas
Una parcela de aire*
La casa es taimada: ofrece pistas falsas, fragua alarmas mentirosas, para que cuando llegue el momento no atendamos a sus indicios. Nos quiere coger desprevenidos
Aunque estéis tranquilos, vuestro espíritu está alerta,
aunque estéis apremiados, vuestro espíritu no está apremiado.
La mente no es arrastrada por el cuerpo,
y el cuerpo no es arrastrado por la mente.
Miyamoto Musashi, El libro de los cinco anillos, ebook,
Escuela ShinKaiDo Ryu, Colección Conocimiento, p. 26.
Tiene la certeza de que hoy va a ocurrir. No puede hacer nada por evitarlo. Es demasiado tarde. Se ve a sí mismo inmóvil sobre la cama, incapaz de huir y con los ojos desorbitados, a punto de presenciarlo. Sabe que los suyos están allí, aunque no pueda verlos. Ellos también están aterrados. Presiente más que escucha sus respiraciones entrecortadas. Huele el miedo: un aroma a sudor y almizcle. Grita, pero sus labios se niegan a obedecerlo. Y a mitad de grito, despierta sobresaltado, sin que lo abandone la certeza de que hoy va a ocurrir. Se incorpora en la cama. No es una mera premonición, como otras veces. Un hilo de sudor le baja desde la nuca hasta despeñarse al final de su espalda. Manuel Benítez IV, Manolo, se calza apresuradamente unas zapatillas mientras sacude a Estela.
—Levántate, hay que salir de aquí.
—¿Otra vez?, pregunta ella, mientras intenta, como un pescador de perlas, ascender desde lo profundo de su sueño.
—Va a ser hoy. Ahora mismo. Apúrate. Voy a despertar a los niños.
Manolo se echa apresuradamente una camisa por encima y, al levantar los brazos, se golpea la muñeca izquierda contra una de las vigas del techo.
—Coño. Maldita…
Siempre olvida que, al parcelar el alto puntal con entresuelos y barbacoas, dejaron la altura indispensable para no caminar agachados. Se frota la muñeca y sale corriendo hacia la habitación de los niños, mientras Estela se abotona, a regañadientes, el primer vestido que encuentra.
Manolo podría recorrer a ciegas toda la casa. Aquí nació, en abril de 1968, sesenta y cuatro años, tres meses y diecisiete días después que su bisabuelo, Manuel Benítez I, Don Manuel, colocara la última teja en el techo de dos aguas, la última ventana de cedro, y la última losa roja de cerámica portuguesa, con flores amarillas de lis, en el vestíbulo.
Sacude a los muchachos, que tardan en reaccionar.
Manolito se niega a despertar. Vuelve a zambullirse en su sueño como si se adentrara en un reducto tibio que lo protege de la intemperie. Cuando comprueba que Laura se ha levantado y camina hacia la puerta de la habitación como una sonámbula, Manolo carga a su hijo pequeño que, sólo entonces, masculla una protesta, porque todavía es demasiado temprano para ir a la escuela.
Antes de precipitarse, más que descender, por la escalera de caracol, con Manolito en sus brazos, golpea a la puerta de la minúscula habitación donde duerme su hermano, a veces solo, a veces mal acompañado.
—Adrián, despiértate. Hay que salir de aquí.
Tras unos sonidos ininteligibles, aproximadamente humanos, se escucha un gruñido:
—Otra vez no, Manolo. Vete al carajo y déjame dormir.
Sabe que es en vano insistir —ya saltará si quiere por la ventana del fondo— y alcanza de cuatro zancadas la planta baja —la única, en el plano original del edificio.
Sus padres ya están en la sala y su abuela se mece, como casi siempre en los últimos diez años, en su comadrita de caoba que venía en la dotación original de la casa, junto a un tibor de porcelana con periquitos volando en círculo y la alta cama de palisandro que es la otra locación de la abuela cuando no se está meciendo.
No es raro que sus padres llegaran antes que él. Tienen el sueño como de pájaros, levísimo, un insomnio perpetuo de baja intensidad, y saltan de la cama ante cualquier ruido imprevisto. La abuela suele transcurrir noches enteras en su mecedora. En cierta ocasión, estuvo tres días sentada. Cuando le pidieron que se acostara un rato e intentara dormir, respondió:
—Mejor la espero aquí.
Como si justo en este momento se despertara, su padre le pregunta:
—¿Otra vez?
—Ahora sí. Corran.
Pero ninguno corre. Su madre intenta volver al cuarto para recoger su chal, pero Manolo (no, mamá, no queda tiempo) la empuja hacia la puerta de la calle.
—Vamos, abuela.
Pero ella, sin quitar los ojos de la pantalla del televisor apagado, responde que no, mejor la espero aquí.
—Ayúdame, papá.
Y tras pasarle a Estela el cuerpo de Manolito, entre él y su padre cargan a la abuela y la sacan, con comadrita y todo, hacia la noche. Los ojos de la anciana siguen fijos en algún punto, como si la pantalla del televisor apagado o ella, la que espera, estuvieran en todas partes.
Tras depositar la comadrita en la acera, Manolo cobija a la familia en el portal de enfrente (cuando empiece, se esconden detrás de las columnas, advierte) y cruza de nuevo la calle. Sabe que es un gesto absurdo, pero algo le dice que es lo último que debe hacer: cerrar con cuidado y doble llave la puerta de la casa. Antes de regresar a la acera donde permanece toda la familia a la expectativa, examina la fachada de su casa. Dieciocho metros de frente encalado con dos ventanas protegidas por barrotes y una puerta de caoba que en su día fue inexpugnable. El portal de un metro ochenta de ancho, los dos sillones pintados y repintados de verde, amarrados con cadenas a los barrotes porque ya se sabe. Aunque la rejilla se ha desfondado y los balancines crujen como cuadernas de bergantín en una tormenta de Salgari, sería triste que los inmolaran como leña de fogón a algún potaje de frijoles negros.
Manolo no consigue imaginar el día en que su bisabuelo inauguró la casa: las maderas olorosas a aguarrás; la cal flotando todavía en el aire; el brillo cegador de las baldosas recién colocadas; el repello pulido, sin arañazos ni desconchados ni golpes. Intenta recordar cómo se veían desde la amplia sala las vigas del techo, particularmente la gruesa viga maestra de donde descendía la lámpara de lágrimas.
Manolo era un niño cuando ese paisaje se perdió de vista tragado por la barbacoa de pino siberiano —dos cajones de piezas para tractores MTZ que su padre forrajeó en la empresa—. De su memoria han desaparecido los butacones de mimbre, las mesitas con sus tapetes bordados, los cuadros del Sagrado Corazón de Jesús y el de los cisnes con señoritas y escalera de mármol. De todas esas imágenes que hoy son, en el mejor de los casos, borrosos paisajes de infancia, sólo queda la amplia mesa, posiblemente de cedro, que ha dado de comer a cinco generaciones de Benítez
Manolo nunca conoció el silencio de la casa de su bisabuelo, un silencio anterior a la televisión, la radio y el tocadiscos RCA Víctor que sobrevivió hasta su adolescencia. Un silencio de tiempo a la expectativa. No como el de esta noche: un silencio que parece hecho de tiempo agazapado, listo para saltar sobre los ocupantes de la casa donde han llegado a convivir cuatro generaciones. La casa que, incapaz de echarse a la calle y encorsetada de vecinos por ambos lados, fue obligada a crecer hacia adentro, y a usurpar hacia atrás los verdores del patio.
Pero no sólo los Benítez sobreabundaban la casa. Las termitas se fueron instalando en las vigas y los horcones, en las persianas y las puertas. Manolo las ha oído crepitar cuando horadan sus propios entresuelos en las maderas, cuando abandonan un arquitrabe para tomar por asalto el chiforrober de abuela. Un sonido tan imperceptible como el de los insectos comedores de arena que van sembrando la casa de bolitas. Por el volumen de sus deyecciones, que la escoba recauda cada mañana, Manolo calcula el avance de los laberintos.
Una casa invadida por el tiempo, por los emisarios del tiempo.
Regresa a la acera de enfrente, y se reúne con el resto de la familia, que cabecea de sueño a la espera de no ocurra nada, o de que Manolo se resigne a que nada va a ocurrir y les permita regresar a sus pesadillas, sus desvelos o sus sueños interrumpidos. No es la primera vez. Pero Manolo sabe que ya es demasiado tarde. Todos miran hacia la casa con temor, con indiferencia, con sorna, con cansancio. Manolito no la mira, la sueña. Su padre ha ido llevando durante años la bitácora de la casa, el registro de su navegación en el tiempo, de sus sucesivas metamorfosis, con el único propósito de prevenir este día. Tiene constancia de todas las heridas infligidas a la casa, pero no ha podido restañarlas, sólo llevar su inventario. Teme que hoy no sea el día. Ya lo ha advertido otras veces y no ha ocurrido. La familia está harta de sus zafarranchos en medio de la noche, de estas vigilias que pueden durar horas, hasta que algún guiño imperceptible de la puerta, el entrecejo fruncido de un alero, sugieren a Manolo que el desenlace se pospone. Sólo entonces les permite regresar a sus camas. La casa es taimada: ofrece pistas falsas, fragua alarmas mentirosas, para que cuando llegue el momento no atendamos a sus indicios. Nos quiere coger desprevenidos.
Tras cuarenta años de matrimonio, entre Manolo y la casa hay una complicidad tensa, como la de esas parejas a las que une menos el amor que el resentimiento compartido. Ha llegado a pensar que la casa nos odia, que quiere desquitarse por todo lo que le hemos hecho, agravios aliviados por analgésicos de pintura aguada muy de vez en cuando. Vengarse por cómo hemos trepanado sus costados para apuñalarla de arquitrabes, del abuso con sus desagües, las arrugas en sus azulejos, sin paliativos ni cosmética; las adiciones torpes que le han crecido hacia el patio como forúnculos; cicatrices de tuberías y cables añadidos para suplir el estado terminal de sus cobres, bronces y plomos originales que desembocan en el intestino ulcerado de la fosa séptica. Como un burro a punto de derrengarse, la casa pide venganza por haber acumulado sobre sus paredes de carga generaciones sobre generaciones, y porque ya no soporta el dolor en sus cimientos.
Harta, Estela decide regresar a su sueño. Manolo la retiene por un brazo en el momento que se enciende la luz en la habitación de su hermano. Justo entonces, como si esperara por esa señal, ocurre. Cesa el crujido habitual de las maderas y se hace el silencio. Se escuchan entonces sus gritos: aúlla el pino rojo, braman los horcones de nogal canadiense. Un sonido gutural de piedras acometidas de vértigo hace que en el barrio algunas luces se enciendan. En cámara lenta, a la casa le flaquean los tobillos. Las paredes se comban hacia adentro, el edificio adelgaza. Se le doblan las rodillas. La planta baja implosiona, y la puerta se dobla hacia adentro, desaparece, dentadura postiza entre los labios del marco. Los muros se derriten, las paredes de ladrillo se pliegan como un acordeón tras la última nota. Vencida la primera resistencia, las vigas y arquitrabes, la techumbre, la barbacoa, las camas, los armarios, los libros y los recuerdos se dejan caer con todo su peso sobre las cansadas paredes, que ceden resignadas tras un siglo soportando en silencio el peso de tantas vidas. Cuando se apaga el aullido de maderas, hierros, metales y cerámicas, y la nube de polvo comienza a aquietarse en el aire, todo lo que fue la casa queda reducido a dos metros de escombros.
Una aureola de silencio cerca la casa. La densa capa de polvo gris queda en suspensión sobre la calle: arena, esquirlas de metales, cal, arcilla roja, sulfatos y cromatos de plomo: una nube venenosa, irrespirable, que obliga a Manolo a arrastrar a los suyos hasta el parque cercano, donde los acomoda en dos bancos mientras intenta buscar auxilio. Prueba en los dos teléfonos públicos del barrio. Ninguno comunica.
Los niños son los primeros en retomar el sueño. Manolito se recuesta al pecho de su madre y llora. No se escucha un sollozo. Del llanto pasa directamente al sueño. Su tristeza necesita recuperar el aliento. Estela mira hacia el alto puntal del cielo como quien reconoce su nuevo hogar. La abuela no deja de musitar “hola te esperaba hola hola”, con la mirada clavada en el tronco de un almendro. Los padres de Manuel Benítez IV permanecen inmóviles, desvelados quizás. Su llanto silencioso es como una sentencia; aunque Manolo comprueba poco después que se han dormido. Con los ojos abiertos. Como para no perderse ni un detalle, aunque mañana crean que lo han soñado.
Regresa a la casa y bucea entre los escombros en busca de su hermano. Sortea restos de la sala, cruza el lugar donde estuvo la cocina y reconoce el cuarto de Adrián por el picaporte y las partículas de pintura amarilla en los restos de la pared izquierda. Pero su hermano no está, no existe. Ni sus restos. Como en algunas películas de misterio, puede que haya asesinato, pero sin cadáver. O no. Quizás pudo huir a tiempo. Quién sabe. Tampoco encuentra su memoria: ni sus libros, ni su ropa, ni la Nintendo que era su tesoro. Nada. Como si la casa, poco antes de rendirse, hubiera saqueado el recuerdo de sus inquilinos. En el resto de las ruinas tampoco encuentra Manolo ni un juguete, ni un papel, ni un zapato o un trozo de pan. Parecen los restos de un castillo medieval, esterilizados por el tiempo de toda presencia humana. Las ruinas han borrado en minutos un siglo de bodas y nacimientos, funerales, graduaciones, amores, peleas y festejos. Ni una foto, ni una flor entre las páginas de un libro, ni un anillo de compromiso ni un diploma dan testimonios de que hasta hace unos minutos la casa era un sitio habitado. Manolo sabe que los ladrillos serán reutilizados, y algunas tejas salvadas del naufragio, maderas, tuberías, bisagras, tiradores, pero ¿cómo reciclar sin pruebas, sin registros, sin diarios de a bordo una memoria que se apaga?
Las luces que se encendieron con el estrépito, se apagan a la misma velocidad. El barrio regresa a eso que llaman normalidad, al silencio compacto de la noche, de cualquier noche, aunque hoy ese silencio no está sajado por ronquidos y palabras involuntarias. Tras la neblina del silencio pueden adivinarse mil orejas pendientes, esperando.
La nube de polvo que nimba los escombros es sofocante y, aunque insista, Manolo no puede continuar su búsqueda. Se aleja hacia el parque donde lo esperan los suyos. Abraza a Estela, náufragos sin bote a la vista. Al sentarse, descubre un cansancio que la urgencia había sobreseído; pero se sabe incapaz de dormir. La más fácil de sus preguntas es ¿cómo reconstruir un techo y cuatro paredes? La difícil es cómo reconstruir una memoria anterior a la memoria.
A la mañana siguiente, Manolo se acerca a lo que hasta anoche fue su casa, pero no hay nada. Un rectángulo de tierra limpia que lo mira con el ojo cíclope del desagüe. De su casa de toda la vida sólo queda el espacio, como una muela arrancada a la ciudad con raíces y todo. En el curso de la madrugada han saqueado las ruinas: cada piedra, cada viruta de madera, cemento, clavo, loza, cristal, cada pieza de tomacorriente, cada articulación, cada hueso y cada vena de la casa han sido rapiñados por esta ciudad caníbal que intenta sobrevivir devorando sus propios cadáveres, esta ciudad donde todo tiene una segunda oportunidad, una resurrección a medida.
Manolo siente una especie de alivio, como si al desaparecer la casa y llevarse en el naufragio su cuaderno de bitácora y la saga de los suyos —pero también cualquier vestigio, cualquier prueba del pasado: sillas, paredes, camas, ventanas y juguetes—, lo obligara a reescribir todo desde el principio, a reconstruir su memoria desde los cimientos, porque ahora su única herencia es la cicatriz del pasado: un trozo de cielo, una parcela de aire, un hueco en el tiempo.
* Del libro Topografía del tiempo (inédito), 2012.
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