Una voz original y solitaria
Cada nuevo libro de Carlos A. Díaz Barrios viene a confirmar la solidez de una obra concebida bajo los dictados del talento y el rigor.
Desde hace ya unos cuantos años y pese a que hasta ahora ha tenido como caja de resonancia el silencio, cada nuevo libro de Carlos A. Díaz Barrios (Camagüey, 1950) viene a confirmar la calidad de una obra concebida bajo los dictados del talento y el rigor. Se trata además de un proyecto literario atípico e imprevisible, que ha logrado mantenerse ajeno a los lugares comunes de la poesía y la narrativa que hoy escriben sus compatriotas. Eso, entre otras razones, ha hecho de él una figura incómoda, en tanto que se sitúa más allá de cualquier intento de clasificarlo dentro de las etiquetas al uso.
Incluso ya desde sus primeras novelas Díaz Barrios se desmarcaba un tanto de las de sus compañeros del grupo del Mariel. El jardín del tiempo (1985) y Balada gregoriana (1986) eran retratos generacionales, y al igual que las obras que por esos años escriben Carlos Victoria, Miguel Correa, Roberto Valero y Reinando Arenas, reflejaban el fracaso de las ilusiones, le degradación de una utopía, la quiebra total de los ideales de antaño. Pero al abordar esas temáticas, Díaz Barrios apostaba por un tratamiento más experimental, sin que con esto esté emitiendo una valoración literaria que reste méritos a los otros títulos. La estructura no seguía la de las novelas clásicas, no existía un hilo argumental propiamente dicho, los hechos llegaban el lector de una manera fragmentaria y no había personajes construidos de acuerdo a los patrones sicológicos tradicionales.
Pero una vez pagado ese peaje casi obligatorio, a partir de sus siguientes textos Díaz Barrios pasó a seguir sus propios caminos estéticos y temáticos. Tras aquel estreno como narrador, se dio a conocer luego como poeta, y ya desde el primer libro, Las puertas de la noche (1993), puso de manifiesto una brillante singularidad. Vinieron después Oficio de responso (1994, Premio Hispanoamericano Juan Ramón Jiménez), El regreso del hijo pródigo (1994), La caza (1995), La claridad del paisaje (1995, Premio Letras de Oro), La Canción de Ícaro (1999), La Canción del Emigrante (2000), Las memorias de Judas. Un verano en Ocala (2004), que han cimentado una trayectoria en claro ascenso cualitativo y materializada en una poética que defiende su pureza e independencia de la realidad inmediata.
Los dos últimos años han sido particularmente productivos para Díaz Barrios. A los títulos ya publicados, ha venido a sumar unos doce más, que en su mayoría ha sacado dentro de las ediciones, primorosas y de factura artesanal, de La Torre de Papel que él dirige desde 1993. Ante la imposibilidad material de dedicar una reseña individual a cada uno, he optado por la solución, no sé si salomónica o no, de referirme de modo general a varios de ellos. He dividido además mi trabajo en dos partes, una primera acerca de los textos poéticos y una segunda, sobre los narrativos. Advierto, no obstante, que tal distribución obedece a un criterio puramente práctico —debía adoptar alguno, ¿no?—, para que esto no se convirtiese en lo que Samuel Feijóo llamaba un cacareo de gallo ronco. Lo aclaro porque en más de un caso Díaz Barrios se muestra reacio a someterse al corsé de los géneros literarios.
"Sentado a mi lado está Dios, sacándose una espina de la planta de los pies; cómo le sudan las manos al Señor. // La noche aquí, en el desierto, es fría, tan fría que ya no siento el bate de béisbol que llevo amarrado a la espalda. // Quién lo iba a decir, que me iba a acompañar Dios, al igual que mi bate de pelota. // Quién me iba a decir que el chaparral y la taberna eran lo único que me había dado la Historia". Son versos pertenecientes a Fantasmas y otros venenos, uno de los once textos recogidos en Kansas Lounge (Colección Papeles del Minotauro, 2005). Integra, junto con Rosas negras de Amenofis (Colección Argonauta, 2004) y Box Office Draw (Colección Contemporáneos, 2005), el trío de poemarios a los que aquí me voy a referir.
Los versos antes citados pueden dar una idea general —recuérdese que me refiero a tres libros independientes— de bajo qué parámetros estéticos se orienta la escritura de Díaz Barrios. A lo largo de esos textos encontramos un sujeto poético que se mueve por paisajes muy diferentes entre sí, y que se traslada de uno a otro como un peregrino misterioso. Desiertos, pueblos y ciudades van desfilando ante el lector como si se tratase de una trepidante road movie. En ese itinerario, la voz que nos habla desde la primera persona va "buscando la manera / de vivir dentro de algo / tan poco habitable como es la vida". Lejos de presentarla como un locus amoenus, expresa sobre la geografía que allí se recrea: "Oh, siniestro lugar donde uno nace / con una madre, una muda de ropa / y una montaña de sueños".
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