Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Necrofilia

El difícil caso de la literatura policíaca cubana, visto a través del escritor Leonardo Padura y de su alter ego, el detective Mario Conde.

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Literatura gris

Muy dura la situación para quien intenta aportar algo nuevo. El crimen es real. Aunque se alimenta de circunstancias extremas, no permite andarse por las ramas. La literatura es imaginación, no legajo judicial. La política se traduce en censura. Tres aspectos difíciles de combinar a la hora de escribir una buena novela.

Las circunstancias literarias y nacionales obligan al autor a apoyarse en las novelas empeñadas en describir —dentro de una trama realista— la corrupción social y política de una ciudad o un país, lo que en la práctica significa fundamentar el relato recurriendo a la tendencia norteamericana de la escuela Hardboiled, caracterizada tanto por el rigor de la escritura de sus mejores exponentes como por la denuncia de los males sociales y políticos.

Esta forma de denuncia —saludada con varias ediciones cubanas de los libros de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, en un empeño de divulgación que en lo fundamental obedeció al valor literario de las obras, pero que siempre tuvo a mano la justificación de mostrar los males de la sociedad norteamericana— no era entonces admisible en Cuba. Si acaso un pálido reflejo. El rojo es militancia comunista y el negro podredumbre capitalista. La ideología de una blanca pureza. La mezcla de colores produce una literatura gris.

Para ese autor empeñado en el género policial cubano, los obstáculos se multiplican por el hecho de que tras el triunfo de Fidel Castro, en la Isla dejan de existir los detectives privados —Cárdenas Acuña sitúa su novela en una época prerrevolucionaria—, el no poder presentar relatos en que la policía es corrupta, decir que en ocasiones los funcionarios públicos se alían con los ladrones, son incluso los más delincuentes o permitir al lector reconocer que en el presente y no en el pasado está la fuente del crimen.

La crisis y el crimen

Leonardo Padura comienza a escribir su serie sobre el teniente Mario Conde a comienzos de la década de los años noventa. Hay que anotar la fecha, imprecisa y recurrente en sus libros. Es el momento en que la novela policial adquiere carta de ciudadanía literaria en Cuba y el género retoma el carácter de denuncia que lo caracteriza.

Descartados todos los libros que no merecen una lectura dominical, además de Cárdenas Acuña —que conserva apenas su valor de iniciador— sólo queda el logro parcial de Luis Rogelio Nogueras y Guillermo Rodríguez Rivera con El cuarto círculo —una novela bien construida, pero resuelta de forma demasiado esquemática y dentro de los cánones ideológicos del realismo socialista policial.

Pero no todo es empeño personal: fue necesaria la caída del Muro de Berlín en 1989 y la posterior desaparición de la Unión Soviética. La crisis hunde el país, pero permite el nacimiento de un mundo literario personal en que los límites entre el bien y el mal no están en blanco y negro: juego de máscaras que muestran aspectos de la realidad nacional hasta entonces ocultos, males que no nacieron de un día para otro, pecados de juventud que son ahora crímenes del momento.

Las novelas policiales de este escritor habanero nacido en 1955 —ganador de varios premios internacionales, como el Café Gijón de Novela 1995 y el Premio Hammett 1997-1998— nos permiten acercarnos a la crisis de valores que atraviesa la sociedad cubana.

De la denuncia al desencanto, en un principio estas obras no se plantean una ruptura frontal con el sistema, pero con cada nueva entrega crece la visión de un panorama nacional en que reina el desencanto. Lo que en un inicio fue reflexión crítica sobre la sociedad, ha terminado en un ejercicio de supervivencia caracterizado por un desfile de personajes que intentan mantenerse a flote tras el naufragio.