Actualizado: 17/04/2024 23:20
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Necrofilia

El difícil caso de la literatura policíaca cubana, visto a través del escritor Leonardo Padura y de su alter ego, el detective Mario Conde.

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Lamento generacional

Al final del libro, Conde rompe el único disco que grabó Violeta del Río —quizá con la esperanza de destruir el último que quedaba en la Isla— no como un acto de reafirmación, más bien es un gesto de impotencia para intentar aferrarse de nuevo a los pocos resquicios que lo mantienen a flote.

Pero el lector sabe que la Dama de la Noche volverá en los sueños o en las pesadillas de ese hombre que se empeña en sacar a flote un crimen del pasado —al igual que el autor se empeña en la trama del gángster y la conspiración política— para no tener que taparse la nariz y seguir respirando en medio de la fetidez de un mundo en descomposición.

Luego de bajar al infierno, representado por el barrio de Atarés con sus prostitutas, drogas, robos y asaltos, Conde vuelve al limbo de su existencia (tanto en Vértigo como en La neblina del ayer hay una contrapartida femenina a la mujer ilusión: la mujer terrenal, Midges y Tamara).

En su magistral crónica sobre Vértigo, Cabrera Infante señalaba que la primera parte de la película hace creer al espectador en lo sobrenatural, mientras que en la segunda se presenta el mundo natural del misterio policíaco. Pero cuando Hitchcock se adentra en la realidad es cuando el filme resulta más perturbador, ya que la locura es el amor que perdura más allá de la muerte.

A mitad de la cinta, el director hace una revelación con la intención de terminar con el asunto policial y quedarse con el tema pasional; "desde aquí se presiente que el verdadero misterio no es saber quién mató a quién, sino quién es quién", dice G. Caín.

Los males de ambos

En La neblina del ayer, Padura traza un camino contrario. También el libro está dividido en dos partes —ambas caras del único disco sencillo que grabó Violeta del Río— y al terminar la primera sabemos quién es quién y sólo nos queda conocer quién mató a quién, algo que se intuye casi desde el comienzo.

La trama policial sirve además para definir lo que podría considerarse el punto de vista político del autor: no idealizar ni el presente ni el pasado, mostrar los males de ambos. Pero las injusticias del ayer no son utilizadas como una justificación del caos actual. Todo lo contrario. Las ruinas de hoy hacen que palidezca la decadencia del ayer.

Entre estos dos mundos, los personajes que eran niños al triunfo de la revolución son quienes están peor, ya que padecen los rigores de una sociedad que ellos contribuyeron a crear, la cual se ha tornado soportable sólo gracias al alcohol y la amistad.

Yoyi el Palomo, el socio de Conde en el negocio de compra y venta de libros —con veintiocho años, mucho más joven que él—, ingeniero civil devenido en traficante, acepta el nuevo desorden social, y sabe moverse perfectamente en él, que al ex policía le resulta odioso y ajeno. La novela es también el lamento de una generación.

Hombres cercanos a los cincuenta años, en la mayoría de los casos, no conocen la nostalgia, tan sólo el desencanto. No añoran la juventud y pasan el tiempo recordando privaciones y volviendo a escuchar la música que les sirvió de refugio durante los días y años en que cimentaron su amistad en medio de limitaciones y lemas. Poco les queda, salvo sus reuniones.

Lo mejor de La neblina del ayer trasciende los mecanismos de la novela policial —la trama es por lo demás predecible— para mostrarnos la agonía cotidiana de estos seres traicionados, perdidos en un mundo que no logran atrapar y del que tampoco pueden salir.


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