Actualizado: 22/04/2024 20:20
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Mao, Pekín, China

Días de encierro (I)

Recuerdos chinos de años sin coronavirus

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Poco más de 200 metros separan a las dos Chinas. Al salir de la Ciudad Prohibida y enfrentar la Plaza Tiananmen uno tiene varias opciones. Dejar a la derecha el lugar donde un enorme cartel de Mao avisa y advierte que ese fue el sitio desde el cual el Gran Timonel declaró la república socialista china y dirigirse al paso subterráneo que permite el acceso a la plaza.

Luego de atravesar un punto de control donde los nacionales, pero no los extranjeros, son revisados al igual que sus pertenencias y atravesar por debajo la Dongchang’an Jie ―que recuerda a las amplias avenidas moscovitas― comienza una especie de “rito de pasaje”.

Ya en la plaza, rodeado de grandiosos edificios que también recuerdan la arquitectura estalinista ―y entre los cuales está precisamente el Mausoleo a Mao― apenas hay tiempo para imaginar las paradas militares, los desfiles gloriosos y el despliegue de banderas.

Unas enormes pantallas tratan de llamar la atención del visitante, pero lo que se percibe con mayor fuerza es la presencia de un aparato disuasivo donde la represión no solo es una presencia inmediata sino también un espectáculo: militares en patrulla marchando alrededor del sitio; policías en vehículos motorizados personales recorriendo el área; ciudadanos vestidos de civil que no ocultan que son otra cosa y soldados aislados, que marchan y se detienen en atención a los pocos pasos, como si de pronto se les hubiera agotado una cuerda breve.

Todos son jóvenes, la mayoría de una altura no común en China y de una marcialidad que intenta borrar cualquier dulzura en el rostro. Por todas partes, rodeándolo a uno, cámaras y más cámaras instaladas en postes.

Pero si se camina a lo largo de esa misma avenida, y se llega a la Wangfuing Dajie, el panorama cambia por completo. El emblemático restaurante McDonald no es una puerta ni un puente, como los que han quedado atrás tras pabellones y dioses guardianes, sino la entrada a un mundo con la ilusión de transpirar lo contrario a prohibición y censura.

Uno comienza entonces un largo recorrido, donde establecimiento tras establecimiento define la imitación mayor de Times Square que hay en el mundo― y que a veces incluso se aproxima a superarla― como si el único objetivo fuera construir tiendas de lujo mayores a las de París y Nueva York.

Hasta cuándo estos mundos mantendrán una coexistencia pacífica es imposible predecir, pero sí se puede afirmar que la economía de mercado ha penetrado todos los rincones de la ciudad, incluso en la propaganda revolucionaria, y que el lugar desde el cual el Gran Líder declaró la revolución es un sitio en que se impone el respeto, pero donde la veneración queda, si acaso, a cargo de los turistas.

Desde el arribo a la nueva terminal del Aeropuerto de Pekín para vuelos internacionales ―construida para los Juegos Olímpicos y en la actualidad la mayor del mundo― la arquitectura define una ciudad que desde hace décadas adoptó modelos soviéticos y luego occidentales de edificios, y donde únicamente los letreros y la limitada iluminación señalan que se está en China.

Una gran ciudad de tráfico caótico y polución extendida, expresa su singularidad en ese coexistir constante entre el pequeño negocio privado ―la tienda estrecha con buena parte de la mercancía colocada a las puertas― y las sedes corporativas internacionales, con edificios que compiten en tamaño y despliegue de nombres. Una mezcla de fachada del primer mundo con una profusión de hombres y mujeres que luchan a diario dentro de una estructura económica nacional que todavía está en vías de desarrollo. El uso limitado de las tarjetas de crédito, la ausencia de algunos mecanismos de eficiencia y el exceso de empleados en negocios grandes y pequeños marcan una diferencia con Estados Unidos y Europa que todavía llevará unos pocos años superar.

Si lo anterior suena a discurso neoliberal es en parte porque China es un excelente ejemplo de los efectos de la globalización. Y Pekín es su ventana. Se sabe que las diferencias entre el campo y la ciudad siguen en aumento, que hay una población pobre que no se encuentra en las calles de la capital ―donde no se ven mendigos, como en Roma, Madrid o Nueva York― y que el crecimiento sostenido, la venta al mundo de mercadería barata construida con sueldos de miseria no es una vía perfecta, pero el país ha logrado una acumulación de capital que le ha permitido adquirir tanto una buena parte de la deuda de Estados Unidos como invertir en todo el mundo.

China depende de la inversión extranjera para existir, pero el mundo occidental y en desarrollo depende igual o más de la inversión china para sobrevivir.

¿Ha tenido consecuencias favorables, para la libertad de pensamiento, esta avanzada mercantil de Occidente?

La tienda de libros extranjeros en la calle Wangfujing Dajie es el mejor lugar para desplegar el discurso neoliberal de la libertad tras la Pepsi. Pese a lo limitado del muestrario, en lo que a pensadores contemporáneos se refiere, se encuentran obras que permiten afirmar un avance en las posibilidades de lectura para una clase intelectual y académica. Años atrás algo tan simple como dos libros de Tintín que veo en la librería estaban prohibidos en el país: El lotus azul y Tintín en el Tíbet. Hoy no solo se encuentran en los estantes sino en ediciones hechas en China. Imposible de hallar entonces la edición de las sinfonías de Beethoven, dirigidas por Leonard Bernstein con la Filarmónica de Viena, que ahora compro en un alarde pedante.

Nada de esto anula los casos conocidos y divulgados hasta el cansancio de represión intelectual, pero la vida se hace de pequeños gestos. Para alguien que siempre sospecha de los gestos heroicos y las posiciones altisonantes tras las declaraciones a favor de la democracia, es un paso de avance.

La música de Miles Davis llega hasta las mesas del exterior de un restaurante en el Distrito de Arte de Pekín. El camarero se acerca con un cheesecake. Un acto de hedonismo vulgar del turista de paso. Sí, ¿por qué no? Pero también un acto de libertad.


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