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Stalinismo, Fascismo, La Habana

Días de encierro (VII)

“En La Habana, de lo único que uno puede estar seguro, es de un tabaco”

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Viernes 28 de junio de 1940. 6:00 a.m. Una caravana de limusinas Mercedes Benz recorre los bulevares. Por pocas horas Hitler visita París. Hosco y confiado, conquistador y turista, inspecciona más que observa las maravillas de una ciudad que nunca volverá a ver.

Puerta de Tiananmen en la Ciudad Prohibida. Hay que recorrer poco más de 200 metros y un paso subterráneo para enfrentar la plaza. Pero a la derecha de esa puerta, que el visitante atraviesa tras recorrer 900 edificios, obras de arte y objetos que pertenecieron a las colecciones imperiales durante 500 años, un enorme cartel avisa del sitio donde Mao declaró la república socialista china, el 1 de octubre de 1949.

Año 1980. Es noche en Moscú y de forma brusca un portero me detiene a la entrada del Hotel Ucrania. Luego retrocede temeroso, al darse cuenta del gesto brusco empleado con un turista extranjero. El edificio tiene 34 pisos y fue construido en 1955. Forma parte de un conjunto de siete rascacielos —las “Siete Hermanas”— edificados durante los últimos años de la época de Stalin.

Una inscripción en el Palacio de los Oficios: “La tercera Roma se extenderá desde las altas colinas a lo largo de las orillas de río sagrado hasta las playas del Tirreno”. Parecía llegado el turno, luego de la antigua y la cristiana, a la Roma fascista. En 1922 Mussolini organiza una marcha hacia la capital, entre el 27 y el 29 de octubre. Il Duce forma gobierno el día 30 y se convierte en el primer ministro más joven de la historia italiana. Pero la dictadura fascista no comienza de inmediato, ya que aún se necesitarán meses para asegurar el control de todos los mecanismos de poder político.

Otra ciudad, otra marcha y otra caravana. 8 de enero de 1959. Fidel Castro entra en La Habana. Desde ese día y antes, la revolución cubana nunca abandonará el solapado rencor campesino ante lo urbano, donde se aprovechan las circunstancias, pero rige la sospecha.

Los dictadores recelan de las ciudades, las consideran difíciles de dominar, peligrosas en su esencia porosa, polos de atracción para las mezclas más diversas, llenas de individuos que con frecuencia cambian de residencia. Se atreven a conquistarlas solo cuando su poder se ha desarrollado y nutrido alejado de ellas. Incluso en figuras como Hitler y Mussolini, que incluyen la reconstrucción o edificación de capitales imperiales entre sus sueños de grandeza, hay una notable “urbanofobia”.

Hitler concibió edificios monumentales para Berlín, y así superar la grandeza de París y de una Viena donde primero se sintió humillado como artista en su juventud y luego fue saludado por una multitud equivoca y entusiasta, aunque siempre mantuvo su inclinación —se podría decir hasta su amor— por la pequeña Linz, en cuyas cercanías había transcurrido parte de su infancia.

En sus comienzos un movimiento urbano de tendencia republicana, el fascismo es posteriormente financiado por los terratenientes y las capas más conservadoras de la sociedad italiana.

Tanto en Mussolini como en Hitler y Stalin, cualquier proyección arquitectónica debe regirse por el principio del orden. La ciudad debe ser reconstruida, ampliada —incluso magnificada— con el objetivo primordial de controlarla.

Los objetivos de dominación tras la entrada de Castro en La Habana transitan por un rumbo opuesto, aunque con un objetivo común: menoscabar la ciudad para doblegarla.

Actitud y conducta contumaces desde su origen hasta hoy: el Movimiento 26 de Julio se sirve del terrorismo en las ciudades, pero siempre considera y proclama la lucha en las montañas como el objetivo fundamental. Destruir y causar caos y terror en la capital, para ganar tiempo y así establecer las bases del poder en el campo. Tras el triunfo, el prejuicio contra lo urbano sustenta y justifica la desconfianza y el abandono. La capital, como centro de explotación y pecado, tiene que pagar un precio de humillación y desprecio: sus habitantes trasladarse a trabajar en el campo, los cines dejan de brindar estrenos durante las temporadas de jornadas agrícolas.

Por décadas, La Habana admite con renuencia y entusiasmo a guajiros analfabetos y toscos; jóvenes campesinas que llegan para aprender corte y costura y no quieren volver a sus pueblos de origen; técnicos y funcionarios soviéticos y de los países socialistas; idealistas de cualquier parte del mundo; turistas en busca de la experiencia revolucionaria o simples fornicadores, aventureros y estafadores; becados de los más remotos confines y año tras año y hasta el momento a los nacionales aspirantes a policías y represores: individuos que a cambio de un techo colectivo y una comida mejor están dispuestos a romperle la cabeza a cualquiera, especialmente a quienes ellos desprecian y no entienden.

Y durante todo ese tiempo la capital cubana resiste esa transformación, decretada cuando las tropas campesinas entraron a la ciudad dispuestas a convertir al sitio en sus cuarteles de invierno o de verano, campamento de descanso y entrenamiento guerrillero, cantera desde la cual estudiantes, soldados y profesionales revolucionarios saldrían para llevar los ideales fidelistas al resto de la nación y el mundo.

A diferencia de otras dictaduras, la cubana ha sido incapaz de crear una arquitectura en que fundamentar su permanencia. Los pocos edificios que pueden asociarse con el presente —o a estas alturas con el pasado— revolucionario han sido víctimas de una apropiación que los desvirtúa del objetivo original: es imposible hablar de la heladería Coppelia sin asociarla a los homosexuales; las viviendas hechas por las microbrigadas son apenas una mención para destacar el deterioro; la Ciudad Universitaria José Antonio Echeverría (CUJAE) un proyecto a medias; el Instituto Superior de Arte (ISA) un recinto sospechoso de creadores disidentes; el Parque Lenin una referencia al refugio temporal del escritor Reinaldo Arenas; un Centro de Convenciones —construido hace ya bastante años— en recinto para reuniones que al final han tenido poco alcance internacional; la reanimación del centro histórico de la ciudad colonial convertida en fachada turística.

El verdadero centro de poder del país se ha limitado a la Plaza de Revolución, un conjunto de edificios creados durante la dictadura de Fulgencio Batista, del que se apropió Castro y adaptó a sus fines de supervivencia.

Si bien la falta de un desarrollo de construcciones impetuoso y desmedido ha cumplido —de forma indirecta y sin propuesta de conservación alguna— una función no buscada de preservación urbana, también ha contribuido para que en la imaginación literaria ―especialmente para los exiliados y extranjeros― La Habana continúe gravitando sobre los pilares edificados por Alejo Carpentier, Lezama Lima y Guillermo Cabrera Infante. Una capital que, a los ojos del mundo, permanece en una esfera literaria más imaginada en el pasado que en el presente.

Tantas décadas con un cuerpo narrativo centrado fundamentalmente en acontecimientos y personajes —y con un paisaje urbano donde lo nuevo es el envejecimiento urbano— conlleva a que el marco referencial más inmediato y panorámico continúe siendo la literatura escrita 30, 40 o 50 años atrás. Un hecho acentuado por los años de una épica revolucionaria centrada en lo rural y en el interés de varios escritores en crear —con mayor o menor fortuna— una narrativa histórica. Definido entre la destrucción y la ausencia, el actual conjunto arquitectónico capitalino posrevolucionario ha llevado a una narrativa del deterioro.

La falta de un paradigma de la ciudad, como apogeo y auge de situaciones y conflictos no limitados a la barbarie, ha llevado a una búsqueda de modelos que se reducen a estereotipos, cuando se intenta rescatar un atractivo más allá de lo insólito y la aventura fácil (y hasta cierto punto segura).

El panorama a elegir retrocede todavía más cuando el interés se circunscribe a un afán comercial tan inmediato como el turismo. Cabe entonces la implicación más burda. Los tres músicos callejeros que persiguen a los protagonistas de Nuestro hombre en La Habana de Carol Reed son hoy por hoy la definición mejor de La Habana que se ofrece a los extranjeros, con sones para turistas.

La visión de dos británicos —Reed, el director de cine y Graham Greene, el autor de la novela en que se fundamenta la película— los convierte en embajadores perfectos.

Pendiente aún una perspectiva mejor —esa que el tiempo le negó a Greene—, de una Habana como otra Viena entre ruinas, y con un villano quizá no tan simpático y atractivo como Harry Lime, pero igual de siniestro.

“En La Habana, de lo único que uno puede estar seguro, es de un tabaco”. La frase es del mismo actor, pero de otro personaje. La pronuncia Orson Welles no en El tercer hombre sino en Voyage of the Damned. La expresa bien vestido, con un puro en la boca, José Estedes, que participa en la negociación —que resulta infructuosa— para permitir a los refugiados judíos a bordo del St. Louis entrar en Cuba. Solo que a lo dicho se le imponen dos cambios: en la actualidad ni siquiera un tabaco es seguro en Cuba y ahora los refugiados en busca de asilo son los cubanos.

Tras décadas de un proceso revolucionario descarriado, la capital cubana representa la más tenaz resistencia a una transformación que, por otra parte, ha vivido todo el país. Permanece como una referencia a una época desaparecida para siempre, y ahora tanto el régimen, que aún persiste, como los comerciantes extranjeros, que existirán siempre, buscan explotarla de la forma más vil para el viejo Marx: simplemente por dinero.

Viernes, 10 de junio de 2016.


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