Días de encierro (III)
Cuando no resultó el tratar de escapar a un día de elecciones presidenciales en EEUU
Lo que se llama un tipo con suerte. Estoy disfrutando en el café del Kunsthistorisches Museum Wien, que no es poca cosa, al menos para mí, porque este museo alberga la mejor y más completa colección de pinturas de Brueghel del mundo.
Es decir, que si a usted le apasiona Brueghel y ha contemplado sus cuadros en Nueva York, Madrid y Bruselas, solo tiene una visión salteada de la obra de este pintor. Tiene que ir a Viena. Con esa incomodidad estaba yo hasta ayer, luego de tantos años de admirar a este artista, y hasta de haber estado a la puerta del lugar donde está enterrado. Puerta que no me abrieron en una iglesia de Bruselas, pero esa es otra historia.
La cuestión es que Brueghel es una vieja pasión que creo sana, mientras que escribir de política y estar atento a ella me parece cada vez más antihigiénico, sobre todo si se vive buena parte del tiempo en Miami.
Por ello desde hace meses decidí que el día de la elección presidencial me cogíera fuera del país. Cuando se presentó la oportunidad de que fuera en Austria, casi fue una fiesta, o la ilusión de una fiesta.
Así que estoy sentado contemplando la extraordinaria cúpula del edificio, bajo la cual está el café del museo —y tratando de prometerme que voy a memorizar con ahínco cada detalle de los cuadros vistos, y que es posible que hasta compre para ello unas pastillas al regreso a Madrid, y así fortalecer la memoria— cuando se me acerca una señora y me pide ocupar la silla vacía.
Se trataba de un matrimonio, ambos de unos setenta y tantos años de edad, con una hija que aparentemente pasaba o estaba cercana a los cuarenta, pero no estoy seguro.
En un terreno donde hay o no hay apariencias yo me siento perdido.
El marido y la hija habían ocupado otra mesa, al lado de la mía, ya que esta sección del café está definida por un gran sofá circular, alrededor del cual las mesas son solo para dos personas.
La señora conversaba conmigo, en lo que yo esperaba me trajeran la cuenta. Eran de Mississippi y daba la impresión que llevaban un tiempo viajando por Europa. No sé por qué tuve la desdichada ocurrencia de sacar el tema de la elección y agregar que estaba por Obama.
Resultó que mis recién conocidos eran partidarios de Mitt Romney, e incluso habían votado por boleta ausente (no les pregunté si estaban viviendo en Europa o pasando unas largas vacaciones).
La mujer de más edad me dijo que había conversado con su gente de Mississippi, y que el embullo para votar por Mitt Romney era tremendo allí, que ella me podía asegurar que salía. Ah, y por supuesto, cuando se contaran las boletas ausentes e incluyeran los tres votos de quienes ahora tenía delante de mí, compartiendo mesa en un café de Viena, la victoria sería aplastante.
Traté de explicarle las diferencias entre el voto electoral y el voto popular, pero para ella no cabía duda. Tampoco pude indagar hasta donde abarcaba su territorio en Mississippi. ¿Todo el estado? Romney va a ganar en Florida, me agregó para demostrarme que su tendencia electoral también abarcaba mi territorio.
Obama puede perder Florida y ganar- Le dije casi para lograr poner una, ante esa avalancha de votos a favor de Romney.
Fue entonces que la más joven entró en la conversación.
Lo primero que hizo —en un salto dialéctico de la aritmética a la ideología—, fue explicarme que los gobiernos socialistas, como el de Obama, no funcionaban; que solo traían pobreza y perjudicaban a los de menos recursos.
Para comprobarlo —agregó ya en pleno tono doctrinal—, lo único que tenía que hacer era fijarme en Europa, donde a las naciones con gobiernos socialistas estaban muy mal y en una crisis de la que no salían, mientras que a las naciones de gobiernos conservadores les iba fenómeno.
Intenté recordarle que precisamente estábamos en Viena, y le pregunté que si no sabía lo que significaba “Viena Roja”. Me respondió, que sí que lo sabía.
Bueno, pues entonces Viena es un buen ejemplo de un lugar donde por décadas hubo un alcalde socialista, y que la ciudad no estaba nada mal, desde el punto de vista económico, la calidad de vida y los beneficios a los residentes.
Le agregué que si íbamos a hablar de España —el ejemplo socorrido de Romney para criticar a Europa—, en el cual le aclaré la gestión del último gobierno socialista no me había simpatizado desde el principio, por hacer demasiados pactos y poner por delante la ideología y las cuotas de género frente a la realidad —al contrario de algunos conocidos de entonces que eran socialistas y luego se convirtieron al partido de Rajoy y después al de Abascal—, una de las principales razones de la debacle económica por la que atravesaba el país era una burbuja inmobiliaria similar a la sufrida en Estados Unidos —y entre otros lugares en Miami, a donde iría tras regresar a Madrid.
Fue entonces que ella sacó a relucir el argumento de que dicha burbuja era culpa de los políticos “socialistas” de Estados Unidos, que habían obligado a los bancos a prestar dinero a los pobres para comprar viviendas, aunque éstos no tenían con qué pagarlas. Era casi escuchar a Pérez Roura, en inglés y con falda.
En esos momentos me di cuenta que llevaba casi veinte minutos hablando, en un lugar muy agradable, a miles de millas de Miami, con unas persona afables, correctas y muy simpáticas, y repitiendo y escuchando los mismos temas y argumentos que había decidido evitar en ese día meses atrás.
Supersticioso por naturaleza, el asunto comenzó a darme mala espina. ¿Y si sale Romney?
El camarero me había traído el cambio. Entre sonrisas me despedí de aquellos tres americanos tranquilos, que sin proponérselo habían logrado destruir mi coartada.
Martes, 6 de noviembre de 2012.
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