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El nudo

Caduca una etapa que ha durado más de un siglo: Los cubanos ya no creen que la Isla tenga un destino excepcional.

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La creencia en un excelso destino nacional que habría de hacerse realidad mediante la lucha revolucionaria fue el principal motor de las guerras independentistas, de la revolución de 1933 y del período subsiguiente de guerra (in)civil entre los "grupos de acción", pandillas más o menos afines a los grandes partidos políticos que reivindicaban la herencia insurreccional. Los cuatro gobernantes que desde entonces rigieron los destinos del país —Fulgencio Batista, Ramón Grau, Carlos Prío y Fidel Castro— procedían de las filas revolucionarias encumbradas durante el espasmo antimachadista y su secuela, conocida popularmente como la etapa "del gatillo alegre".

Tras medio siglo de vaivenes políticos (1902-1952), el mito adquirió la masa crítica suficiente para inclinar la balanza a favor del cambio radical. El cumplimiento de la esperanza colectiva en la redención revolucionaria desembocó, a partir de 1959, en un régimen de tipo soviético que aniquiló la autonomía de la sociedad civil.

Lo que caduca ahora es precisamente esa etapa de la historia del país, que ha durado más de un siglo. Los cubanos no creen ya que la Isla tenga un destino excepcional, que habrá de hacerse realidad mediante la lucha revolucionaria y, en la práctica, tampoco piensan y sienten como una nación, en el sentido que el concepto tuvo en los dos últimos siglos. Es decir, que ni el nacionalismo, ni el revolucionarismo, ni la ilusión de un destino colectivo glorioso cuentan ya como fuerzas generadoras de la acción cívica.

Aunque nos cueste aceptarlo, los males que han terminado por pudrir al sistema castrista fueron endémicos en la era republicana. El caudillismo, el nacionalismo xenófobo y el refuerzo de las competencias del Estado en detrimento de la sociedad civil estaban ya latentes en la República y eran "soluciones" que en uno u otro momento sedujeron a amplios sectores de la población.

Lo que la vida era para Macbeth

La originalidad de Castro consistió en aprovechar esas tendencias y llevarlas hasta sus últimas consecuencias, para construir un régimen autocrático en el que la centralización económica y el conflicto permanente con Estados Unidos consolidaban el poder del caudillo, que era a la vez Economista en Jefe y Estratega Supremo de la plaza sitiada por el imperialismo yanqui.

En esa ecuación, que sigue vigente en el tardocastrismo, cualquier medida encaminada a devolverle a la sociedad civil los derechos conculcados en los años sesenta o a mejorar las relaciones con Washington, se convierte de inmediato en una amenaza a la autoridad del caudillo y a la estabilidad del sistema.

Los jerarcas del comunismo lo saben, como saben también que el régimen es irreformable y que en cuanto empiecen a manosear el aparato, éste puede venirse abajo. Por eso no hablan nunca de atacar las raíces verdaderas de los problemas, sino de aliviar sus síntomas o atenuar sus efectos. Aumentar los salarios, mejorar la disciplina laboral, estimular el ahorro y cosas por el estilo que ahora vuelven a desempolvar, son paliativos de corto vuelo. Es como ponerle cataplasmas de mostaza a un enfermo de cáncer terminal.

Hay una hermosa frase del siglo XIX, que suele atribuirse indistintamente a José Martí y Antonio Maceo (aunque es probable que ninguno de los dos sea su autor): "La libertad cuesta muy caro y es preciso decidirse a comprarla por su precio o resignarse a vivir de rodillas". Por ahora, los cubanos siguen sumidos en una larga pesadilla de colas, alumbrones, calles hediondas, tilapia transgénica, caldosa, viviendas destartaladas, comités de defensa, escasez de agua, consignas estúpidas, libretas de racionamiento, marchas del pueblo combatiente y balsas del pueblo navegante.

Un día —esperemos que no demasiado lejano— se pondrán de pie y saldrán a la calle decididos a recuperar sus derechos, o sea, a pagar el precio de su libertad. No el de la soberanía nacional, que ha sido la coartada favorita de la dictadura, sino el de la soberanía personal, que es la medida del decoro y la autenticidad de cada ser humano.

Ese día se verá con meridiana claridad hasta qué punto el socialismo, el nacionalismo de pacotilla y el caudillismo milenarista son ya para el cubano de hoy lo que la vida era para Macbeth: una escenografía de cartón piedra, en la que un idiota balbucea un monólogo lleno de rabia e incoherencias.


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