Actualizado: 02/05/2024 23:14
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Preguntas del intelectual cubano

¿Puede haber un verdadero debate de ideas allí donde no existe la libertad de expresión?

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En esta tarea, tan hercúlea como vana, en este trabajo de salvación por vía letrada lo asalta muchas veces la tentación del atajo, del reconocimiento fácil. Basta un premio. Basta un espacio en una de las revistas locales o una conferencia en un aula abarrotada de oyentes con el estómago vacío. Con eso es suficiente porque en ausencia de una verdadera vida intelectual, donde la legitimación no se establezca por decreto de mediocres, un artículo, un premio y una conferencia producen la ilusión de haber alcanzado la meta.

Incluso para alguien que intuye el estado de miseria reinante en su país, no resulta fácil aceptar que sus posibilidades de convertirse en un verdadero intelectual radican fuera de éste. Emigrar de Cuba no es cuestión de quererlo, y la razón de ser del intelectual es el libre albedrío, la libertad de escoger. El mecanismo ético se reduce entonces a un simple truco del ello gratificador: elijo quedarme, ergo, existo como intelectual. Tal elección es falsa, como la del espectador embaucado por el trilero, que al levantar su chapa ignora que es víctima, también, de una ley de la percepción.

El síndrome de Julián del Casal

Durante mucho tiempo varios intelectuales de la llamada Generación de los 80 creímos en que era posible paliar la "marcha hacia la desintegración": el trabajo de los artistas era, como había escrito Lezama, otra manera, "secreta y profunda", de regir la ciudad. El exilio masivo de los 90 disipó esa ilusión cívica, clausuró la oportunidad de que Cuba se convirtiera en el mejor escenario de su propia cultura. Desde entonces, muchas personas "de dentro" han seguido trabajando de buena fe y han dado forma a varios proyectos de valía. Sabiendo las condiciones en que lo hacen, esas revistas, esos libros, esas conferencias en una azotea son dignos de un doble reconocimiento. Pero ese trabajo admirable, casi de miniaturista, no debería fomentar la ilusión de una verdadera vida intelectual. No se vale suplantar el original por un sucedáneo con buenas intenciones. De lo contrario llegará el día en que se juzgue la triste situación del intelectual cubano como una especie de melancolía colectiva, el síndrome de Julián del Casal alegremente extendido por decreto.

Veamos, por ejemplo, a los críticos cubanos, anclados en la indolencia que brota de la radical inutilidad de su tarea. ¿De qué sirve el reseñismo allí donde campea el dogma político? Mutuas celebraciones, intriguillas de salón. De un lado el provincianismo puro y duro de escritores sesentones. Y del otro, la lucha (igualmente provinciana) de los jóvenes críticos por ver quien consigue estar más à la mode. Lo cual acaba en pseudoerudición: se habla de oídas, se cita de segunda o tercera mano. Boqueando. Así están casi todos los ensayistas que viven hoy en Cuba. En un país donde la política se ha vuelto omnipresente, escribir de política los dejaría petrificados. Para participar en otros debates intelectuales llegan tarde. Desde hace al menos veinte años, los intelectuales cubanos llegan tarde a casi todos los debates. Sólo les queda la patria, un canon amañado, para entretenerse en interminables ejercicios autorredentores.

Pero, ¿puede haber un verdadero debate sobre el canon literario allí donde al crítico se le han extirpado previamente otras motivaciones intelectuales?

Hay un razonamiento de Adorno en Minima Moralia que analiza la función de la crítica dentro del magma de unas condiciones adversas: "El rechazo de la confusión reinante en la cultura —dice Adorno— presupone que se participa de ella lo suficiente como para sentirla palpitar, por así decirlo, entre los propios dedos, mas al propio tiempo presupone que de dicha participación se han extraídos fuerzas para denunciarla".

La insistencia moral del exilio a la hora de criticar a los intelectuales cubanos que se creen los únicos dioses de su parcela no es un problema de rencor personal o generacional, sino la evidencia de que bajo una sociedad totalitaria bien cabría esperar de esos intelectuales reacciones algo más inquietantes que tres o cuatro polémicas inocuas. Desde el exilio llega a los críticos cubanos el molesto recordatorio de que, como intelectuales, también podrían desenmascarar las coartadas del nacionalismo y rebelarse contra las perversiones que ha sufrido el lenguaje de la crítica.

El 'mundo feliz' de los críticos literarios

Así como el fascismo echó mano de un amplio repertorio de contenidos mitológicos, el régimen cubano utiliza una dosis ingente de malinterpretaciones y medias verdades sobre la tradición y la historia cubanas para armar su discurso. Y en ello cuenta, muchas veces, con el silencio cómplice de unos intelectuales incapaces de opinar sobre aquello que tienen cada día ante sus ojos. Cualquiera sabe lo que hay detrás de esa cortina de humo que son las publicaciones literarias de La Habana. Y más en un Estado que usa todos los recursos posibles para fomentar la miopía o el estrabismo ideológico, para convertir en ignorantes a sus escolares sencillos, para divulgar el chovinismo y la ordinariez. Los políticos cubanos siempre han usado la tradición como un belvedere desde donde arrojar su propaganda. Me cuesta trabajo aceptar que en ese "mundo feliz" nuestros críticos literarios puedan ejercer su oficio con pericia y objetividad ejemplares. A menudo, eso sí, hacen esfuerzos por disfrazar su indigencia de fría argumentación: en un país donde no hay verdadera vida intelectual la peor de las academias es el cómodo refugio de los aspirantes a sabio. Pero también en la academia hay reuniones del núcleo del Partido, y muchos vigilantes dispuestos a denunciar a quienes se pasen de la raya.

El canon cubano, por ejemplo, se ha convertido así en un campo de pruebas para unas prácticas que ocupan el lugar del ejercicio crítico del presente. Pura retórica, peleas de archivo, subjetivismos baratos. En el país de Jerarca, nadie se atreve a marcar jerarquías. En esa frágil equilibrio entre memoria e imaginación, los críticos cubanos están imposibilitados para escoger. Les queda la dudosa virtud de las notas al pie.

También la crítica que se hace en el exilio adolece de errores y parcialidades diversas. Pero cumple con ciertas "normas de juego": aquí a nadie le cambia la vida por publicar una opinión que vaya contra el discurso de algún ministro de cultura. En vez de ofenderse porque no hay una comunicación fluida con sus colegas del exilio, los escritores cubanos deberían empezar a preguntarse por qué les importa tanto que se les cite en publicaciones tan lejanas de su ciudad natal. ¿Qué extraño mecanismo de legitimación pública los obliga a sobrevivir en el medio que los rodea al tiempo que en privado reconocen la absoluta indigencia de éste?

Esas preguntas y esos gestos (no un fácil y vocinglero victimismo) es lo que se espera de unos intelectuales que viven en Cuba —sin renunciar a serlo.


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