Actualizado: 22/04/2024 20:20
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La Columna de Ramón

Carta al doctor Bernabé Ordaz (I)

La revolución mostró a través de usted su lado más caritativo: encerraba a los 'esquizofrénicos' y gastaba combustible en enchufarlos a la red eléctrica nacional.

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Obesiquiatra y barbúdico doctor Eduardo Bernabé Ordaz Ducungué:

En los mismos años en que le dio a usted por nacer en la ciudad de Bauta, en La Habana casi campo, en la calle de Los Ángeles, en Barcelona, un señor inventaba el yogurt Danone. Ambas cosas coincidirían más tarde: a usted le dio por luchar armadamente para que el Danone desapareciera de la faz de la Isla.

Ahora ha muerto, que es lo mínimo que se puede esperar de alguien que ha estado vivo. Y no salgo del asombro —y mire que he salido de casi todos los lugares— leyendo su amplia y barbuda biografía. Lo que en su currículo resaltan como un mérito, fue para mi motivo perenne de expulsión del sistema de enseñanza cubano. A usted le alaban la juventud inquieta, la estudiantina invasora, desordenada, tumultuaria, combatiente —que se convertiría en combarbutiente—, como ejemplo a seguir. Yo, incauto ante el claustro, lo intente a pie juntillas, y mis años de aprendizaje se convirtieron en peregrinaje de la Meca al moco, expulsado de cuanta clase daba un profesor y de cuanto profesor perdía su clase.

Terminé por no entender el mundo. Y eso me puso demasiado a tiro —a tiro suyo—, como aumentando su futura clientela. Olvidaba yo que el primero de enero de 1959 iba a ser el nacimiento de una nueva y generalizada enfermedad siquiátrica: la perturbación de la memoria, cuyo principal sintoma viene siendo que lo que antes era bueno, ahora era malo; lo que funcionaba, dejo de hacerlo, y cuyas manifestaciones más palpables e imparables han sido la paranoia y el aumento de la sospecha.

Eso no lo sabía usted allá en la natalia Bauta. Ni lo supo luego en los desórdenes universitarios provocados por los desordenes mentales de un universitario. Le dio por la medicina con la misma pasión que a una tía mía, pero usted no las consumía, sino que la estudiaba. Llego a graduarse a pesar de sus revolturas estudiantiles, e incluso, de haber fingido o fungido como presidente de la Asociación de Estudiantes de Medicina. Yo jamás confiaría en un médico que dedique su tiempo y neuronas a dirigir asociación alguna y no se queme las aterciopeladas pestañas con los libracos. Serle infiel a Hipócrates por medio de la política acerca mucho a lo Hipócrita.

Y se trepo a la Sierra como yo quise siempre treparme a una maestra: suelto y sin vacunar, virilmente. Y en viendo tanto médico en la loma, incluyendo a un especialista en la psiquis humana, me dio por pensar que todos los que conformaron el llamado ejército rebelde eran unos enfermos redomados. Craso error —debí decir castro error— redomado es domado dos veces, y esos pacientes que busco entre la maloja bajaron arrasándolo todo en su desenfreno.

Entonces le premiaron poniéndole al frente de aquella nave de locos que era el Hospital Pisiquiátrico conocido como Mazorra, que algunos torcedores del idioma llegaron a llamar Mazamorra, por el modo descuidado de almacenar orates, con la intención estatal de sacarlos de la circulación.

Allí comenzó a dar rienda suelta a un desdoblamiento de la personalidad que llegó casi a ser triple: sombrero alón, barba cerrada, y puesta en práctica de cuanto se le ocurriera la noche anterior. Era el regalo perfecto para el niño interior que ocultaba: material moldeable para experimentar, para vestir con los pijamas más horribles que hayan salido de las manos laboriosas de aquellas guajiritas rescatadas de la prostitución que pasaron la escuela Ana Betancourt.

La prensa revolucionaria reflejó de inmediato los resultados obtenidos por sus métodos supuestamente novedosos. La gente en la calle empezó a hablar con envidia de lo bien que se vivía allá adentro, donde los pacientes —llamados así, respetuosamente, sin discriminar siquiera por sus récords personales de electroshock diarios— juagaban a la pelota sin reglas, corriendo las bases en sentido inverso a las manecillas del reloj, sacando outs en el jardín derecho por tiro directo del catcher, y conectando jonrones imaginarios.

Las historias que se propagaban fuera de aquellas cercas hablaban de un paraíso de libertades, donde el mal funcionamiento de una bujía cerebral le permitía al ser humano vivir un poco su Jauja personal al menos una temporada inolvidable. Sólo faltó que anunciaran un ingreso en Mazorra como se promueve un crucero por las islas griegas. Tal vez el mito dio pie al chiste que aún resuena en mis oídos, ahora cada vez de manera más amarga.


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