Actualizado: 23/04/2024 20:43
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CON OJOS DE LECTOR

Censura, ¿estás ahí? (IV)

Para los escritores y artistas ha resultado muy difícil saber cómo crear bajo una censura que es arbitraria y no se rige por unas pautas determinadas.

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No escaparon a esa política las películas extranjeras, que en algunas ocasiones se exhibieron con escenas cercenadas. En mayo de 1979 se estrenó en La Habana Blowup (1966), de Antonioni, en una copia en blanco y negro en la que faltaba la secuencia en que el fotógrafo juguetea sexualmente con las dos chicas que quieren ser modelo. En su momento provocó cierto escándalo en muchos países, pero cuando a los cubanos se nos permitió verla los espectadores extranjeros estaban habituados a presenciar cosas muchísimo más audaces. Naturalmente, hubo además cientos de títulos que nunca se exhibieron. A Marlon Brando lo pudimos disfrutar en Queimada y El padrino, pero no en El último tango en París ni en Reflejos en un ojo dorado. De Joseph Losey se estrenaron Accidente, El mensajero y El sirviente, mas no El asesinato de Trotsky. De Pasolini llegaron Mamma Roma y Accatone, no así Saló o Los 120 días de Sodoma. Y hasta hoy siguen prohibidos todos los títulos de la serie de James Bond. Asimismo se aplicaron correctivos a algunos filmes del campo socialista cuyo contenido ideológico excedía los límites de permisividad tolerados. Casi toda la producción de Andrzej Wadja se proyectó puntualmente, pero eso cambió cuando el cineasta polaco pasó a realizar cintas tan inconvenientes como El hombre de mármol y Elhombre de hierro.

En lo que se refiere a los cortes a los filmes extranjeros, eso no resulta un problema grave, pues siempre quedan intactas las copias hechas en los países de origen. Pero los daños causados a las cintas nacionales quedaron para siempre. Eran mutilaciones irremediables. El director español Juan Antonio Bardem ha comentado sobre esto: "Los efectos de la censura duran para siempre, son eternos. Las películas quedan cortadas, y no puedes explicar que no eran así, sino de otra manera. O sea, que la maldición de la censura es una maldición para siempre". Sin embargo, hace pocos años Berlanga pudo restituir a Bienvenido Mister Marshall la secuencia del sueño de la maestra del pueblo, en la cual ésta se libera oníricamente de su represión sexual. Ningún cineasta cubano ha podido hacer lo mismo, como tampoco ninguno ha tenido la suerte de Vicente Aranda, quien guardó los planos que habían sido cortados de sus películas y los volvió a incluir, devolviéndoles así la integridad afectada por la censura.

Al igual que ocurría en los países socialistas de Europa, para los cineastas cubanos —para los escritores y artistas en general— ha resultado muy difícil saber cómo crear bajo una censura que es arbitraria, que no se rige por unas pautas determinadas. No está basada ni instituida de acuerdo a unos criterios articulados o mínimamente coherentes, como lo era en Estados Unidos el muy detallado Código Hays. De ahí que los creadores no saben a qué normas atenerse. Esa falta de instrucciones escritas cumple un doble propósito: por un lado, el de no dejar pruebas de que la censura existe; y por otro, garantiza la posibilidad de poder negar la medida censora, en el caso de que las cosas no salgan bien. Cineastas, escritores, críticos, editores, se ven forzados así a adivinar qué punto de vista se espera de ellos para que sus obras sean ideológicamente aceptadas, pues ese complejo entramado de indefiniciones, señuelos y sofisticadas dobleces forma parte del sistema.

Al hablar de la censura en el cine, es inevitable mencionar el caso de Nicolás Guillén Landrián. Cineastas y críticos lo consideran de modo unánime como uno de nuestros documentalistas más talentosos, y en un ensayo incluido en la recopilación Le Cinema Cubain (Editions du Centre Pompidou, París, 1990), el crítico José Antonio Évora expresa que si tuviese que escoger el mejor filme corto salido de los laboratorios del ICAIC durante sus primeros 30 años, seguramente escogería Coffea Arábiga. Es su trabajo más conocido, además de un ejemplo de que la maquinaria censora no siempre funciona perfectamente. El documental incluía una banda sonora que evidentemente nadie revisó. Para desagradable sorpresa de comisarios y dirigentes, los asistentes a su estreno pudieron ver una secuencia en la cual Castro aparece subiendo a la tribuna de la Plaza de la Revolución, mientras que de fondo se escucha The Fool on the Hill, la hermosa balada de los Beatles. Coffea Arábiga, no hace falta aclararlo, nunca más se proyectó.

Pero más allá de aquel incidente, Guillén Landrián llevó siempre la maldición de ser un artista a contracorriente y de defender una heterodoxia que resultaba inadmisible en la Cuba de entonces. En trabajos como Ociel del Toa y En un barrio viejo, Guillén Landrián se acercó a la realidad desde ángulos más humanos y cotidianos. En el segundo, un ensayo de etnografía experimental, se adentra en los solares y barrios marginales de la Hababa Vieja para captar a sus habitantes. Humberto López Guerra, asistente de cámara del filme, recordó que estuvo a punto de ser censurado, pero por fin se pudo estrenar gracias a la intervención de Tomás Gutiérrez Alea. Eso motivó que nunca fuera aceptado del todo en el ICAIC, donde apenas se consentía en permitirle realizar unos documentales que, debido a lo poco que se difundieron, son insuficientemente conocidos.


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