Actualizado: 22/04/2024 20:20
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CON OJOS DE LECTOR

Censura, ¿estás ahí? (VI)

La vida bajo regímenes totalitarios da lugar al fenómeno de la autocensura, la modalidad de control más neurotizante y punitiva.

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En su libro Un cine para el cadalso. 40 años de censura cinematográfica en España, Román Gubert y Doménec Font señalan que la censura no se limita a los tijeretazos en un departamento ministerial. De hecho, la censura empieza "cuando alguien, al escribir un guión, decide rechazar una escena o una imagen que había concebido por la convicción de que será autorizada por el organismo competente (fenómeno de autocensura, la modalidad censora más neurotizante y punitiva)".

Se refieren a un problema, el de la autocastración, que afecta no sólo a los cineastas, sino en general a los escritores y artistas. Se trata, es cierto, de un mecanismo interior que de una u otra forma existe en todos los creadores, y que en circunstancias normales sencillamente constituye autodisciplina. En el caso de quienes viven bajo regímenes totalitarios, representa, por el contrario, una inevitable batalla contra uno mismo, pues aplicarla significa que se ha interiorizado el censor y, por tanto, que uno ha sido asimilado por el sistema. Para un creador, someterse a la autocensura es funesto, pues significa convertirse en su propio castrador. Es, comentó alguien, una invasión interior, un parásito invasor del cuerpo propio que es repudiado con visceral intensidad, pero que nunca se logra expulsar del todo. Y lo peor de todo, constituye una patología para la cual es probable que no exista cura.

Reinaldo Arenas se refirió a la incesante amenaza oficial que convierte a los cubanos no sólo en personas reprimidas, sino también auto-reprimidas; en personas censuradas que, además de vigilar a los demás, se censuran a sí mismas. La censura deviene así superflua como institución, dado que las personas mismas se encargan de aplicarla. Es la materialización del máximo sueño de todo régimen totalitario, que al emplear la paranoia como técnica de control hace que la misma se reproduzca en la psiquis de los ciudadanos. A partir de ese momento, la labor del censor resulta casi innecesaria o, por lo menos, se hace más fácil, pues éste pasa a ser incorporado en la vida interior de cada persona. De hecho, todos los escritores y artistas que han tenido que desarrollar su trabajo bajo la censura, están potencialmente inoculados por ella, aunque nunca los haya afectado directamente. Tales son sus efectos secretos y vergonzantes y el alcance de su poder contagioso.

Como bien ha comentado el escritor griego George Mangakis, la autocensura constituye un diabólico mecanismo para aniquilar tu alma: "Busca lograr que tú concibas tus pensamientos a través de los ojos del censor, y los controles en ti mismo desde su punto de vista". Al forzarse al escritor o el artista a ver lo que ha creado a través de la óptica del censor, se le está haciendo interiorizar una lectura contaminada. Incorpora de ese modo un alter ego o, más bien, un antagonista, un intruso que lee por encima del hombro y mete las narices para desaprobar aquello que, de acuerdo a las normas oficiales, le parece inadecuado. A partir de ese momento, la imaginación del creador se subordina y empieza a ser pervertida. En el caso de un escritor, éste se dice: Si pongo esta frase, probablemente me traerá el problema de que no la acepten. Entonces, ¿para qué ponerla? Total, la cambio por otra.

Refiriéndose a ese sometimiento de la consciencia, el narrador serbio Danilo Kis expresó que quien adopta la autocensura se siente humillado y avergonzado de colaborar. La batalla que se libra contra la misma es anónima, solitaria y sin testigos. Y agrega que se trata además de una batalla imposible de ganar, pues en este caso el censor es como Dios: sabe y ve todo, puede penetrar en tu mente, en tus miedos, en tus pesadillas. Comenta Kis que esa lectura de los textos propios con los ojos de otra persona significa una situación en la cual uno deviene su propio juez, más estricto y sospechoso que cualquier otro. Ese alter ego tiene éxito en socavar incluso los principios éticos que el censor externo no consiguió corromper. Al admitir su existencia, concluye, el autocensor se alinea con las mentiras y la corrupción espiritual.

En su excelente ensayo The Velvet Prison: Artists Ander State Socialism, el húngaro Miklós Haraszti llama la atención sobre lo poco conveniente que es simplificar esa realidad: no hay divisiones en blanco y negro entre aquellos que se autocensuran. En lugar de ello, afirma, hay diferentes grados de compromiso. Haraszty comenta que en la mente del artista autocensurado es lo suficientemente perspicaz y honesta para darse cuenta de una desagradable verdad: "ellos" (los controladores totalitarios) no permanecerían ni un solo día en el poder, si no fuera por la aquiescencia de "nosotros" (las inocentes víctimas y sus caballerescos defensores). La perfidia de los totalitarismos modernos, señala, descansa precisamente en el hecho de que borran imperceptiblemente la diferencia entre los opresores y los oprimidos, al involucrar a la víctima en el proceso de victimización. Asimismo hace notar que si la censura tradicional presupone la oposición inherente de creadores y censores, la nueva censura se esfuerza en eliminar ese antagonismo. El artista y el censor, dos caras ocultas de la cultura oficial, se dedican diligente y jubilosamente a cultivar juntos el jardín del arte.

Este nuevo tipo de mordaza, sostiene Miklós Haraszti, elimina el antagonismo entre creadores y represores. Unos y otros pasan a ser las dos caras de la cultura oficial, y juntos se dedican a cultivar diligente y jubilosamente el jardín del arte. La ideología de los censurados es así absorbida por la ideología de los censores, pues la tiranía aprendió el lenguaje de las víctimas. El éxito de ello se basa en que los ciudadanos han aceptado su propia asimilación y se han vuelto adeptos a esa necesidad interior de cooperar voluntariamente. De ahí que el Estado no necesita conseguir una obediencia forzada puesto que todos han pasado a ser sus propios policías. Esto hace que las intervenciones del régimen sean ahora meramente simbólicas, y la vara de castigar es sustituida por zanahorias.

Según Haraszti, la censura no es ya como un vestido, sino como nuestra piel y nuestro esqueleto: crece con nosotros. Su presencia como institución separada empieza a decaer, en la medida en que los artistas se transforman en artistas dirigidos, en artistas de la compañía. Éstos han aprendido a vivir con disciplina, a incorporarla como parte de sí mismos. Y pronto sienten tanta necesidad de la misma, que son incapaces de crear sin ella. La intervención directa de la censura se vuelve innecesaria, y lentamente es absorbida por la gran fábrica del arte. E incluso ella misma deviene cultura.


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