Actualizado: 25/04/2024 19:17
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El folletín regresa

Falseamientos dramatúrgicos y políticos se juntan en 'Barrio Cuba', la más reciente película de Humberto Solás.

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Alejado de las fuentes literarias utilizadas en su cinematografía (Villaverde, Carrión, Carpentier), alejado de sus heroínas operáticas ( Lucía, Amada, Cecilia) y de un viscontianismo que lo ha hecho vigilar más el drapeado de una cortina que a los actores que dialogan junto a ésta, Humberto Solás acaba de estrenar la segunda parte de la trilogía iniciada con Miel para Ochún, ha filmado en Barrio Cuba la existencia de un puñado de gente en La Habana de hoy.

Podrá objetarse que lo mismo hizo Fernando Pérez en Suite Habana y podrá sospecharse que el impulso de Barrio Cuba viene de aquella cinta. A tal sospecha y objeción, Solás ha opuesto derecho de precedencia (desde hace años presentó su guión a un comité) y, decidido a evitar nuevas casualidades, prefiere postergar un proyecto suyo con actores infantiles muy anterior a Viva Cuba, de Juan Carlos Cremata. (Cuesta imaginar los esfuerzos distanciadores a los que se vería abocado Solás de trabajar en industria cinematográfica tan populosa como la india o la estadounidense).

Las favelas de La Habana

Barrio Cuba (anunciada como Gente de pueblo durante su rodaje) sigue las vicisitudes de tres familias. Desigual en resultados ante cada una de ellas, es necesario agradecer que los guionistas (el propio director, junto a Elia Solás y Sergio Benvenuto) no hayan jugado a entrecruzarlas. Esas tres familias viven en las afueras de la capital: casas derruidas, covachas, industrias abandonadas… Solás ha filmado, sin deleite y sin escarnio, las favelas de La Habana.

Llegado desde alguna provincia oriental, uno de esos grupos familiares duerme apiñado en un cascarón de casa: la tía (Adela Legrá) y dos matrimonios jóvenes. Uno de ellos espera un hijo, mujer y marido acaban de juntarse después de meses de separación, y celebran el reencuentro con dominó y bebida, con la música de un viejo radio soviético. Dado lo apretado del espacio, ambos tienen que dormir separados. Pero antes suben al techo y, en medio de los bloques con que construirán allí un cuartico, juran no separarse nunca más.

También la segunda familia vive en condiciones pésimas: un padre resabioso (Enrique Molina), una hija que se desempeña como enfermera (Luisa María Jiménez) y un hijo homosexual que no tarda en ser echado de la casa.

La enfermera es cortejada abruptamente por un viejo carpintero (Mario Limonta) y la relación entre ambos es lo peor escrito de la cinta: embobado al verla pasar, él recibe un corte de sierra eléctrica para que ella sea quien lo atienda al llegar al hospital. Ambos se juntan una noche, a la mañana siguiente el viejo amante es rechazado, y los guionistas hacen que el dolor de éste se extienda durante todo el filme.

A su vez, los problemas de la tercera familia giran alrededor de una pareja con dificultades de procreación (Isabel Santos, Jorge Perugorría) y unos abuelos (Manuel Porto, Coralia Veloz) cuyos nietos mayores se marchan de Cuba. Pues el exilio vuelve a ser asunto delicado dentro del cine cubano.


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