Actualizado: 25/04/2024 19:17
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CON OJOS DE LECTOR

Los libros negados y malqueridos (I)

Razones literarias han llevado a algunos autores a renegar de obras que escribieron en su juventud.

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Meses atrás, leí en un número del suplemento cultural del diario español ABC un trabajo acerca de las razones que llevan a muchos autores a distanciarse e incluso a repudiar algunos de sus libros. El caso que seguramente vendrá a la mente de casi todos es el de Jorge Luis Borges. El autor de Ficciones llegó a contar con una lista de obras malditas, en la cual figuraban tres títulos pertenecientes a su etapa juvenil que en vida nunca aceptó que se reeditaran: Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos. (Hubo otro, Salmos rojos, que él mismo aseguró haber destruido, antes de que llegase a ir a la imprenta).

Hay una anécdota protagonizada por él, que se conoce gracias a su esposa María Kodama. En 1971 fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Oxford. En aquella ocasión sostuvo un encuentro con un grupo de estudiantes, y uno de ellos le preguntó sobre El tamaño de mi esperanza. Desde hacía años Borges negaba empecinadamente haberlo escrito, y esa vez hizo lo mismo. Le dijo al estudiante que ese libro no existía y que, por tanto, desistiera de seguirlo buscando. El joven no se dio por vencido, y al día siguiente dejó a Borges una nota en la que le afirmaba que era evidente que El tamaño de mi esperanza no sólo existía, sino que además se publicó. Prueba de ello es que había encontrado un ejemplar en una de las bibliotecas de la universidad. El escritor argentino se rindió por fin a la evidencia, y le comentó a su mujer: "¡Qué le vamos a hacer, María, estoy perdido!".

Un caso similar al del Borges maduro que rechazaba aquellas obras de juventud lo constituye el de Alejo Carpentier (1904-1980). A los veintinueve años se estrenó como novelista con Ecué-Yamba-Ó (1933), que escribió bajo el deslumbramiento de las vanguardias europeas. Se trata de un libro que posee los errores típicos de un autor primerizo, quien además se adentraba en una realidad que no conocía. Él mismo pasó a considerarlo después como "un intento fallido por el abuso de metáforas, de símiles mecánicos, de imágenes de un aborrecible mal gusto futurista y por esa falsa concepción de lo nacional que teníamos los hombres de mi generación". Cuando era ya un novelista afamado, los editores le insistieron para que rescatase aquella novela, pero Carpentier siempre se negó. Eso no impidió que circulara a través de ediciones piratas, lo cual lo decidió finalmente a autorizar que se publicase de nuevo el que a juicio suyo era un péché de jeunesse.

Otro caso que sirve para ilustrar este distanciamiento de algunos autores respecto a obras de juventud es el de Orlando González Esteva (1953). Los poemarios con los cuales se dio a conocer fueron El ángel perplejo (1975) y El mundo se dilata (1979). Después de su salida no ha cesado de abjurar de ambos, y no sería extraño oírle confesar, al igual que Borges afirmaba haber hecho con los suyos, que compró ejemplares de esos libros sólo para luego destruirlos. Es cierto que son páginas escritas en una precoz juventud, y que tienen, por tanto, mucho de ejercicios preparatorios. En la nota introductoria al segundo de esos títulos, González Esteva mismo lo advierte al lector: "Versos, no poemas, justifican la publicación de este libro, escrito en plena adolescencia, anterior a todo bagaje crítico, a toda intención, por parte del poeta, de llegar a ser formalmente, esencialmente poeta. Rimas gastadas, voces ajenas, más de una estrofa traída por el pelo y cierto tono altisonante y civil (hijo del medio ambiente, a veces feroz) lo habían ido ahogando como una vergüenza, en un sordo aguaje de pudor y olvido".


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