Actualizado: 02/05/2024 23:14
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Media rueda

En medio de las apuestas por el Castro más joven, algunos esperan el colmo de la voluntad de poder: que Fidel decida cuándo morirse.

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Fidel Castro celebra el cincuentenario de su revolución luego de haber alcanzado el clímax de la dictadura: ejercerla sin atributo formal de mando. Quienes se resisten a este giro de la rueda de la historia urden que aún es primer secretario del único partido, como si no hubiera delegado ya esa función en su hermano Raúl desde la Proclama al pueblo de Cuba (julio 31, 2006). Aunque haya sido temporalmente, lo es hasta hoy.

Los regímenes de corte comunista se aferran al asidero teórico de la dictadura del proletariado, pero en la práctica echan a andar el mecanismo de sustitución que remplaza al proletariado por el partido; al partido, por su comité central; al comité central, por el buró político; y al buró político, por el primer secretario.

Al filo de la desunión postsoviética, Fidel Castro no vaciló en reformar su Constitución (1992) para despojar al partido de su carácter de clase y reengancharlo como "vanguardia organizada de la nación cubana". No debe sorprendernos que se haya desprendido de todos los cargos para continuar manejando las palancas del poder en convalecencia forzada.

En su discurso de investidura (febrero 24, 2008) como jefe de Estado y Gobierno, Raúl Castro convenció de que consultar en casos de "especial trascendencia [al] compañero Fidel", simple diputado del parlamento, era seguir corriendo la misma suerte biográfica sellada desde que, estando ambos internados en el Colegio La Salle (Santiago de Cuba), Fidel aseveró a sus padres: "Denme la responsabilidad; yo me ocupo de él" ( Biografía a dos voces, 2006, página 84).

Fidel Castro armó caballeros a José Ramón Machado Ventura y a Ricardo Cabrisas en sus respectivas vicepresidencias de Estado y Gobierno, aupó al Consejo de Estado a los generales Leopoldo Cintra y Álvaro López-Miera, mandó a remover a los ministros Luis Ignacio Gómez (Educación) y Martha Lomas (Inversión Extranjera), dictó las pautas de administración de riesgos tras el paso de los huracanes Gustav e Ike…

Así continúa su obsesión de enmascarar las claves sistémicas de dominación (poder y dinero) con aparentes razones de autoridad moral y lógica comunicativa. No en balde afirmó que se irá de este mundo sin haber atesorado un solo dólar, cuando dispone a capricho de la riqueza nacional. Y que el único partido no postula candidatos a las elecciones, como si fuera necesario siendo el único, cuando las comisiones de candidatura forman un tamiz impenetrable para disidentes o meros indeseables.

El fantasma del castrismo

Hebert Matthews recogió temprano la confesión del Comandante en Jefe sobre la magnitud de su voluntad de poder: "Nadie va a ponerme una camisa de fuerza" ( Fidel Castro, 1960, página 324). Para septiembre de 1999, Castro precisaba: "Jamás me jubilaré de la política". Nadie se atrevió a sacarle en cara que hacia 1968 había tachado a Mao Tse-tung (1893-1976) de senil y aconsejado a los cubanos no copiar a los chinos en eso de tolerar gobernantes con más de sesenta años, porque se volvían irresponsables.

Y tal como las actas notariales se vuelven históricas a los cuarenta años de antigüedad, cuando pasan de las dependencias del Ministerio de Justicia al Archivo Histórico de la Academia de Ciencias de Cuba, la revolución cubana se torna más bien historiográfica al cabo de medio siglo. Ya vienen aflorando diversas formas de contarla, entre ellas el relato de un Fidel que se pasó la vida poniendo piedrecitas en el camino entre Cuba y Estados Unidos, mientras un Raúl crecía a la sombra y muestra ahora su natural heliotropismo reprimido.

En medio de las apuestas por el Castro más joven, que no sólo autoriza la compra de azadones y teléfonos celulares, sino que tiende ramas de olivo a Washington, algunos mantienen que Fidel Castro hace con su revolución lo que le da la gana y esperan el colmo de su voluntad de poder: que decida incluso cuándo morirse. Otros más avispados buscan su lugar bajo el sol e imaginan la otredad de Raúl Castro, como si tras los funerales de Papá Grande no vinieran amautas y haravicus para confirmar la sospecha de que un fantasma recorre la Isla: el fantasma del castrismo.

Y entonces, como enseñó Caviedes, para labrarse fortuna en los palacios [de la revolución], "será un amén continuo a cuanto hablare / al señor, o al virrey a quien sirviere; / y cuando más el tal disparate / aplaudir con más fuerza se requiere; / y si con esta ganga continuare, / en el palacio tendrá cuanto quisiere".


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