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Para pensar la República del futuro

El autor propone superar polémicas maniqueístas para comenzar a discutir seriamente la República con todos y para el bien de todos

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Hace unos días la prensa internacional que alguna que otra vez mira a Cuba (y siempre lo hace buscando espectacularidades) se hizo eco de un debate entre dos figuras conocidas del espectro insular: el político profesional Carlos Alberto Montaner y el trovador Silvio Rodríguez. Durante varios días se intercambiaron cartas en las que finalmente Silvio Rodríguez (SR) fue aplastado por un polemista habilidoso como Carlos Alberto Montaner (CAM). SR estuvo todo el tiempo insistiendo en alegorías poéticas sobre supuestas virtudes de una supuesta revolución mientras que CAM cargaba contra cada uno de los puntos débiles del sistema cubano y llevando el debate al campo donde mejor se desplaza: los derechos civiles y políticos. SR nunca pudo aprovechar los lados flacos, las manipulaciones argumentales e históricas de CAM (lo de Agramonte anticomunista me pareció delirante), probablemente porque la élite cubana (y SR es parte de ella) de tanto mirarse al ombligo ha perdido su capacidad para polemizar.

Creo que el debate ha sido interesante. No por sus magros valores argumentales, sino por las coordenadas políticas que mueve y sobre todo por lo que nos pudiera enseñar acerca de qué debe ser y qué no debe ser la República democrática, justa y pluralista a que aspiramos. En otras palabras, tanto los dos polemistas como sus argumentos son productos netos de la Guerra fría y no podrían vivir sin ella. Son dos resultados de la polarización del escenario nacional, y no es casual que ambos aparezcan enlazados en una coyuntura en que la política insular vuelve a colocarse en puntos extremos, lo que Gramsci hubiera caracterizado como una coyuntura de “morbosidad política”.

SR y CAM son aparentemente dos figuras contrapuestas, pero en realidad son inseparablemente complementarias.

SR es bien conocido. En los años 60, con su música iconoclasta inspiró a toda una generación en la búsqueda de un mundo mejor. Luego devino parte orgánica de un sistema donde junto a innegables logros de magnitudes históricas se fue anudando una política autoritaria represiva, y no supo distanciarse pudorosamente de él cuando sus logros comenzaron a ser devastados por una economía en retroceso y una élite política absolutista y corrupta. SR, como dice un viejo chiste, nunca se desvió de la línea del Partido, sino que siempre se desvió junto con ella y aunque reivindica al socialismo, tiene muy poco que ver con sus tradiciones emancipadoras y humanistas. Entre la inercia política y el peso de los intereses, SR es ya parte de un mecanismo regresivo y contra(r)evolucionario del que se solo se despega muy parcialmente en aquellos momentos críticos en que la realidad abofetea al sentido común. Lo hizo recientemente cuando habló de “un montón de cosas” que deberían ser cambiadas en Cuba. La polémica con CAM fue una oportunidad única para regresar al redil y recuperar su status de hijo pródigo.

Y fue así porque CAM —un opositor bendecido por la constancia— ha sido prefigurado desde La Habana como “la bestia parda” del exilio, no por particulares méritos políticos o intelectuales pues en realidad en cualquiera de esos campos muestra más cicatrices en su cuerpo que muescas en su revólver. Sus ideas, aunque edulcoradas por una buena pluma, son simples y atrasadas y su obra escrita es poco conocida a excepción de dos libros en los que califica de “perfectos idiotas” a los izquierdistas latinoamericanos y que escribió junto a otros dos perfectos amigos. Aunque CAM reivindica al liberalismo, en realidad tiene muy poco que ver con la tradición liberal democrática cubana (Varona, Mañach) o con el pensamiento liberal contemporáneo con sus énfasis en la justicia social (Rawls, Kymlicka). En el primer sentido CAM es parte de la tradición autoritaria de los capitanes generales, la misma tradición de la que nace Fidel Castro y que defiende SR. Y en el segundo sentido, su liberalismo se atrinchera en la idea de que la democracia es la libre circulación de los capitales en el mercado y la política un derivado ajustado a sus cánones. Es decir, no es universalmente liberal sino sectariamente neoliberal, como Milton Friedman, pero también como Pinochet y Videla. Y justamente por todo eso CAM es el perfecto enemigo de la élite cubana: situado en un extremo, es fácilmente anatematizable; es polarizador, y por ello el complemento ideal para una política totalitaria. La polémica con SR fue para CAM una excelente oportunidad para obtener una victoria fácil con resonancia pública, y reconozcamos que supo aprovecharla.

La polémica es importante, como antes anotaba, porque nos ofrece una oportunidad para pensar el futuro de una manera superior a los extremos estalinistas y macartistas. En otras palabras, para comenzar a recrear cual debe ser el consenso básico que anime la República cubana. Y que, para ser perdurable y justa, deberá contener principios inviolables a la que todas las fuerzas políticas se adscriban.

Una de ellas, por ejemplo, es el tema de los derechos de la sociedad y sus individuos, los derechos de un pueblo de los que emana un Estado y no al revés como lo imaginó SR en uno de sus peores momentos. Y por consiguiente, derechos que ese Estado debe reconocer como deberes, y que no se remiten sólo, como lo sugiere CAM desde su esquina neoliberal, a los ámbitos civil y político (bases innegables de la democracia política y de la relación entre la comunidad y el individuo), sino también ―y de manera muy fuerte― a los derechos sociales: educación, salud, protección especial a los sectores vulnerables, equidad social, etc. Las experiencias más exitosas a nivel mundial de desarrollo económico y social no han sido guiadas por la mano no tan invisible del mercado, sino por un uso inteligente del mercado por parte de las instituciones públicas (estatales y comunitarias) en función del interés general y del bien común.

Y para ello la República del futuro requiere de un Estado soberano, que obviamente enfrentará retos integracionistas y que tendrá que hacer concesiones de su soberanía, pero, recalco, hacerlo soberanamente y no por imposiciones externas. Me temo que en este punto CAM se hace impresentable cuando extiende un manto de legitimidad al embargo/bloqueo (para hablar en todos los idiomas políticos). Obviamente, en un sistema mundial, cualquier régimen político está sujeto a presiones. Pero la política norteamericana hacia Cuba no es el resultado de un consenso internacional, sino de una política agresiva de una superpotencia contra un país pequeño a partir de un diferendo en que las doctrinas Truman y Monroe se apoyaron destructivamente. No importa ahora cuánto ha influido o no este asunto en el curso de los acontecimientos. O cuánto Fidel Castro ha jugado con ello para fines internos. Lo que importa es que se trata de una intromisión y aceptarla como legítima es aceptar que Estados Unidos es un actor interno legitimado de la política cubana, y por consiguiente es pensar en una república, así, con minúscula, castrada. Es una vuelta al dilema del plattismo. Es, en todo caso, una irresponsabilidad política.

La polémica termina con el vivo deseo de CAM de abrazar un día a SR en una Cuba Libre. Ojala nunca suceda. No que no se abracen CAM y SR, que con seguridad terminarán abrazados junto con otros miembros de la élite postrevolucionaria. Sino que no lo hagan en una Cuba Libre como CAM la imagina y a donde el inmovilismo de SR pudiera conducir, sino en una República (con mayúscula) cuya mejor definición sea el socorrido adagio martiano: con todos y para el bien de todos.


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