Actualizado: 02/05/2024 23:14
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La columna de Ramón

Carta a Carolina Poncet y de Cárdenas

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Dejemos las elucubraciones y los alambiques. No sé si se echaba usted perfume. Desconozco incluso si se bañaba, pintaba, teñía, o se hacía rolos, esa sana costumbre nacional con la que las amas de casa se estiran las neuronas. Usted saltó a la fama una mañana de febrero de 1915, cuando se puso a hacer oposición y casi la mandan a la plancha, por no decir que la plancharon. Tenía 36 años, edad cuasi provecta para la mujer insular, en la que cada día corre el peligro de pasar de “plátano para sinsonte” a estar “para el tigre”, según definición de sapisimos estetas. Y cuando digo oposición no me estoy metiendo en política, que entonces era cómica. Como ahora, pero menos peligrosa.

Usted se levantó esa mañana, se lavó la cara, y al borde del jarrito del café se dijo: “Voy a bajar todo San Lázaro y le pondré coquito con mortadella a todos esos decanos y edecanes de la Universidad, para que haya diversidad”. Llevaba, además de la explosiva intención, un currículo envidiable. Pero en la Cuba de entonces los catedráticos no se hacían en dos días, de manera que los que la iban a examinar eran unos venerables carcamales, que no le miraron ni el currículo, por aquello de la edad y de no caer en lo pecaminoso.

Actualmente, si una mujer va a oponerse a cualquier cosa, y buscar plaza, lo primero que hacen es mirarle bien esa parte del cuerpo, y hasta intentar usárselo. Y luego de analizar —nunca mejor dicho— el currículo, le observan lo de la plaza. Si usted acude a la plaza en cada convocatoria, lo más probable es que la elijan, aunque tenga el cerebro lleno de rolos, que es como se encogen las neuronas en el verde caimán.

Se armó gran revuelo en la prensa. Y hasta las pocas feministas que ya pululaban en el país se pusieron a pulular y organizaron un reñido juego de pelota, en protesta por lo que calificaron de discriminación. Usted, sin embargo, tal vez dolida allá en el fondo porque sabía que poseía nitrón en el músculo craneal, fue elegantísima. Hizo unas declaraciones sobrias pero contundentes, donde renunciaba a la casa de altos estudios.

Dijo, pedagógica y ejemplarmente: “Tengo el honor de comunicarle que habiendo obtenido por oposición la cátedra de Gramática, Composición, Elocución, Literatura Española y Cubana, de la Escuela Normal para Maestros de La Habana, y alcanzado el honor de ser elegida por mis compañeros de claustro como directora de este establecimiento, he resuelto renunciar a mi calidad de opositor a la cátedra de profesor auxiliar de la Escuela de Pedagogía de la Universidad de La Habana”. Una estocada perfecta, sí señor. O señora.

La parrafada muestra cierto despecho y unas goticas de orgullo. Un olorcito a sana soberbia la recorre. Mas, en el fondo, era lo que en Pogoloti se llama un estrellón a la rancia mentalidad académica. La habían rechazado por ser mujer, y sin embargo, ganaba usted en posicionamiento, rango y salario. No es lo mismo ser un profesor auxiliar —que sufren en los exámenes auxiliando alumnos— a convertirse en toda una directora de un centro para Maestros Normales, que eran pocos. Siempre lo han sido.