Carta a Enrique Fontanills
Perínclito y gaseoso cronista social Enrique Fontanills:
Pueda mi pluma —que no es de cisne, ni de ánade— acercarse lo bastante a tu estilo insuperable. Quiera mi inspiración bogar donde ánade le importe, y que mi hemorragia verbal fulgure como tu prosa acuática. Sé que no podré. Alimentada mi ebullición metafórica en los últimos tiempos de ecos vulgares —como antes lo fuese de laterío búlgaro— de pasta de oca como única referencia avícola, mi tropo se entume, mi fulgurante escarabajo métrico se hace coleóptero estercolero, y no puerro. A pesar de que siento un oximoron, mamita, me están llamando.
Oh tiempos gloriosos los tuyos, cuando la prensa era menos prensada. La sociedad crecía, se hacía alta. Crecía la Alta Sociedad mediante la acumulación de un objeto muy sencillo: rectángulos de papel impreso por las dos caras —solían mostrar la careta impoluta de algún prócer, con lo cual era algo parecido a coleccionar procervativos— llamados "billetes", alias plata, lana, cocos, magua, etcétera. Es lo que ahora en otros lugares del orbe mundial se conoce como fortuna personal, eso que le quitaba el sueño a un alemán muy barbudo que resultó bastante inútil para adquirir objetos semejantes.
Ese fue el potrero en el que trabajaste de sol a sol, porque la Alta Sociedad, como cualquier sociedad de bajos instintos, se vuelve loca porque alguien hable bien de ella, en general y en particular. Y lo particular da dividendos si uno descubre que a las mujeres les encanta que alguien de vena poética ponga en blanco y negro cosas como "la agraciada dama, de belleza y elegancia sin par"…, o el caballero estulto goza con una escultura marmórea de esta guisa: "la grácil prestancia del caballero iluminó el ágape con su donosura…", que no es lo mismo que decir, en el idioma de estos tiempos: "el acto fue presidido por el compañero Marmoto Pérez, Secretario General de…".
Que finos saraos reseñaste. Que bulliciosos y concurridos festejos cinceló tu pluma, cargada de adjetivos para alegrar bribones. Allí se hablaba el francés con soltura, y el inglés con acupuntura, idiomas que vienen a enriquecer la lista de calificativos incomprensibles pero hermosos, cuyos agradables sonidos enternecen la vanidad del alma humana. Entonces tenías un único enemigo: el linotipista o emplanador, ese proletario urgido y envidioso que podía echar por tierra tu fabulosa enjundia, equivocándose en una letra que cambiaba el sentido de la juglaresca composición que habías logrado, dejándote descompuesto.
Es famosa la errata con la que un miserable ridiculizó una de tus estampas en El Diario de la Marina. Habías logrado uno de los momentos cumbres del idioma, resumiendo una sonada kermesse de la capital —de las que engrosaban tu capital—, y que en apretada síntesis alababa y halagaba con precisión inimitable. El fragmento decía: "La dueña de la casa, siempre tan bella y gentil, prodigó su celo entre los invitados". El infame saboteador cambio la "e" de celo por una horrible "u", convirtiendo en pornográfica y soez la estampa de aquella dueña de casa, bella y gentil, que prodigara su grupa, y su abertura anal entre los alebrestados invitados masculinos. Que el otorgamiento del ojete, así, de manera burda y colectiva, era regalo oculto, digno de otra prensa más baja, y no de resonancia periodística. Al menos no en tus esperadas crónicas.
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