Actualizado: 08/05/2024 7:38
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La columna de Ramón

Carta a José López Rodríguez (I)

Si un hombre con tanto dinero se mata en Cuba, qué le depararía el destino a uno que tiene el lavamanos tupido y una nevera sin siquiera cucarachitas alemanas.

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Y para que no le acusaran de interesado, casóse usted con dama tendiente a lo cultural. Una viuda propietaria de La Moderna Poesía, empresa fundada en 1890, y de nombre Ana Luisa Serrano. Así que, para aplacar malos pensamientos, comenzó usted a levantar presión a través de la poética, y mejor si era moderna. Como a la viuda le faltaban ciertas cosas, nocturnas y diurnas, le tocó ponerle iniciativa a la serranía.

Casualmente era usted amigo de José Miguel Gómez, que llegó a presidente de la República, y con él consiguió una deferencia que le aceitaría las alas económicas: el contrato exclusivo para imprimir los billetes de la Lotería Nacional. Ahí empezaron nuevamente los envidiosos con su maledicencia, olvidando que nada hay más grande que la amistad. Estoy seguro que usted le ponía arte e imaginación a los impresos, y que le quedaban como a nadie.

Dos factores jugaban a su favor: usted había ayudado a la causa de la independencia cubana, y en esa época cualquiera podía llegar a presidente. Hoy las cosas se han puesto muy complicadas en ese aspecto. En Cuba nos hemos vuelto muy rigurosos para elegir al primer magistrado, ese ser que rige nuestros destinos. Y el que está hace la burdajada de años, no suelta prenda, y siempre saca a colación que para él es un sacrificio personal, y marea a la gente con lo de su entrega a la causa, sus desvelos, etc. Es la primera vez en la historia de la medicina que los desvelos de una persona tienen a todo un pueblo insomne.

Pero en aquellos primeros y arrebatadores años de fundación, los generales y los doctores hacían cola para sentarse en el sillón presidencial, y la política era verdaderamente cómica. Luego se puso dramática. A nadie se le había ocurrido desembarcar con el discurso del mesianismo, a pesar de que no hay ser como el cubano para que le explique a los demás cómo haría él las cosas si pudiera. Luego, en pudiendo, le entra como un pudor y una anemia cerebral que hace todo lo contrario. Pero, oralmente, es inimitable.

Sin embargo, llegó uno —casualmente, el mismo que está a la cabeza desde hace casi cincuenta años— y dijo que venía a redimir, o eso entendieron nuestros padres y abuelos. Antes de él la gente votaba al que le parecía la opción menos peor, sospechando que detrás del dril cien se escondía un sinvergüenza, así que no había, en el fondo, tanto misterio, y mucho menos sorpresas. Se le soportaba cuatro años, porque se sabía que iba a quedarse cesante. Era divertido y hasta renovador. Nada comparable a levantarse durante cuatro décadas y ver que quien habla es el mismo de cuando uno empezó a afeitarse y a fumar escondido.

Con aquel favor que le hiciera su amigo presidente —los roñosos le llaman a eso prebenda— fue capeando temporales y dando vía libre a su iniciativa, que era privada, literal y textualmente, sin que nadie lo privara de ella. Así fue vicepresidente, director del Banco Nacional de Cuba, propietario de los centrales matanceros Reglita y España, presidente de la Compañía Nacional de Azúcares de Cuba, y dueño de empresas varias como la que construía el reparto Miramar, la fábrica de cemento El Almendares —que era cemento verdadero a pesar de su nombre, que inclina a los detritus— y la Compañía de Seguros de Cuba, institución que desapareció cuando más la necesitábamos, pues ahora es cuando menos seguro está un nativo en la isla natal.

Ya en 1912 había comprado hasta los intereses de la casa Morgan en Cuba, y era el primer accionista del Banco Nacional, fundado en 1901. Mire lo que da la inteligencia y la contención. Si se hubiera puesto a imprimir banderitas, a cruzar vacas de distinto calibre o a aventurarse por un continente oscuro y lejano a cambiar cenizas por diamantes, le hubiera quedado una triste calderilla de los 190 millones que tenía en depósito para sus inversiones en ese negocio.

Le faltaban nueve años para la soga y el fantasma de las escuálidas vacas que le matarían el 17 de marzo de 1921. Cuando descubrí que se había ahorcado pensando que estaba en la ruina cuando le quedaban doce millones, sentí un estremecimiento y el síndrome del avión en todo mi cuerpo. Fue el detonante que me hizo abandonar mi condición isleña. Si un hombre con tanto dinero se mata en Cuba, qué le depararía el destino a uno que tiene el lavamanos tupido y una nevera de la que emigraron hasta las cucarachitas alemanas.

Postergo ahora mi monólogo, invitándole a que no se me cuelgue hasta la segunda cartuja, donde hablaremos en caliente delante de un humeante plato de potaje, un pote de granos cocidos, ese manjar que le diera apodo, renombre y calorías.

Queda suspendido y en tendedera,
Ramón


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